En defensa del neoliberalismo

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El Estado islámico

 

 

Juan F. Benemelis
 

¿Es el mundo árabe-islámico un bloque político y social monolítico (La Liga Árabe) donde se funden un Estado de corte “moderno” como el tunecino y otro medieval a lo Qatar?

Durante sus 1300  años de historia, a partir de la teocracia establecida por el Profeta de Alá, el Islam ha sido manipulado políticamente, y se ha presentado en tantas variedades como países lo profesan. Mahoma no pensó en crear un Estado, ni siquiera tuvo conciencia de ello; por eso no fijó regla alguna de sucesión.

El despotismo oriental producto del carácter hidráulico de las sociedades antiguas ribereñas es una de las tantas ideas provocativas de Karl Marx. Pero sería el historiador y antropólogo alemán Karl Wittfogel, en su Oriental Despotism, quien detallaría la naturaleza burocrática opresiva de estas sociedades hidráulicas que las hacía diferentes a las de la Europa medieval. Estas tiranías burocráticas se caracterizaron por las construcciones colosales defensivas y por las inmensas obras arquitectónicas. El río Nilo sería un organismo cultural donde se mezclarían las civilizaciones africana, árabe y mediterránea, y que aún resulta un resorte determinante en la historia de la humanidad.  

Tras la conquista islámica de Egipto, en el año 642, esta tendencia al gigantismo se abandonó pues al igual que la cristiandad ortodoxa oriental en Etiopía, Rumania y las zonas eslavas, el Islam se transfiguró en una religión estatal. Pero estas culturas tan sedentarias por tan largo tiempo y perpetuamente tiranizadas, son difíciles de que alteren sus personalidades y rasgos distintivos, incluso bajo los métodos más extremos.

Tanto Josef Stalin como Mao Zedong desmantelaron viejas culturas hidráulicas asiáticas en sus entornos, pero aún con toda la brutalidad de sus procedimientos los resultados fueron, en ambos casos, dos despotismo de modelo hidráulico, faraónicos en su aplicación del terror y en el énfasis en sus monumentales proyectos públicos de construcción con mano de obra esclava o prisionera. El tinte moderno era sólo por el propósito de implantar la industrialización en gran escala. El comunismo con Stalin y Mao no sólo patentizó ser un fracaso en el siglo XX al no poder superar al carácter despótico en las culturas de linaje directo con las sociedades hidráulicas antiguas, sino que probó de paso lo errado del análisis de Marx sobre el estatismo socialista como destino final de las civilizaciones ribereñas del Medio y Lejano Oriente.

La naturaleza puramente “hidráulica” de la sociedad egipcia se intensificó comparada con su antigüedad. Egipto es aún una civilización ribereña donde las carreteras, los ferrocarriles y las vías telefónicas corren a lo largo del Nilo; donde el 95% de su población vive en este corredor ribereño de 600 millas de largo y diez millas de ancho, calificada por el escritor griego Nikos Kazantzakis como un multicolor hormiguero humano (Kaplan, R, 1996, 118).

Egipto era demasiado antiguo para variar drásticamente, y ello se constató durante el nasserismo, esa versión faraónica del realismo socialista bajo Gamal Abdul Nasser, el cual emprendería la edificación de la colosal represa de Asuán. El Estado egipcio fundado por el nasserismo, con su millón de burócratas resultó ser un monolito calcificado, acostumbrado a ejecutar las órdenes del faraón (Nasser, Anuar El-Sadat, Hosni Mubarak).

En 1936, Taha Husein, el decano de la literatura árabe y pionero de la ilustración y el modernismo en esa región, se planteaba esta pregunta: "¿La mentalidad egipcia, en los planos de la imaginación, de la percepción del entendimiento y del juicio, es oriental o europea? En términos precisos: ¿es más fácil, para la mentalidad egipcia, comprender a un chino o a un japonés que a un francés o a un inglés?", a la cual respondía que "(...) la mentalidad egipcia, desde sus primeras épocas, sufrió la influencia del Mediterráneo y (...) tuvo intercambio, en todos los campos, con los pueblos del Mediterráneo" (Husein, 1936, 13-21).

