En defensa del neoliberalismo

 

La Convergencia Neoconservadora

 

Charles Krauthammer

     La era de la posguerra ha visto un notable experimento ideológico: a lo largo de los últimos quince años, cada una de las tres principales escuelas de  política exterior - el realismo, el internacionalismo liberal y el neoconservadurismo - ha tenido su oportunidad de dirigir. (Una cuarta escuela, el aislacionismo, tiene un largo pedigrí, pero todavía no se ha recuperado de Pearl Harbor y probablemente no lo conseguirá nunca; permanece como una fuente menor de disidencia, sin oportunidad de convertirse en una ideología gobernante.) Hay mucho que aprender de este extraño y espontáneo experimento.

    La era comenzó con George Bush padre, y tiene un enfoque de realismo clásico. Era un Kissingerismo sin Kissinger -aunque Brent Scowsroft, James Baker y Lawrence Eagleburger encajaron en él en forma admirable. La misma frase que la Administración acuñó para describir su visión - El Nuevo Orden Mundial - capturó la idea central: un mundo ordenado, con dirigentes ordenados, viviendo en equilibrio estable.

    Bush padre tuvo dos enormes logros a su crédito: la reunificación pacífica de Alemania, aún históricamente subestimada, y la expulsión de Saddam Hussein de Kuwait, que mantuvo el status quo en el Golfo Pérsico. Sin embargo, su administración sufrió el clásico defecto del realismo: un fallo de imaginación. Bush administró brillantemente la reconstitución de Alemania y la restauración de la independencia de los estados de Europa Oriental, pero no vio suficientemente lejos hacia la liberación de los propios pueblos soviéticos. Su notable discurso advirtiendo a los ucranianos contra el "nacionalismo suicida", pareció preferir la estabilidad soviética al riesgo de quince estados libres e independientes.

    Pero no debemos ser demasiado severos retrospectivamente. La democracia en Ucrania era difícil de imaginar aún hace pocos años, y mucho menos en los tempranos 1990s, y la indecisión de Bush no detuvo la marcha de la liberación en la esfera soviética. Pero en otra área de triunfo de Bush -en Irak- la falta de imaginación tuvo consecuencias  verdaderamente graves e inclusive trágicas.

    El dejar a Saddam en su puesto y rehusar apoyar a los levantamientos kurdos y chiítas que siguieron a la primera guerra del Golfo, ocasionaron más de una década de sufrimiento iraquí, rencor entre nuestros aliados de esa contienda, aislamiento diplomático para Estados Unidos y un corrupto régimen de sanciones de Naciones Unidas. Todo eso condujo final e inevitablemente a una segunda guerra que pudo haberse librado mucho más fácilmente en 1991- y con el entusiasta apoyo de los chiítas iraquíes, que hasta el día de hoy siguen sospechando  de nuestras intenciones. Uno recuerda con desmayo que la primera de las dos anunciadas justificaciones de Bin Laden para su declaración de guerra a EEUU fue la guarnición de lugares sagrados (i.e. Arabia Saudita) por soldados cruzados (i.e. norteamericanos) y el sufrimiento de los iraquíes bajo las sanciones. Ambas fueron resultado directo del final inconcluso de la primera guerra del Golfo.

    Aun así, los logros de Bush padre exceden en mucho a sus fallos. Comenzó la disolución pacífica del imperio soviético, se detuvo a Saddam y se salvó Arabia. Pero entonces vino el segundo experimento, radicalmente distinto. Por razones que nada tenían que ver con política exterior, el realismo fue abruptamente reemplazado por el internacionalismo liberal clásico de la Administración Clinton.

