En defensa del neoliberalismo

 

El muy liberal Juan Pablo II

 

P. Richard John Neuhaus


El padre Neuhaus, uno de los pensadores católicos mas importantes de Estados Unidos es editor en jefe de la revista "First Things", donde apareció una de las primeras versiones de este artículo.

Cuando la encíclica Centésimas Anos apareció en 1991, algunos de nosotros la vimos como una vindicación de nuestra forma de comprender la doctrina social católica. Desde entonces, ha habido diferencias en torno a la encíclica - no tanto entre liberales (1) (que en su mayoría la consideran un no-evento) y conservadores, como entre ciertos conservadores y los llamados neoconservadores. Los primeros han acusado a los segundos de secuestrar al pontificado, y a Centessimus Annus en particular, con el objetivo de ganar legitimidad doctrinal para lo que se denomina capitalismo democrático o democracia liberal. Se ha dicho que los neoconservadores están promoviendo "el Proyecto Murray", refiriéndose al esfuerzo del difunto Padre John Courtney Murray de acoplar la enseñanza católica con el experimento norteamericano. Los críticos conservadores alegan que los que seguimos la tradición de Murray estamos vendiendo la auténtica enseñanza católica a un liberalismo seco y desecante.

En esto no hay un verdadero desacuerdo. No se trata, por lo menos no fundamentalmente, de un desacuerdo sobre teología católica. La diferencia, más bien, consiste en que nuestros críticos tienden a presentar las tradición liberal de la peor manera posible así como la expresión cultural, legal y política norteamericana de esa tradición. Al hacerlo así, creo que le conceden una inmerecida victoria a los que interpretan la tradición liberal de una forma que todos deploramos. Junto con John Courtner Murray, sugiero que nuestra tarea es luchar por una interpretación del liberalismo que sea compatible con la plenitud de la verdad católica.

No hay dudas de que el experimento norteamericano está' fundado en la tradición liberal. Puesto que no podemos volver al siglo XVIII y reconstituirlo sobre fundamentos distintos, tenemos que confiar en que los fundamentos sobre los que está constituido no sean los descritos por Ronalc Dworkin, John Rawls, Richard Rorty y algunos pensadores católicos conservadores. El liberalismo, no hace falta decirlo, es un término maravillosamente flexible. Hay un liberalismo económico de laissez-faire condenado por León XIII en la Rerum Novarum de 1891, así como por Juan Pablo II. En Estados Unidos ese liberalismo se llama libertarianismo y, pese a sus numerosos y talentosos apologistas, nunca ha conseguido muchos adherentes.

El liberalismo, tan ferozmente criticado hoy, no está limitado al libertarianismo. En la manos de sus críticos, el liberalismo republicano de la virtud y el liberalismo comunitario de la sociedad civil de Tocqueville salen poco mejor parados que el libertarianismo. Podemos subrayar algunos de los puntos sobresalientes de las acusaciones de los críticos cristianos del liberalismo y la modernidad (generalmente los dos términos son más o menos intercambiables) . Sea el encantador G.K.Chesterton, el casi magistral Alasdair Maclntyre, el cáustico George Grant, el jactancioso Stanley OHauerwas, el temerario Oliver O'Donovan o el melancólico David Schindler, las acusaciones tienden a ser las mismas.

La primera es que los pensadores cristianos han estado demasiado dispuestos a rebajar el mensaje cristiano para acomodar los paradigmas culturales del liberalismo. Estoy vigorosamente de acuerdo. Eso, sin embargo, se entiende mejor como una acusación contra los pensadores cristianos que contra el liberalismo. Si somos vacilantes al afirmar la plenitud de la verdad cristiana en público, la culpa es nuestra. Puede que las estridentes voces del liberalismo secularizado nos hayan intimidado pero la culpa es de nuestra propia timidez.

Otros puntos de las acusaciones contra el liberalismo se expresan de diversas formas. Se dice que el liberalismo es puramente formal. Al excluir la consideración de los fines, el liberalismo alega ser sólo un medio pero, en realidad, disfraza sus fines como medios. En otras palabras, la supuesta "neutralidad" del liberalismo es cualquier cosa menos neutral. Además, se dice que el liberalismo tiene como premisa la ficción de un "contrato social" que, a su vez, se apoya en premisas de exclusivo egoísmo. El liberalismo niega la verdad trascendental o ley divina. 0, al menos, requiere agnosticismo, y no reconoce ninguna ley por encima de la voluntad humana egoísta.