Pese a que históricamente los egipcios se destacan por ser sedentarios y pasivos, la carencia de recursos y el incremento poblacional, sin considerar los posibles cambios climáticos, con sus necesidades desmedidas, eventualmente pueden desatar un caos político a escalas bíblicas. El Nilo es compartido con Etiopía (Nilo Azul) y el Sudán (Nilo Blanco), y esta disputa puede ser causal de una contienda bélica regional, pues las necesidades de agua potable e agroindustrial en esos tres países son superiores a lo que el río puede proveer (Kaplan, R, 1996, 98). Las posibilidades de que el Estado egipcio controle su medio ambiente sin profundizar su despotismo son dudosas. Las limitantes geo-económicas egipcias (sobrepoblación, menos agua y tierra agrícola, envenenamiento ambiental) inducen regímenes pretorianos y sociedades de conflictos internos crónicos. Con una práctica milenaria despótica y de pobreza, y en tal entorno, la democracia sólo puede traer el caos ¿De qué manera los déspotas cairotas pueden imponer su responsabilidad territorial sobre Libia, evitar la disolución del Sudán (norte islámico y sur cristiano) y obtener la parte del león de las aguas del Nilo?

Pero estos imperios mercantiles necesitaban de un corpus de teoría política que promoviese la obediencia a la ilegitimidad y justificase el autoritarismo brutal de los déspotas islámicos, pese a que se contravenía el Corán. Los fundadores de la dinastía otomana, por ejemplo, implantaron su autoridad por la fuerza, pero nunca pudieron aplacar el sur de Palestina y el desierto del Neguev (Israel y la Cisjordania) poblados por belicosas tribus beduinas que constantemente se trucidaban unas a otras. Fue sólo a fines del siglo XIX, con el gobernador otomano Rustum Pashá, que se logró pacificar la región (Friedman, 1990, 93).    

Así en las formaciones árabes en las que el excedente comercial era preponderante, la feudalidad jamás pudo constituirse en una clase independiente con relación al Estado. Eso no impide que importantes capitales financieros se hayan acumulado, que se desarrollase el trabajo asalariado, que el proletariado existiese. S61o que, en el mismo momento de prepararse una mutación en la acumulación cualitativa, se produjo la gran invasión turco-mongola que debilitó las redes del comercio a distancia y, por consiguiente, el excedente de origen comercial, y luego las cortó duraderamente. 

Por lo demás, el verdadero problema que se esboza aquí, y que debe plantearse a los investigadores, no es de tipo historicista, orientado a saber si detrás de los actuales Estados hay fuerzas locales, lo que es evidente tanto hoy como ayer. Incluso en el seno de naciones fuertemente constituidas e integradas pueden surgir, en cualquier momento, fuerzas locales que reivindican alguna especificidad, como lo comprobamos a diario en Europa, ese viejo continente del nacionalismo. Se trata, más bien, de saber si después de su constitución histórica y accidental desde el punto de vista histórico, el mantenimiento en vida de esos Estados islámicos seria posible sin el apoyo y la protección exteriores; ya que ése es el único criterio válido para saber si su objetividad se justifica desde el punto de vista de la exigencia de la civilización, y, por tanto, de la larga duración. En el caso de una respuesta negativa, esa existencia sólo seria el reflejo del papel que les han asignado los otros Estados soberanos en el juego de las potencias, es decir, el de simples piezas de una geoestrategia global que les supera y funda su verdad como instrumentos de una política exterior y no como fuente de una soberanía propia.

En otras palabras, muchos de los estados del Medio Oriente –Egipto la excepción- no deben su existencia a sus propios pueblos, o a un desarrollo orgánico a partir de una memoria histórica, étnica, cultural o lingüística, y no emergieron a partir de un contrato social entre gobernantes y gobernados. Sus estructuras y fronteras fueron diseñadas a la usanza europea por la pluma imperial de Inglaterra, Francia o Italia, a partir de los despojos del imperio otomano, para servir a sus políticas exteriores, a la transportación, el comercio, las comunicaciones y las necesidades energéticas. Esta es la razón para entender la movida de Irak contra el Irán de los ayatolá, la del Irak contra Kuwait, la de dibujar un nuevo mapa político, nuevos países que reemplacen a los creados por el acuerdo anglo-francés Sykes-Picot de 1916, que desmembró al imperio otomano.