    Es difícil ser generoso valorando su historial. El logro más importante del internacionalismo liberal de esos años -salvar a los musulmanes en los Balcanes y crear condiciones para su posible integración pacífica en Europa- se alcanzó, irónicamente, desafiando  su principio más importante. Le faltó lo que los internacionalistas liberales claman incesantemente como el sine qua non de la legitimidad: la aprobación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

    Por lo demás, el período entre 1993 y 2001 fue un despilfarro, ocho años de sonambulismo, de absurda persecución de un tratado más inútil que el anterior, mientras que la amenaza creciente - el terrorismo islámico- era tratado como un problema de aplicación de la ley. Quizá el momento más simbólico ocurrió en la residencia del embajador norteamericano en Francia en octubre de 2000, después que Yasser Arafat había rechazado la oferta de paz de Israel en Camp David y en su lugar había lanzado su segunda sangrienta intifada. Mientras estaba en Paris para una segunda ronda de conversaciones, Arafat rompió abruptamente las negociaciones y estaba abandonando la residencia cuando la Secretaria de Estado, Madeline Albright, corrió tras él en el patio de adoquines para convencerlo de que firmara otro inútil pedazo de papel.

    Se dice que León Trotsky, refiriéndose al intelectual neoyorquino Dwight Macdonald, señaló "Todos tienen el derecho de ser estúpidos, pero el camarada Macdonald abusa de ese privilegio". Durante los siete años y medio de la locura de Oslo, la Administración Clinton abusó el privilegio consistentemente.

    Entonces vino otro cambio radical. Por milagro o casualidad, dependiendo del punto de vista, gracias a la confusión de unos pocos votantes desorientados en Palm Beach, Florida, ésta ha sido la década del neoconservadurismo. Bismarck señaló que Dios cuida de los estúpidos, de los borrachos, de los niños y de Estados Unidos de América. Dadas las elecciones presidenciales de 2000, está claro que Él trabaja en formas muy misteriosas.

    En lugar de realismo o de internacionalismo liberal, los últimos cuatro años y medio han visto una desenfadada aserción y despliegue de poder norteamericano, un recurso al unilateralismo cuando ha sido necesario, y una disposición a adelantarse a las amenazas, antes de que éstas se materialicen. Muy importante, la segunda Adminstración de Bush ha declarado explícitamente que la diseminación de la libertad es el principio central de la política exterior norteamericana. El segundo discurso inaugural de Bush de enero pasado fue la más dramática y expansiva expresión de este principio. Pocas semanas después, en la Universidad de Defensa Nacional, el Presidente ofreció una formulación más sucinta: "La defensa de la libertad requiere el avance de la libertad".

   El hecho notable de que la Doctrina Bush sea, esencialmente, sinónimo de la política exterior neoconservadora marca la transición del neoconservadurismo de la disidencia, que ocupó durante la primera administración de Bush padre y los años de Clinton, al gobierno. Uno pudiera decir que la política exterior neoconservadora ha alcanzado la madurez. Esto no sólo es portentoso sino también inesperado. Requiere un repensar de los principios y de la práctica.

    Es inesperado porque, hace solamente un año, la política exterior neoconservadora estaba consignada al cenicero de la historia. En la primavera y verano de 2004, en medio de crecientes dificultades en Irak, se creía que las políticas neoconservadoras habían caído a tierra, que la Administración que las había proveído sería pronto arrojada del poder, y que estaban al comenzar las recriminaciones internas sobre quien había perdido la guerra contra el terrorismo, la guerra en Irak y, en verdad, las riendas de la política exterior norteamericana. Un destacado columnista, expresando la sabiduría convencional del momento, llamó el proyecto de Bush en Irak "una fantasía infantil". Y esto, de un amigo del neoconservadurismo.

    En cuanto a los liberales que habían subido a bordo del proyecto de liberar Irak, aprovecharon el supuesto hundimiento para abandonar masivamente el barco. Algunos justificaron su abandono de la Doctrina Bush aduciendo que eran ellos los que habían sido traicionados - por una Administración cuya incapacidad, mendacidad, oportunismo político, y algunos otros crímenes, habían arruinado una política que ya hubiera triunfado si ellos hubieran estado a cargo del Irak de la posguerra, calibrando precisamente los niveles de tropas, calculando hasta el tercer decimal el grado requerido de de-Baasificación, y revisando casi todos los otros detalles operacionales de acuerdo con los dictados de su propio genio táctico.