Se aduce, por otra parte, que estos dogmas liberales están indisolublemente vinculados a la dinámica del capitalismo. El dogma liberal y la dinámica del mercado son fundamentos que se refuerzan mutuamente. También se critica un orden social que está íntegramente al servicio de las opciones individualistas de un Ego autónomo y soberano.

Es un alegato impresionante y se apoya en pruebas imponentes. Pero yo alegaría que se trata de una acusación contra las distorsiones del liberalismo. Y, de ser así, estaríamos combatiendo por el alma misma de la tradición liberal.

Una observación personal pudiera ser pertinente. En los años 60, yo era, en gran medida, un hombre de izquierda. No de la izquierda de la contracultura adicta a las drogas y al hedonismo sino de la izquierda encarnada, por ejemplo, en el movimiento de los derechos civiles encabezado por el Dr. Martin Luther King Jr. Esto empezó a cambiar con el advenimiento del debate sobre lo que entonces se llamaba ley de aborto '"liberalizada" en la segunda mitad de los 60. Hacia 1967, yo estaba escribiendo acerca de los "dos liberalismos" --uno, como el temprano movimiento de los derechos civiles, que incluía a los vulnerables y estaba motivado por un orden trascendente de justicia, otro, que excluía y que no reconocía otra ley por sobre la voluntad individual. Mi argumento era que, al abrazar la causa del aborto, los liberales estaban abandonando el primer liberalismo, que ha sustentado todo lo que de esperanzador tiene el experimento norteamericano.

Se ha abierto un abismo entre la tradición liberal y lo que hoy se denomina liberalismo. Es por eso que algunos de nosotros somos llamados conservadores. El conservadurismo que es auténtica y constructivamente conservadurismo norteamericano es conservadurismo en la causa de revitalizar y re-apropiarse de la tradición liberal. Con vista a ese fin, Centesimus Annus es una guía inapreciable. El documento es frecuentemente descrito como una encíclica sobre economía, pero es mucho más que eso. Centesimus Annus trata sobre la sociedad libre, incluyendo la libertad económica. Mientras la encíclica tiene que ser situada dentro del contexto más amplio de la enseñanza social católica, uno no puede dejar de sentirse impresionado por la medida en que representa una lectura de "los signos de los tiempos" con referencia específica a las experiencias histórico-mundiales de este siglo. Y, aunque está escrito por y para la Iglesia universal, en cada lugar la Iglesia está obligada a leer la encíclica como si estuviera dirigida a sus circunstancias especificas.

Nosotros los norteamericanos no erramos cuando pensamos que el experimento americano es una gran presencia en Centesimus Annus. Después de todo, las democracias occidentales, y en particular Estados Unidos, son las alternativas históricamente disponibles al socialismo, que tan miserablemente ha fracasado. Más que eso, en este pontificado, por primera vez, la enseñanza magistral sobre la modernidad, la democracia y la libertad humana tienen una referencia más enérgica a la revolución de 1776 que a la revolución francesa de 1789. No es chauvinista ni parroquial leer Centesimus Annus con particular referencia al experimento americano. Por el contrario, es el camino de la fidelidad.

No hay crítica más común de la tradición liberal que decir que ésta se encuentra fundada sobre premisas de un individualismo desenfrenado. Centesimus Annus habla de individuo e inclusive de "sujeto autónomo" pero, más típicamente, se refiere a la 'persona'. Citando una encíclica anterior, Redemptor Hominis, Juan Pablo escribe que "esta persona humana es la ruta primaria que la Iglesia tiene que recorrer en el cumplimiento de su misión... el camino señalado por el mismo Cristo, el camino que lleva invariablemente a través del misterio de la Encarnación y la Redención". Y luego añade esta notable afirmación: "Esto, y sólo esto, es el principio que inspira la doctrina social de la Iglesia".

Esto, y sólo esto. Y luego escribe, "La Iglesia ha desarrollado gradualmente esa doctrina en una forma sistemática", sobre todo en el siglo pasado.