El káiser alemán Guillermo II (Friedrich Wilhelm von Hohenzollern) fraguó el propósito de entrar hasta el Golfo Árabe mediante un ferrocarril de Berlín a Bagdad; pero Londres lo obstruyó creando al Irak, un estado tapón arrebatado a Estambul que además asimiló la zona petrolera de Mosul. Mediante el acuerdo secreto Sykes-Picot en 1916, Inglaterra y Francia se repartieron el carcomido imperio Otomano; sólo Egipto e Irán quedaron intocados. El Imperio Otomano y aquellas porciones de él que cayeron en manos de Occidente, estaban regidos en principio por minorías cuyos intereses locales los aliaban al poder colonial. 

El cisma entre el Estado y la sociedad conlleva la regresión al despotismo patriarcal de las organizaciones tribales árabes, aunque no puede obviarse el factor de que este Estado islámico se separó del tribalismo para caer en el determinismo del modelo militarista y étnico de los persa-abbasí y de los turcos otomanos. Un teórico como el marroquí Abdullah Laruí apunta que es un Estado fundamentado en una utopía, ora religiosa o nacionalista, la cual bloquea la incorporación de valores como la libertad individual. Como expondría Sayyed Yassin: “Es en esta perspectiva que la teoría de Ibn Jaldún sobre la assabiya o solidaridad natural es redescubierta o aplicada por un gran número de estudios sobre el Estado y la sociedad árabes” (L'Etat, transformations et devenir. Syyed Yassin. Peuples Méditerranéens, núm. 41-42, marzo de 1982).

 

Pero no puede aceptarse la aserción de que la dictadura sea fruto de la ambivalencia entre la tradición ideológico-religiosa y el laicismo moderno sin considerar un elemento más decisivo: la tradición sultánica. La sociedad tradicional musulmana no fue desechada sino que subsistió en el califato: "El actual Estado árabe está tironeado entre dos tipos de Estado: el sultánico-mameluco y el burocrático racional; al mismo tiempo, se manifiesta a través de estos dos tipos. La causa de esta tirantez es el foso que separa a la política y a la sociedad civil, al poder político y a la influencia (la potencia) material y moral efectiva en la sociedad, al Estado y al individuo; foso que es el legado del antiguo Estado sultánico, reforzado por la administración colonial extranjera" (Lufti el-Juli y Abou Seif Youssef. La gauche radicale arabe, ses positions, sa crise et sa visión de l'avenir. Etudes sur le mouvement progressite arabe, Beirut, 1987, p. 35).

Los egipcios, aspirantes eternos a la dirección del mundo islámico, se hallan ante el dilema de convertirse en un Estado moderno con lo esencial de la herencia islámica, pero en la actualidad los fundamentalistas los empujan a escoger entre ambos. Pero el mundo moderno sólo es posible de conseguir sacudiéndose la religión de los faldones estatales. Por eso, los actuales sistemas estatales, con sus nervios políticos en Damasco, Bagdad y El Cairo, sólo resultan una reproducción de los viejos califatos medievales Omeya de Damasco, Abasida de Bagdad y Fatimita de Egipto, basados respectivamente en tales urbes, con una red de ciudades-estados ligadas por rutas comerciales.

 

Aún se debate si los Estados surgidos con la descolonización eran de tipo bonapartistas, reflejo de grupos clasistas o su debilidad estructural era tal que resultó imposible este escenario y fueron manipulados por grupos con intereses específicos que instauraron simples dictaduras modernas con mucho del “despotismo oriental” propio de historia regional (Batatu, 1978). Un ejemplo consiste el régimen modernista de Mohammed Alí en Egipto, y de Kemal Atatürk en Turquía; el moderno mono-partidismo tipo Neo-Destour tunecino o del Wafd egipcio, los cuales al buscar representar al todo nacional se envolvieron en profundas crisis de legitimidad (Hassan Riad: L'Egypte nasserienne, Paris, 1964). Estos partidos no serán maquinarias políticas modernas y en ellos primará la ausencia de democracia interna, su incomunicación a nivel del mundo árabe.