    Otros liberales se pusieron el disfraz de realistas que, para el verano de 2004, volvía a estar de moda. En la cúspide de esta nueva ola, poco antes de la elección de 2004, hasta los consejeros de Kerry, dándose cuenta que la crítica internacionalista-liberal de la guerra (es decir, que le faltaba apoyo internacional y legitimidad) no estaban ganando conversos, se decidieron por una línea de ataque "realista". De ahí en adelante, Irak sería conocido como "la guerra equivocada, en el lugar equivocado, en el momento equivocado" que, traducido, significaba que debíamos estar cazando terroristas cueva-por-cueva, en Afganistán, en lugar de librar una cruzada ideológica en el Oriente Medio.

    Si a esta mezcla se añaden los realistas clásicos, desde Brent Scowcroft a Dimitri Simes, que se han opuesto a todo el proyecto desde el principio y estaban ahora escribiendo su "te lo dije", parecería que nadie quedaba a bordo del barco neoconservador. Pero el más interesante cambio de postura fue el de algunos que se tenían a si mismos por neoconservadores. Entre éstos, el más prominente fue Francis Fukuyama, cuyo artículo guía en National Interest, del verano de 2004, fue un ataque "realista" a todos los basamentos ideológicos de la guerra de Irak y la idea liberacionista. El mismo título del artículo, "El Momento Neoconservador", hacía la sugerencia burlona, también muy de moda, de que la política exterior neoconservadora estaba liquidada, que su momento había llegado y pasado, que había sido destruida en Irak por su propia soberbia arrogancia, y por 0su ceguera ante la sabiduría realista de que el fracaso en Irak era "predecible", según expresó Fukuyama.

    En realidad, Fukuyama había descuidado hacer esa predicción; durante la guerra y los meses de debate que la precedieron, se había mantenido en silencio. Aún más, desde la perspectiva de hoy, inclusive su predicción retroactiva en el verano de 2004 de inevitable y catastrófico fallo en Irak parece dudosa, para decir lo mínimo. Hacer fallida una predicción retroactiva es tremendo logro, pero dice mucho acerca del clima intelectual de hace un año.

    Hoy no hay euforia en cuanto al proyecto Irak, pero la sobriedad ha reemplazado al pánico. Las cosas han cambiado, y fueron cuatro elecciones las que las cambiaron: dos en Occidente y dos en el Medio Oriente. Primero vino la reelección en Australia de John Howard, un firme aliado de la Administración. Esto presagió la reelección de George Bush, que reafirmó al mundo sobre la permanencia del poder norteamericano, dio legitimidad popular a la Doctrina Bush y estableció un mandato claro para continuar el proyecto democrático. El rechazo del pueblo norteamericano el pasado noviembre a deponer a un Presidente que, rechazando una "estrategia de retirada", se comprometió al contrario a permanecer en Irak hasta que su autogobierno se hubiera asegurado, fue un momento básico.

   Las otras dos elecciones tuvieron lugar en las áreas de nuestro gran esfuerzo: primero las elecciones afganas, escandalosamente minimizadas por los medios informativos norteamericanos, y después las elecciones iraquíes, imposibles de disminuir aun por los medios informativos norteamericanos. Estas últimas fueron un viraje histórico. Después de una serie de otros pasos importantes en Irak, que habían sido  descartados como imposibles y ciertamente imposibles de hacer a tiempo - redactar una constitución interina, transferir el poder a un gobierno iraquí interino - llegó la mayor imposibilidad de todas: hacer elecciones libres tal como se había planificado. La abrumadora presencia popular, en lo que era esencialmente una encuesta sobre la sublevación y la idea democrática, envió un mensaje claro y contundente. Los que habían dicho que los iraquíes, como los árabes en general, no tenían particular interés en el autogobierno, estaban equivocados, como también lo estaban los que sostenían que la sublevación era un movimiento nacionalista, anti-imperialista y ampliamente popular.

    En modo alguno esto quiere decir que las cosas no han permanecido difíciles en Irak. La sublevación sigue siendo encarnizada. Tiene la capacidad de matar, infundir miedo y, quizá finalmente desestabilizar el gobierno electo. Lo que la elección hizo, sin embargo, fue confirmar lo que ya había sugerido la evidente falta de cualquier programa político por parte de los terroristas. La elección mostró a la sublevación como una alianza de nihilismo Baasista y jiadismo atávico, ninguno de los cuales tiene mucho apoyo en Irak.