Muy gradualmente, pudiéramos añadir sin falta de respeto. En una encíclica posterior, Veritatis Splendor, Juan Pablo rinde pleno tributo a la modernidad y a su desarrollo de la comprensión de la dignidad del individuo y de la libertad humana. El individualismo

es uno de los grandes logros de la modernidad o, si usted prefiere, de la tradición liberal. Tampoco debemos negar que este logro se ha realizado en frecuente tensión con la Iglesia Católica. Por supuesto, una razón importante de ese conflicto fue que la causa de la libertad fue percibida como marchando bajo las banderas radicalmente anti-clericales y anti- cristianas de 1789. Es un gran logro de este pontificado haber vuelto a afincar con tanta claridad la idea del individuo y de la libertad en el rico suelo de la verdad cristiana de la que había sido desarraigado.

Es un error describir al individualismo moderno, como hacen algunos, en contraposición a una comprensión católica más "orgánica" de la comunidad. Más bien, deberíamos simpatizar plenamente con el logro moderno de la idea del individuo, afincándolo más firmemente en el entendimiento de la persona, destinada desde la eternidad a la comunión con Dios. El peligro de rechazar al individualismo es que, en el mundo real, la alternativa al individualismo no es la communio católica, la correcta ordenación de las personas en relación con Dios y entre si mismas, sino la recaída en los colectivismos. Esos colectivismos que son el gran enemigo de la libertad a la que estamos llamados. El problema con la actual distorsión del individuo como Yo soberano, no es un error en cuanto a la enorme dignidad del individuo sino en que separa al Yo de la fuente de esa dignidad. La primera causa de este error, dice Centesimus Annus, es el ateísmo.

"Es respondiendo al llamado de Dios contenido en el ser de las cosas que el hombre se hace consciente de su dignidad trascendente. Todo individuo tiene que dar su propia respuesta, que constituye el apex de su humanidad, y no hay mecanismo social o sujeto colectivo que pueda sustituirla." El gran error, tanto del determinismo colectivista como de la licencia individualista, es que su comprensión de la libertad humana se halla desvinculada de la obediencia a la verdad. En uno de los más sugerentes pasajes de la encíclica, Juan Pablo escribe: "En el corazón de cada cultura reside la actitud que una persona toma en relación con el mayor de los misterios: el misterio de Dios. Diferentes culturas son básicamente diferentes formas de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal".

Aquí no se trata al individualismo en ningún sentido peyorativo sino de forma plenamente coherente con el logro moderno de la idea del individuo. Es coherente con las ideas matrices del experimento americano, en el que el estado es comprendido como estando al servicio de la libertad, y la libertad es comprendida como lo que los Fundadores llamaron "libertad ordenada", es decir, libertad sujeta a la verdad. Y hay, como dice la Declaración de Independencia, "verdades evidentes" que fundamentan esa libertad y la orientan hacia los fines trascendentes de "la naturaleza y el Dios de la naturaleza".

Las referencias teístas de la Declaración no son, como alegan algunos comentaristas, simples anexos para contentar a las masas. Muy por el contrario, son parte integral de la argumentación moral del documento. El experimento americano está constituido por una síntesis puritana-lockeana que, en recientes décadas, ha sido ajustada a los prejuicios seculares de nuestras elites académicas. Es imperativo que cuestionemos esta versión de la fundación y no asimilemos nuestra historia americana en forma diluida.

Algunos protestarán alegando que esto es simple "religión cívica". Pero no hemos comprendido la esencia de Centesimus Annus. si pensamos que hay algo de "simple" en la sustentación de un orden público que reconoce la fuente trascendente y el fin de la existencia humana. Por supuesto que semejante reconocimiento formal sólo proporciona una teología muy delgada y atenuada pero, por otra parte, crea las condiciones dentro de la que los cristianos pueden proponer una versión rica y adecuada de la historia humana. Pero eso, se objetará, es precisamente el problema: en una sociedad liberal la Iglesia sólo puede proponer su verdad, colocando los evangelios en el mercado como un ítem entre otros.

Esta es una objeción que se escucha frecuentemente, y tenemos que preguntarnos lo que la gente quiere decir con ella. ¿Están sugiriendo que la Iglesia debe coaccionar a la gente para que obedezca la verdad? En la encíclica de la evangelización Redemptoris Missio, el Papa dice: "La Iglesia no impone nada, sólo propone." No impondría si pudiera. La autentica fe es, necesariamente, un acto de libertad. La Iglesia está para proponer - incansablemente, audazmente, persuasivamente. Si nosotros, que somos la Iglesia, no estamos haciendo eso, la falta no es del liberalismo sino nuestra. Aunque el mensaje de la Iglesia proporciona un firme cimiento para el liberalismo, el liberalismo no es el contenido del mensaje de la Iglesia. Es simplemente la condición para que la Iglesia invite a las personas libres a vivir en la communio de Cristo y de su Iglesia, comunión infinitamente más profunda, más rica y más plena que el orden social liberal --o que cualquier orden social por debajo del justo orden universal en el Reino de Dios.