 

Lo represivo no es  residuo del despotismo tradicional, este Estado absolutista y dictatorial moderno es la culminación de un largo proceso histórico como entidad misionera. Es inconsistente el criterio que estos Estados autoritarios deban su origen al decaimiento del Imperio Otomano y a la impronta colonial europea, factores que supuestamente contrajeron el comercio y debilitaron el poder de las ciudades comerciales costeras en favor de las estructuras tribales. Asimismo, no fue el manido subdesarrollo tercermundista lo que petrificó el tribalismo en la Península Árabe, sino un hecho contemporáneo como la producción petrolera. Este Estado es dependiente de los focos tribales o confesionales de lealtad y, por tanto, es débil tanto moral como materialmente. De ahí que no basta sólo con analizar las condiciones generales por las cuales fueron creados, pues su destino no depende de su autonomía o el ejercicio represivo, sino de la autoridad política de los clanes, de los efectos políticos y culturales de su pasado.

 

Estos Estados, tanto coloniales regidos por reformistas, clase media y comerciantes, como post-coloniales, dirigidos por las claques de militares “revolucionarios”, no representaron a la masa desheredada rural o citadina y estuvieron enfeudados a lo foráneo. Lo grave fue que el vacío creado por la desaparición del colonialismo se encaró con un nacionalismo mal adecuado y endeble sin una conciencia colectiva ni un objetivo común, factores que socavaron su autoridad. Sólo el hecho de los encontronazos entre los nuevos Estados y las antiguas metrópolis, ansiosas de mantener sus preeminencias políticas y económicas, legitimó por un tiempo las nuevas estructuras de “nación” ante las fuerzas tradicionales autóctonas.

 

Mucho más que los partidos políticos será el Estado la influencia más modernizadora y coherente de la sociedad. Las orientaciones que marcaron  al Estado nacional árabe se resumen en un primer acceso a las ideologías modernistas; un amorfo no-alineamiento y anti-imperialismo, y el ascenso de una élite rectora compuesta por las clases medias y la burocracia estatal, no importa cuál fuese la orientación política del régimen. Este Estado, producto del post-colonialismo, tras fracasar en la implementación de una orientación liberal de restauración nacional, desembocó en el islamismo.

 

Una comunidad árabe sin orientación histórica, con Estados denigrados, rechaza la creación del Estado israelí, lo que provoca toda una inestabilidad estructural en la región; cediendo a la presión de las nuevas élites, se promovió en el Mashraq la creación de un Estado poderoso militarmente. Al regir la vida económica y la sociedad, cada turbulencia intestina pone de inmediato en crisis a esta estructura y su ineptitud para refrendar sus nuevas funciones. En un medio social heterogéneo, ante la presión internacional, y carentes de una plataforma de soberanía, tales Estados se hundieron en conflictos de poder, ya fuesen internos (como en el Yemen) o regionales (como Marruecos). Así, en el espacio político de límites estructurales se impuso el rechazo al control estatal de los recursos, agravado por la ausencia de autoridad estatal sobre su hábitat, lo que les llevó al uso de la fuerza bruta, aumentando su incomunicación y separación del cuerpo de la nación.

 

El mundo árabe se halla en un callejón sin salida, en una vasta crisis debido al fiasco del Estado para establecer un cuadro jurídico autónomo, para concentrar la autoridad diseminada en las diferentes castas y clanes tribales, su incapacidad de amoldarse a los transformaciones políticas, económicas y socio-culturales, de crear un sentido de colectividad nacional por encima de las diferentes interpretaciones del Islam.

Este colapso de la institución central y nacional se debe también a la globalización y al socavamiento de las solidaridades pre-nacionales. Por supuesto, la declinación del Estado nacional está íntimamente ligada a la degeneración del movimiento nacional árabe. Al mantenerse estático y verse privado de un proyecto nacional y del programa arabista, el Estado centralizador perdería su identidad y sus valores, su legitimidad histórica y política, reapareciendo la máquina represiva. El cambio, forzado por la reacción de rechazo popular, nada tendría que ver con las estructuras burocráticas, sino que sería en el tipo de poder y de régimen político, en las nuevas coordenadas económicas y policiales.