    Y eso es casi todo. Las elecciones le dieron el poder a 80 por ciento de la población iraquí -los kurdos y los chiítas- y crearon un liderazgo nacional representativo con un interés de vida o muerte en derrotar la sublevación. Al dar a ese 80 por ciento los medios políticos e institucionales para construir las fuerzas armadas necesarias, las elecciones mejoraron enormemente las oportunidades para que pueda surgir un Irak estable, multiétnico y democrático, a pesar del presente caos. Como escribió Fouad Ajami en el Wall Street Journal  en mayo 16, acabado de regresar de una visita a la región:

    Los sublevados harán lo que son buenos en hacer. Pero nadie cree realmente  que esos asesinos pueden echar atrás el reloj... Por un giro del destino, el país árabe que siempre ha parecido marcado para la brutalidad y el pesar, ahora parezca estar preparando un mundo político nuevo.

    El efecto de las elecciones en todo el mundo árabe fue igualmente inmediato y profundo. Millones de árabes vieron en televisión como los iraquíes ejercían sus derechos políticos, y se les indujo a hacer la pregunta obvia: ¿por qué son los iraquíes los únicos árabes que votan en elecciones libres y lo hacen, además, bajo la protección norteamericana? El resto es tan bien conocido que apenas merece repetirse. La primavera de Beirut, la retirada de Siria del Líbano. Manifestaciones abiertas y los principios de competencia política en Egipto. Voto femenino en Kuwait. Pequeños pero significativos pasos hacia la democratización del Golfo. La declarada intención de Assad de legalizar los partidos políticos en Siria, la purga del Partido Baas gobernante, elecciones municipales libres de patrocinadores en 2007, y movimiento hacia una economía de mercado. (1)

    Ajami ha llamado esto (en el título de un artículo reciente en Foreign Affairs) "El Otoño de los Autócratas". No el invierno, nada es seguro, y conocemos de muchos pasados movimientos democratizadores que fueron exitosamente derribados. Hay demasiadas dictaduras y cleptocracias atrincheradas en la región como para declarar algo ganado. Lo que podemos declarar, con certidumbre, es la falsedad de esas confiadas certezas antes de la guerra de Irak, durante la guerra de Irak y después de la guerra de Irak, de que esté proyecto estaba inevitablemente condenado al fracaso porque no sabemos como "hacer" democracia, y ellos no saben como recibirla.

    En Irak, Líbano, Siria, y otros lugares en el mundo árabe, las fuerzas de la liberalización democrática han emergido en el escenario político en una forma que era inimaginable hace sólo dos años. Han sido energizadas y envalentonadas por el ejemplo iraquí y la determinación norteamericana. Hasta ahora, todo el mundo suponía que la única alternativa a la autocracia panarábica, a los Nasser y Saddam, era el islamismo. Ahora sabemos, gracias a Irak y al Líbano, que hay otra posibilidad, y que EEUU le ha dado vida. Como lo expresó el pasado febrero el dirigente druso libanés Walid Jumblatt, poco amigo de la Doctrina Bush, en una entrevista con David Ignatius, del Washington Post:

    Es extraño para mí decirlo, pero este proceso de cambio ha comenzado gracias a la invasión norteamericana de Irak. Yo era cínico acerca de Irak. Pero cuando vi al pueblo iraquí votando hace tres semanas, 8 millones de ellos, fue el principio de un nuevo mundo árabe. El pueblo sirio, el pueblo egipcio, todos dicen que algo está cambiando. El muro de Berlín ha caído. Lo podemos ver.