Pocas cosas hay más importantes para la sociedad libre que la idea y la realidad del estado limitado. Por mucho que los tribunales y los intelectuales seculares puedan haberlo negado en las últimas décadas, el orden americano es inexplicable si se separa del reconocimiento de una soberanía superior a la del estado. Y "Una Nación Bajo Dios", significa una nación bajo juicio. Los cristianos comprenden y declaran públicamente esa superior soberanía en la proposición "Jesucristo es nuestro Señor". No es necesario para el estado declarar que Jesucristo es su Señor. Ni, es deseable que el estado declare que Jesucristo es su Señor, por lo menos, en las circunstancias norteamericanas o en cualquier posible configuración de esas circunstancias. El papel del estado limitado es respetar la soberanía política de un pueblo que reconoce una soberanía superior a la suya. La soberanía de Jesucristo denota la superior soberanía que limita al estado, y la proclamación de ese señorío es la más importante contribución política de la Iglesia. En una sociedad democrática que ha sido efectivamente evangelizada, los ciudadanos no le piden al estado que confiese el señorío de Cristo. Su única demanda es que el estado respete el hecho de que la mayoría de sus ciudadanos confiesa el señorío de Cristo.

La Iglesia también hace una valiosa contribución política al insistir en los límites de la política. El mayor peligro, dice Centesimus Annus, es que "la política se convierta en una religión secular" que opera bajo la ilusión de crear un paraíso en este mundo. Pero ninguna sociedad política... puede ser confundida nunca con el Reino de Dios. El poder de la gracia "penetra" el orden político, especialmente cuando los laicos toman la dirección en el ejercicio de la responsabilidad pública cristiana, pero no puede pretenderse que las políticas de este mundo vayan a crear el justo orden final que anhelan nuestros corazones.

De la misma forma que en el orden liberal las ambiciones del estado son limitadas por la afirmación democrática de una soberanía superior y por los límites de la misma política, de esa misma forma esas ambiciones son limitadas por las diversas "soberanías" dentro de la sociedad. Con León XIII, Juan Pablo II declara que "el individuo, la familia y la sociedad son anteriores al estado". El estado existe para servir y proteger al individuo y a las instituciones que tienen prioridad. Las personas y lo que yo he descrito en otra parte como las instituciones mediadoras de la sociedad '"disfrutan en sus propias esferas de autonomía y soberanía", según Centesimus Annus. Estas esferas de soberanía son más pequeñas que el estado, pero no inferiores a él.

La sorprendente modernidad de los argumentos de la encíclica también es evidente en su entendimiento del estado. A diferencia de anteriores formulaciones, el estado no es situado dentro de una jerarquía de autoridades que desciende desde el gobierno de Dios hasta el gobierno del señor de la hacienda. El argumento de Centesimus Annus es profundamente democrático. Cristo es Señor de todos pero esa soberanía es afirmada por los que reconocen la soberanía de Cristo. El estado ilimitado, ya esté basado en el ateísmo marxista o en los designios ingenieriles del racionalismo de la Ilustración, aspira a un control totalitario. "De esa forma se niega la suprema visión de la verdadera grandeza humana, su trascendencia en relación con las realidades terrenales, la contradicción que existe en su corazón entre el deseo de la plenitud de lo que es bueno y su propia incapacidad para conseguirlo. Y, sobre todo, la necesidad de salvación que se deriva de esta situación". El estado limitado se mantiene limitado gracias a la afirmación democrática de la aspiración trascendente del corazón humano.