 

Pero no falta quien vea en la intervención foránea la impotencia del centralismo estatal, la pérdida de la identidad, como Tarik el-Bekri: "y no se trata de un problema reciente, sino de una constante de nuestra historia. ¿Qué somos? ¿Egipcios? ¿Árabes? ¿Musulmanes? ¿Cuál es la relación entre estos términos y en que pueden oponerse? La imposibilidad de dilucidarlo no ha dejado de repercutir sobre el curso de la vida intelectual y cultural (...) a lo largo de los últimos cincuenta años, se han sucedido tres regímenes, tres sistemas económicos, cada uno de los cuales se presentó como la negación del que le había precedido. El resultado fue una movilidad social extremadamente rápida y contrastada, que impidió que cristalizaran los equilibrios que habrían proporcionado al Estado unas bases estables a un plazo relativamente largo, y que le habrían permitido dotarse de un proyecto y del personal necesario para realizarlo"(Tarik el-Bekri, pp. 33-34).

 

Las aplastantes victorias militares israelíes por sobre los árabes en la Guerra de los Seis Días, 1967, y la del Yom Kippur, 1873, produjeron la ruptura entre el Estado nacional y las masas populares, desplomaron las ideologías nacionalistas y socialistas y abatieron las élites gubernamentales y opositoras que terminaron en la corrupción y la degeneración (Lufti el-Juli y Abou Seif Youssef, 1987, 35). Al verse identificado en lo adelante con lo extranjero, la transferencia del poder estará relacionada con la represión (Riad, Paris, 1964).

 

Si bien durante el período del auge nacionalista, el Estado territorial monopolizaba a nombre de diversos sectores sociales, siempre fue considerado como un administrador provisional, una fórmula intermedia para lograr nuevamente el califato árabe. El desbanque del nacionalismo si bien desvalorizaría al Estado tercermundista no modificaría su estructura absolutista del poder, y quedaría como un coto privado, un sector especulativo, sede de componendas particulares que harían capital traficando ilegalidades o armamentos. Este cambio de actitud de los regímenes árabes respecto a los ciudadanos, dependería de las coyunturas políticas y las nuevas condiciones de funcionamiento mucho más que de la estructura de los Estados mismos.

 

El Estado del universo islámico, hipertrofiado, toma como objetivos la regulación y la movilización de la sociedad y la economía, transformándose además en la principal fuente de corrupción, factor que disloca a la sociedad política la cual tiende a eclipsarse. Esta inexistencia de alternativa política lleva al menoscabo de toda forma de adherencia nacional y explica el fin de los golpes de Estado. Por eso, la ruptura entre el Estado y sociedad de creyentes islámicos al final de cuentas resulta una identificación entre poseedores y dominados. De ahí la mancomunidad entre los militares, los jeques y príncipes rentistas con una heteróclita clase media inculta constituidos en Estados a horcajadas sobre el grueso de las reservas mundiales de petróleo (Celso Furtado: Creativité et dépendence, Paris, 1982).

 

El Estado fetichizado como un dios no será una entidad política histórica viable al verse secuestrado por las solidaridades clánicas. El grupo clánico que detentaría los resortes del poder lo utilizarían para someter el conjunto de la sociedad (Samir Amin/Faycal Yachir: El Mediterráneo en el mundo La aventura de la transnacionalización, Madrid, IEPALA Editorial, 1989). En el caso de Arabia Saudita, Jordania, Omán, Qatar, Bahrein, Kuwait, se reiteran las adherencias tribales como resguardo de la unidad y de la continuidad estatal; la monarquía marroquí, desligada de la plataforma tribal, descansa en su masa crítica tecnocrática, y las llamadas repúblicas nacionalistas (Egipto, Siria, Irak, Libia, Argelia, Túnez, Yemen, Sudán, Líbano, Mauritania, Somalia) se hallan bajo el control monopartidista. 

