En defensa del neoliberalismo
 

           

La transición continental

 

 

ADOLFO RIVERO CARO

En su formidable libro sobre la transición, Juan Benemelis plantea que los intelectuales fueron el principal motor del derrocamiento de las dictaduras comunistas. En realidad, los intelectuales vienen a jugar ese papel debido a la impotencia de otros grupos sociales. El peso específico de sus individualidades compensa su escasez numérica. Ahora bien, ¿qué moviliza a los intelectuales? Es cierto que sienten, en mayor medida que otros grupos sociales, la asfixia de la represión ideológica, pero la falta de libertad nunca ha sido una razón suficiente.

El gran combustible del activismo intelectual ha sido el nacionalismo. Los países de la Europa del este tenían una larga historia de oposición al imperialismo ruso. Este había absorbido gran parte de Polonia en el siglo XIX. La nación resucitó en el siglo XX pero, paradójicamente, el apogeo del imperialismo ruso se produjo más tarde, bajo las banderas del internacionalismo proletario, y tras los Acuerdos de Yalta. Fue entonces que Polonia volvió a ser un estado vasallo de Rusia. De aquí que en ningún otro país el nacionalismo jugara un papel más importante. Dada la identificación de Rusia con el comunismo, el nacionalismo polaco (y el de todos los países de la Europa del este) se volvió lógicamente anticomunista. Esto, a mi juicio, es la clave de la transición europea. Creo que habría que profundizar no en por qué los países de la Europa del este se liberaron del comunismo, sino en por qué se demoraron tanto en conseguirlo. Esencialmente creo que se ha tratado de un fenómeno cultural. En el mundo comunista, la lucha por la liberación ha marchado a contrapelo de las tendencias ideológicas mundiales.

Desde hace mucho tiempo la intelectualidad occidental, profundamente influida por las ideas anticapitalistas, ha tenido una actitud de tolerante benevolencia con las dictaduras totalitarias de izquierda. Sus crímenes se han excusado como el (lamentable) precio a pagar por la construcción de una nueva sociedad, ejemplarmente igualitaria y desprovista de los vicios y defectos del capitalismo. Es bueno recordar que Amnistía Internacional nunca denunció los crímenes que se cometían del otro lado de la Cortina de Hierro. El grueso de la intelectualidad occidental cerró los ojos a los horrores del gulag. El reconocimiento generalizado de su realidad tuvo que esperar hasta que nada menos que un alto dirigente comunista se encargara de denunciarla en el XX Congreso del PCUS. Y, por supuesto, hasta la posterior publicación de los libros de Solyenitzin.

Ahora bien, si el nacionalismo ha sido el principal factor de movilización social en la lucha contra el totalitarismo comunista, ¿cómo juega este factor en Cuba, en Venezuela y en el resto de América Latina? La respuesta es preocupante. En Polonia y en toda la Europa del este la lucha contra el imperialismo ruso se identificaba naturalmente con la lucha anticomunista. En América Latina, sin embargo, el nacionalismo se ha definido fundamentalmente en la relación con Estados Unidos. Pero Estados Unidos es el buque insignia del capitalismo mundial. De aquí que el antiamericanismo latinoamericano pueda convertirse, con relativa facilidad, en una lucha anticapitalista.

¿Cómo va a luchar contra el comunismo una intelectualidad que, esencialmente, simpatiza con el anticapitalismo? ¿Cómo van a poder luchar efectivamente contra Castro o contra Chávez intelectuales que se sienten fervorosamente antiamericanos? Debía ser obvio que, en el terreno del antiamericanismo o del anticapitalismo, nadie les va a ganar a Castro y a Chávez. La única forma de enfrentarse efectivamente a estos demagogos izquierdistas sería cambiando radicalmente de discurso.

Pero ¿cómo defender las ideas del individualismo, la propiedad privada y el empresariado cuando, al parecer, éstas nos han dejado en el atraso y el subdesarrollo? Habría que concentrarse en por qué hay sociedades de libre mercado que son las más libres y prósperas del mundo y, sin embargo, hay otras, como las nuestras, donde un modelo aparentemente similar se estanca y no estimula el progreso. Habría que analizar en qué se diferencia el capitalismo de Hong Kong, Singapur y Taiwan del capitalismo de Argentina, Brasil y México. Lo importante es plantearse las preguntas correctas. Y, sobre todo, no echarle la culpa de nuestro subdesarrollo a Estados Unidos. Eso es eludir nuestros propios problemas. China y la India están saliendo de la pobreza con dramáticas reformas capitalistas. Pese a su lejanía, están luchando desesperadamente por acercarse cultural y económicamente a Estados Unidos. ¿Qué pueden esperar los países latinoamericanos que están haciendo justamente lo contrario? Es un verdadero suicidio nacional.

La opción para los intelectuales latinoamericanos es muy clara. Pueden mantener su modelo ideológico anticapitalista y, por consiguiente, antiamericano. Eso significa resignarse al subdesarrollo y acostumbrarse a la posibilidad de tener dictaduras de izquierda en sus países, ya que ésta es la consecuencia lógica de estas ideas. Ahí está el ejemplo de Cuba y de los que quieren imitarla. O pueden rechazar ese modelo fracasado y elaborar otro. Uno que promueva el desarrollo y critique lo verdaderamente criticable de Estados Unidos. Los enormes subsidios agrícolas, por ejemplo, que benefician a un parte minúscula de los productores americanos, pero afectan dramática y negativamente a todo el resto del mundo. Pero es hora de liberarse de esquemas ideológicos obsoletos, negativos y contraproducentes. O sufrir las consecuencias. La transición cubana es sólo parte de toda una gran transición ideológica continental.

www.neoliberalismo.com