   La elección iraquí reivindicó las dos proposiciones centrales de la Doctrina Bush. Primero, el deseo de libertad es universal y no el coto reservado de los occidentales. Segundo, que EEUU está genuinamente comprometido con la democracia, en y por si misma. En contra de los que afirman los cínicos, sean árabes, europeos o norteamericanos, Estados Unidos no entró en Irak buscando petróleo o hegemonía, sino buscando su liberación. Esto es una verdad que en enero 30 hasta al Jazeera tuvo que televisar. Los árabes en particular tienen una sólida razón histórica para dudar de la sinceridad norteamericana: seis décadas de apoyo a los dictadores árabes, un "realismo" cínico que empezó con el acuerdo de FDR con la casa Saudita y alcanzó su apogeo en 1991, con la traición al levantamiento anti Saddam de 1991, que Bush padre había estimulado en Irak. Hoy, sin embargo, ven un Bush diferente y una doctrina diferente.

   Las elecciones iraquíes tuvieron un efecto final. Avergonzaron tan agudamente a los críticos extranjeros, especialmente en Europa, que comenzamos a ver una erupción de titulares haciendo la pregunta retórica: ¿Tuvo Bush razón? La respuesta a eso es: sí, hasta ahora. El proyecto democrático ha sido lanzado, contra los críticos y contra las probabilidades. Eso, en si mismo, es un inmenso logro histórico. Pero el éxito requerirá maduración: un neoconservadurismo crítico, preparado a examinar tanto sus principios como su práctica al formar una verdadera filosofía de gobierno.

   En una conferencia en el American Enterprise Institute (AEI) el año pasado, traté de establecer una distinción entre una política exterior neoconservadora más expansiva y otra más restringida. Llamé los dos tipos, respectivamente, globalismo democrático y realismo democrático. (2)

    El portavoz jefe del globalismo democrático es el presidente mismo, y el segundo discurso inaugural es su texto fundacional. Lo que tiene de más impresionante no es lo que la mayoría encontró horrible: su anunciada meta de abolir la tiranía en todo el mundo. Admitámoslo, tiene un sonido cósmico, pero es sólo una expresión de dirección y esperanza para, bueno, el fin de los tiempos. Lo que es más abarcador es su promesa de que Estados Unidos estará junto a los disidentes en todo el mundo, dondequiera que estén.

    Este tipo de lenguaje inmediatamente queda abierto a la acusación de insinceridad e hipocresía. Después de todo, Estados Unidos mantiene relaciones confortables con autocracias de distintos tipos, más notablemente con Egipto, Arabia Saudita, Pakistán y Rusia. Además, si nos ponemos del lado de los disidentes en todas partes ¿no tendremos entonces que declarar nuestra solidaridad no sólo con demócratas sino también con islamitas disidentes sentados en las cárceles de Pakistán, Egipto, Arabia Saudita y Rusia?

    Pero no actuamos de esa forma, ni lo necesitamos. El asunto de las alianzas con dictadores, de pactos con el demonio, puede ser encarado abiertamente, francamente, y sin necesidad alguna de estar a la defensiva. El principio es que no podemos democratizar el mundo de la noche a la mañana y, por lo tanto, si somos sinceros en cuanto al proyecto democrático, debemos proceder secuencialmente. Tampoco, por una falsa equivalencia, necesitamos abandonar a los reformistas democráticos en esas autocracias. Al contrario, tenemos el deber de apoyarlos, aun teniendo el perfecto derecho moral de distinguir entre demócratas, por un lado, y totalitarios o jihadistas por el otro.

   Puesto que no somos omnipotentes, debemos confrontar el menor de dos males. Eso significa posponer accciones radicalmente desestabilizadoras en lugares donde el apoyo a los presentes regímenes no democráticos es necesario contra una mayor amenaza contra el mundo libre. No hace falta disculparse por eso. En la segunda guerra mundial nos aliamos con Stalin contra Hitler. (Como dijo Churchill poco después de la invasión alemana a la URSS: "Si Hitler invadiera el infierno, yo haría al menos una referencia favorable al diablo en la Cámara de los Comunes".) Esa era una alianza necesaria, y temporal: cuando acabamos con Hitler, dirigimos nuestra atención a Stalin y sus sucesores.