Con la llegada del poder estatal, la mayoría de las tribus nómadas se transfiguraron en las nuevas élites dominantes. Fue esta lucha por el mando la que suscitó las diferentes tendencias teológicas, que más tarde adoptaron la forma de las sectas de hoy en día. La primera razón por la cual abundan tales conflictos de corte tribal es porque numerosos pueblos de esta región -excluyendo a los judíos de Israel, los kurdos y los persas-, aún no han roto plenamente con sus identidades primordiales, pese a que habiten en lo que huecamente pueden reconocerse como naciones-estados modernas. Estas recién creadas entidades en muchos sentidos aún son abstracciones, y por eso sus regentes prescriben con serenidad la matanza de pueblos residentes dentro de sus fronteras, por la sencilla razón de no considerarlos partes de su comunidad, sino adeptos de una tribu foránea. 

Los clanes, sectas, vecindades, ciudades, y regiones en pugnas perpetuas no encuentran una fórmula para balancear su intimidad y cohesión tribal-grupal, dentro de los marcos y requerimientos de un Estado-nación que requiere actuar con estatutos neutrales y valores que necesitan ser acatados por todos. Los clanes –estilo mafia- ayudados por la tecnología y el Estado moderno estilo europeo, siguen ejerciendo un control central brutal.

Como secuela de que los arquetipos tribales comandan acentuadamente las lealtades e identidades individuales y las actitudes políticas, los pueblos del Medio Oriente raramente han creado de motus propio estados-naciones para guiarse y afrontar sus enemigos. Como bien apuntaría el historiador armenio, Gerard Chaliand en su libro Revolution in the Third World, la lucha de liberación en el tercer mundo sólo procreó regímenes autócratas de burocracias corruptas y cuerpos represivos.

Pero el tribalismo y el autoritarismo por sí solos no dilucidan los vastos y complejos acontecimientos políticos del Medio Oriente. Hay un tercer dispositivo dinámico en juego, que fue la importación en el siglo XX del Estado-nación por los colonialistas europeos; un inesperado concepto en una zona de larga raigambre dinástica autoritaria. Países y naciones existían, con sus nombres, pero no se percibían como aleaciones políticas definidas capaces de aglutinar alianzas en el sentido occidental. Los imperios islámicos eran colectividades políticas erigidas sobre la filiación religiosa y la adhesión clánica, tribal o regional.

Lo que sobrevino en el siglo XX al crearse tales naciones-estados, fue en cada caso el ascenso al gobierno de un grupo particular tribal o étnico que buscó propagar su predominio por sobre los otros. Estos Estados asimismo serán “confesionales” en cierto sentido, al estar integrados por minorías y por una secta dominante que denegará cualquier diversidad étnica. Así, la tribu Saudita en Arabia Saudita emergió como dominante y su rey se abrogó el título de “custodio de los dos sagrarios” (khademul háramine) para asignar autoridad musulmana a su gobierno. En el Líbano, por ejemplo, fueron los maronitas quienes se hicieron del poder, los alawitas en Siria, en el Irak de Sadam Husein los pobladores de Tikrit, en Jordania el hachemita Abdullah Ibn Husein -bisabuelo del actual monarca- fue puesto allí por los británicos. Ello permitió a estas familias o grupos específicos dominar inicialmente sus sociedades y construir las burocracias gubernamentales con los solidarios de sus tribus o clanes.

Esos modelos de Estado-nación en el Medio Oriente no tenían precedente en su mundo antiguo o medieval; se crearon sin prestar atención a las continuidades tribales, étnicas, religiosas o lingüísticas, como una disparatada aglomeración con sólo una bandera en común. Por eso, la lealtad clánica, o la fe islámica serían más sólidos que al Estado, el cual fracasaría en resolver esta dicotomía. Por eso nunca se creó e imposible pueda instaurarse una singular y unificada comunidad islámica (la umma), y una sola nación árabe, incluso en el caso hipotético de que las sectas purificadoras depongan en el futuro a los cuasi seculares gobiernos del Medio Oriente.

 

El problema, en realidad, no consiste en negar la existencia o la persistencia de estructuras de tipo pre-nacional en las dos mitades árabes, pues es evidente que tanto el espíritu tribal, como el confesionalismo o el regionalismo aún son muy fuertes en algunos casos. Y ambos explican, en gran medida, la continuidad de los Estados existentes. Pero al contrario de la posición extranacional, sólo pueden ser comprendidas en el marco general del análisis histórico y político del Estado moderno. El desarrollo del confesionalismo y del espíritu tribal está ligado a las contradictorias estrategias engendradas por el tipo de Estado moderno y en modo alguno tradicional. Ahí se está frente a un fenómeno histórico en el que la estructura moderna del poder constituye el factor determinante. Esta es quien subordina a las antiguas estructuras y las integra en su juego del poder, y no a la inversa.

El problema de las fronteras es otro tema de incomprensión entre la cultura islámica y el Occidente. En el Medio Oriente el Estado fue un mecanismo impuesto por los europeos que ahora permite a una tribu dominar a otra en un grado anteriormente imposible. Para un occidental, el Estado coincide con la nación, no así para un islámico, para quien los estados son creaciones artificiales, como el Kuwait, Jordania, Líbano, Irak. Esto se agudiza al no ajustarse los límites de los estados vigentes con las áreas culturales de viejas civilizaciones, marcando las deficiencias de las naciones creadas por las metrópolis europeas, y la ilusoria semblanza de que una vez disueltos los lazos coloniales se resolverían automáticamente las dificultades más acuciantes de sus arcaicas sociedades.

A veces se olvida que el Medio Oriente ha heredado del colonialismo un terrible legado de problemas fronterizos, territoriales y de nacionalidades. Los países y grupos étnicos del mundo islámico, más que en cualquier otra región, han sido piezas de los duelos y maniobras de las potencias mundiales.

En los años 1920, los bordes fronterizos del Medio Oriente fueron trazados una noche, a lápiz en un mapamundi, por el Alto Comisionado británico Sir Percy Cox totalmente ebrio, en una tienda en el desierto arábigo, tras meses de negociaciones infructuosas. Así nacieron, protegidas por Francia, las repúblicas de Siria y Líbano, y por Inglaterra los Hachemitas de Transjordania. La fragmentación anglo-francesa del Creciente Fértil se compensó con la unificación de la Península Árabe bajo el pro-inglés Ibn-Saud. Así se desgarraría el área en contiendas tribales como las del Yemen o Afganistán, o la de los kurdos que nunca se sometieron a Turquía, a Irán o a Irak; se precipitarían golpes militares a lo Gamal Abdul Nasser, Karim Kassem y Sadam Husein; se daría pie a turbulentas relaciones fronterizas, como las de Marruecos y Argelia, las de Turquía con Irán, las de Irak con Kuwait y con Arabia Saudita.

Sus fronteras consistieron en polígonos perfectos, con ángulos rectos que contrastaron violentamente con la caótica realidad del terreno. Como resultado, tales estados han sido grandes lonjas donde ha sido ensartada una miscelánea de comunidades étnicas y religiosas, cada una con su memoria histórica y sus reglas de juego específicas. La actual Siria, Líbano, Irak, Palestina, Jordania y los múltiples estados petroleros del Golfo fueron trazados en este proceso, e incluso los nombres en casi todo el Medio Oriente fueron impuestos por estos extranjeros. Esto se agudiza al no ajustarse los límites de los estados vigentes con las áreas culturales de viejas civilizaciones, marcando las deficiencias de las naciones y la ilusoria semblanza de que una vez disueltos los lazos coloniales se resolverían automáticamente las dificultades más acuciantes de sus arcaicas sociedades.

Sobre el tema del fracaso del mundo árabe en salir de su feudalidad clánica y construir el Estado moderno capitalista, Samir Amín desarrolla una teoría según la cual, las condiciones específica y favorables que ofrece el modo de producción feudal, forma inacabada y frágil del modo tributario, explican la eclosión del capitalismo en Europa, y también en el Japón. Se trata, sobre todo, de la facilidad con que se disuelve el feudalismo bajo el efecto de las relaciones de mercado, conduciendo a un vasto movimiento de "proletarización" en el campo. En cambio, el modo tributario, armado con un poderoso Estado central, no tenía grandes dificultades para fijar en la tierra a los campesinos, por la fuerza si fuese necesario.