   Durante la guerra subsiguiente, la guerra fría, de nuevo hicimos alianzas con el diablo, en la forma de una variedad de dictadores de derecha, a fin de combatir el mal mayor. Aquí, de nuevo, la alianza era necesaria y temporal. Nuestros acuerdos con dictaduras de derecha eran contingentes a su utilidad y en el status de la contienda que se libraba. Una vez más fuimos fieles a nuestra palabra. Siempre que pudimos, y particularmente así que nos acercábamos a la victoria en la guerra mayor, prescindimos de esas alianzas.

    Considere dos casos de aliados, temporales pero útiles, contra el comunismo: Augusto Pinochet en Chile y Ferdinando Marcos en las Filípìnas. Probamos nuestra buena fe en ambos casos cuando, al debilitarse Moscú y disminuir la amenaza existencial contra el mundo libre, trabajamos para echar abajo ambos dictadores. En 1986, apoyamos abierta y decisivamente la revolución de Aquino que depuso y exilió a Marcos y, más tarde, en los 80, presionamos fuertemente a favor de elecciones libres en Chile, que Pinochet perdió, allanando el camino para el regreso de la democracia.

    Las alianzas con dictaduras estaban justificadas en la guerra contra el fascismo y en la guerra fría, y están justificadas ahora en la lucha contra su sucesor, la guerra contra el radicalismo árabe/islámico. Esto no es sólo teoría. Tiene implicaciones prácticas. Y nada es más práctico que la pregunta: ¿después de Afganistán e Irak, qué?

     La respuesta es, primero Líbano y después Siria. El Líbano es el siguiente porque está obviamente preparado para la democracia, habiendo practicado una forma de la misma por 30 años, después de la descolonización. Su sofisticación y cultura política lo hace maduro para una transformación, como lo han demostrado las masivas manifestaciones a favor de la democracia.

    Después viene Siria, tanto por su vulnerabilidad -la retirada de Líbano ha debilitado gravemente a Assad - como por su importancia estratégica. Una isla crítica de obstinación en una región que se liberaliza y extiende desde el Mediterráneo a la frontera iraní, Siria ha tratado de desestabilizar a todos sus vecinos: Turquía, Líbano, Israel, Jordania y ahora, más obvia y encarnizadamente, al nuevo Irak. Una presión seria, prolongada e implacable sobre el régimen de Assad, rendirá enormes ventajas geopolíticas en democratizar y por consiguiente pacificar, todo el Levante.

    Algunos conservadores (y muchos liberales) han propuesto en su lugar que seamos fieles al lenguaje universalista del segundo discurso inaugural del presidente y vayamos tras las tres principales autocracias islámicas: Egipto, Arabia Saudita y Pakistán. No tan rápido ni tan duro. Son autocracias y, en muchos sentidos, desagradables. Pero hacer eso sería un error.

    En Egipto, tenemos ciertamente recursos liberales que debieran ser apoyados y estimulados. Pero, teniendo en cuenta la experiencia argelina, debemos ser recelosos de echar abajo toda la casa de naipes y descarrilar así cualquier progreso del autoritarismo a la democracia liberal. Arabia Saudita tiene una cultura bizantina, y un similar método de gobierno, que debe ser reformado delicadamente, sin llegar a derrocarlo. Y Pakistán, que tiene un gran potencial para la democracia, es simplemente demasiado crítico como aliado militar en la guerra contra al Qaeda para arriesgar algo en este momento. Pervez Musharraf no es un h de p… pero, aun si lo fuera, es nuestro. Deberíamos estar estimulando la evolución hacia la democracia en todos esos países, incesante e implacablemente, como lo hicimos en Afganistán e Irak y debiéramos, quizá sin llegar a la intervención militar directa, estar empleándolos en Siria. Se aplican mejor a los enemigos, no a los amigos.

    Lo que es interesante es que la Administración Bush, en la práctica, está procediendo precisamente a lo largo de esas líneas. Empuja a Mubarak, pero gentilmente. Se mueve aun más cautelosamente con Arabia Saudita, temiendo lo que pueda surgir a corto plazo si la cleptocracia real es depuesta. Y, porque Pakistán es tan central en la guerra contra el terror, no mueve ni un cabello de la cabeza de Musharraf.