 

Esta estructura estatal truncada se verá despojada de un mínimo de autonomía efectiva y material, perdiendo su legitimidad y credibilidad como sede política nacional, dislocándose todo centro de gravedad propio, y agravándose la represión y las políticas arbitrarias. Al ejecutar políticas impuestas por la coacción de movimientos o grupos exógenos, y no poder desplegar una conciencia propia, una filosofía y un propósito, el Estado no sería autónomo de la sociedad, no constaría por sí mismo sino que se hallaría a merced de grupos absolutos que eventualmente se transformaban en clases (Batatu, 1978). La fuerza bruta coercitiva (Mujabarat) formaliza su plataforma y refrendará su perennidad. Este totalitarismo no sería nuevo sino que provendría del mismo proceso formativo de la nación. El Estado existente antes de la independencia (como Egipto), respondía a un similar patrón de conducta y poseía el idéntico esquema general.

La segunda razón hondamente enraizada en la tradición política del Medio Oriente, y notable desde Marruecos a Paquistán, es el autoritarismo: la concentración de poder en un simple individuo o un grupo clánico, libre de cualquier restricción constitucional. No existe allí un mecanismo explícito y formal de transferencia del poder, ni incluso en las erróneamente llamadas monarquías. El gobernante autoritario usual se asume o se hereda por medio de la espada, a la cual se espera que sus súbditos, cortesano o pueblo, se sometan.

 

"Los Estados del Magreb se distinguen cualesquiera que sean las formas de sus regímenes o de sus orientaciones ideológicas, por un cierto número de características, que unifican su funcionamiento político en un mismo sistema. La primera es que, en todos los casos, encontramos al autócrata presidente o rey-, que ocupa un lugar excepcional. En efecto, en todo el Magreb, el poder es autocrático, y todo lo demás (las élites, la representación, la eficacia) es consecuencia de ese fenómeno. La segunda característica es que la participación de las élites en la política sigue las reglas de la cooptación y no las de la elección. Tiene, pues, como criterio principal, la lealtad hacia los ocupantes del poder y no la capacidad. La tercera se refiere al carácter de las elecciones, que muchas veces adoptan la forma de un plebiscito, cuyo objetivo es dotar a las decisiones tomadas a nivel cupular de un ropaje constitucional" (Abdallah Saaf: Images politique du Maroc, Rabat, 1987).

 

En casi todos estos países la burocracia se ha concertado para solidificar las frágiles naciones-estados. La búsqueda de cierto grado de legitimidad estatal ha envuelto iniciativas que pese a ser defectivas en su mayoría han beneficiado a la generalidad, como planes de desarrollo económico, las construcciones civiles, de viviendas y de carreteras, la intensiva forestación y los sistemas de regadío, los puertos, la ampliación de la educación y la salud, los servicios de electricidad y teléfono. Es por ello que la renuencia hacia este nuevo envoltorio estatal en el fondo entraña un rechazo a la modernidad –como el fundamentalismo islámico- y la afirmación de la república secular, y es por eso que autócratas como Sadam Husein, Muamar Gadafi o los Asad sirios gozaban de vasto apoyo popular.

La teocracia o cualquiera de las formas de gobierno “concebidas por Ala” y propuesta por los extremistas islámicos no funciona en el mundo moderno, pues su estructura, reglas y parámetros no pueden ser cuestionadas ni razonadas. Ya los intentos aislacionistas religiosos -tipo Irán, Yemen o Arabia Saudita- no son permisibles para construir una nación pura como lo eran Francia o Alemania. Quiéralo o no ella es parte de un universo dinámico donde ninguna cultura, por muy conservadora, puede detener los cambios, ni aislarse al impacto de la tecnología en los valores humanos, a no ser que la sociedad musulmana quiera permanecer como una isla prístina de observación de fe sin importar lo que ocurra en el mar que la rodea. En la situación en que se halla la tecnología el Estado-nación sólo puede funciona si está interconectado con el extenso mundo más allá de sus fronteras. Y lo que existe en Asia Central y el Medio Oriente son naciones proto-industriales fosilizadas.