    En pocas palabras, la Administración Bush -si se quiere, el neoconservadurismo en el poder- ha estado mucho más inclinada a continuar el realismo democrático y a consignar el globalismo democrático al terreno de la aspiración. Esta clase de prudente circunspección es, de hecho, una necesidad práctica para gobernar en el mundo real. Debíamos, por ejemplo, estar haciendo todo lo que está en nuestro poder, tanto abierta como encubiertamente, para estimular una revolución democrática en Irán, un estado profundamente hostil y peligroso, aun mientras cuidadosamente tratamos de lograr una evolución democrática en lugares como Egipto, Arabia Saudita y Pakistán. En verdad, la conducta de la Administración Bush implica que, en la práctica, la distinción entre el realismo democrático y el globalismo democrático puede colapsar, porque el globalismo es, simplemente, insostenible.

    Otra importante señal de la maduración de la política exterior neoconservadora es que no sigue atada a su propia historia ideológica. Los actuales practicantes de la política exterior neoconservadora son George W. Bush, Dick Cheney, Condoleeza Rice y Donald Rumsfeld. Ellos no tienen historia en el movimiento, y antes del 11 de septiembre tenían poca afinidad con él.

    Los padres del Neoconservadurismo son antiguos liberales o izquierdistas. Hoy sus principales defensores, a juzgar por su historia, son antiguos realistas. Rice, por ejemplo, era discípula de Brent Scowscroft; Cheney sirvió como Secretario de Defensa en la primera Administración Bush. Septiembre 11 cambió todo eso. Cambió el mundo y cambió nuestra comprensión del mundo. Como el neoconservadurismo pareció ofrecer la explicación más plausible de la nueva realidad y la más convincente y activa respuesta a la misma, muchos realistas empezaron a comprender la pobreza del realismo: no sólo su futilidad sino el peligro de una política exterior centrada en la ilusión de la estabilidad y el equilibrio. Estos realistas, recientemente asaltados por la realidad, han dado peso al neoconservadurismo, haciéndolo más diverso y, dada la experiencia pasada de los recién llegados, más maduro.

    Lo que los neoconservadores han estado recomendando desde hace largo tiempo está siendo ahora articulado y practicado, a los más altos niveles del gobierno, por un gabinete de guerra compuesto de individuos que, viniendo de un lugar distinto, se han unido al campo neoconservador y están llevando la idea neoconservadora a través del mundo. Como resultado, la vasta conspiración derechista ha devenido aun más vasta de lo que los liberales pudieran imaginar. Y aún mientras la tienda se ha agrandado, los grandes cismas y divisiones en la política exterior conservadora -tan ampliamente predecidos hace solamente un año, tan ansiosamente buscados y amplificados por analistas externos - no ha ocurrido. En verdad, las diferencias -si acaso- se han estrechado.

   Esto no es disciplina de partido. Es un transigir con la realidad, y una convergencia hacia el centro. Sobre todo, es la maduración de una0 ideología de gobierno cuyo tiempo ha llegado.

Charles Krauthammer  es columnista sindicado nacionalmente para

el Washington Post y ensayista para  Time. Ganó un premio Pulitzer en 1987, y en 2003 recibió el premio Bradley. Este ensayo, en forma algo distinta, fue presentado en la ciudad de New York en Mayo, como la primera conferencia anual  Podhoretz de Commentary.

1. No es que sea probable que Assad haga algo de esto, pero el hecho de que tiene que fingir que lo está haciendo muestra el asombroso alcance  de la Doctrina Bush hasta el momento. Vea "Siria Anuncia Reformas, pero Muchos Tienen dudas", de Anthony Shadid, Washington Post, Mayo 18, 2005.

2. El texto de mis observaciones, hechas en la Conferencia

Irving Kristol de 2004 y publicadas como monografía AEI, titulada "Realismo Democrático: Una Política Exterior Para un Mundo Unipolar", puede también ser encontrada en www.aei.org

3. Para una presentación matizada del caso, vea "La Próxima Prueba de la Doctrina Bush", de Victor Davis Hanson, en COMMENTARY de mayo.

El artículo está tomado del número Julio-Agosto, 2005, de la revista Commentary.

Traducido por el Dr.Emilio Adolfo Rivero.