En su redacción, Juan Pablo le infunde a la doctrina del "subsidiarismo" una nueva vitalidad gracias al uso de un frase muy sugerente: "la subjetividad de la sociedad". "La naturaleza social del hombre. .. se realiza en varios grupos intermediarios, comenzando con la familia e incluyendo a grupos económicos, sociales, políticos y culturales que se derivan de la naturaleza humana misma y tienen su propia autonomía, siempre teniendo en cuenta el bien común". En la sociedad libre, el estado es una institución entre otras. Tiene un papel indispensable en su servicio a todos los demás pero está sujeto a la subjetividad de la sociedad, y la subjetividad de la sociedad consiste en personas libres, en personas libres en comunidad, viviendo en obediencia de Dios y en solidaridad mutua. Creo que hay en Centesimus Annus y otros escritos del pontífice, una teoría de la democracia fresca y sugerente que espera un desarrollo sistemático por la próxima generación.

Debe de haber un escepticismo cultivado en relación con el estado Si este ha de mantenerse limitado. "A ese fin, es preferible que cada poder esté balanceado por otros poderes y por otras esferas de responsabilidad que lo mantegan dentro de limites adecuados". El escepticismo en relación con el poder del estado no significa , sin embargo, escepticismo en torno a los objetivos que el estado ha de servir. Todo lo contrario. Sólo cuando esos objetivos están planteados clara e inequívocamente puede responsabilizarse al estado. La Sección 45 de Centesimus Annus plantea de manera clara e inequívoca el punto en que la democracia, en la tradición liberal, ha sido más gravemente distorsionada por el liberalismo actual. He aquí el párrafo crucial:

 

"Actualmente existe una tendencia a afirmar que el agnosticismo y el escepticismo relativista son la filosofía, la actitud básica que corresponde a las formas democráticas de la vida política. Los que están convencidos de conocer la verdad y se adhieren firmemente a ella no son considerados confiables desde Un punto de vista democrático, puesto que no aceptan que la verdad esté determinada por la mayoría, o que esté sujeta a variaciones según las diferentes tendencias políticas. En este sentido, hay que observar que si no existe una verdad última que oriente y dirija la actividad política, entonces las ideas y las convicciones pueden ser fácilmente manipuladas por razones de poder. Como lo demuestra la historia, una democracia sin valores se convierte fácilmente en un abierto o tenuemente disfrazado totalitarismo.

La dogmática insistencia del liberalismo en la necesidad del agnosticismo en el discurso público y la toma de decisiones ha creado lo que he llamado "la plaza pública desnuda". Gente, como los Fundadores, que consideraban ciertas verdades como evidentes son hoy "consideradas poco confiables desde un punto de vista democrático". En una usurpación de poder que realmente amenaza convertirse en un "totalitarismo tenuemente disfrazado", los tribunales han supuesto que la separación de la iglesia y el estado significa la separación entre la vida pública y la religión. Y, por supuesto, la moralidad fundada en ésta.

Pero esto significa separar las más profundas convicciones populares de la política. Esto es el fin de la democracia y, de hecho, el fin de la política. Gracias a Dios, todavía no hemos llegado a eso. Pero es la dirección en que Estados Unidos se ha estado moviendo en estas últimas décadas. Es un peligro real y actual. Y requiere que los que nos llamamos conservadores nos agrupemos para la defensa de la tradición liberal.

Al librar la batalla por el alma del liberalismo, debemos estar conscientes de que algunos de nuestros compatriotas consideran que cualquier llamamiento a una verdad trascendente plantea la amenaza de una teocracia. En este sentido, veamos de nuevo Centesimus

Annus:

"Tampoco cierra la Iglesia sus ojos al peligro del fanatismo o del fundamentalismo entre aquellos que, a nombre de una ideología que plantea ser científica o religiosa, alega el derecho de imponer a otros sus propios conceptos de lo que es bueno y verdadero. La verdad cristiana no es de este tipo. Puesto que no es una ideología, la fe cristiana no presume encerrar las cambiantes realidades sociopolíticas en un esquema rígido, y reconoce que la vida humana se realiza en la historia en condiciones que son diversas e imperfectas. Es más, al reafirmar constantemente la dignidad de la persona, el método de la Iglesia es siempre el del respeto por la libertad."

Admitamos francamente que ese no ha parecido ser siempre el método de la Iglesia. En Tertio Millennio Advenimente y en muchos otras ocasiones, el Papa ha llamado repetidamente a los cristianos a reconocer las formas en que, tanto individual como corporativamente, han fallado en respetar la dignidad y la libertad de otros. Ese reconocimiento tiene, sin embargo, que ubicarse junto a otras dos proposiciones. Primero: cuando, en el nombre de la democracia, se excluye la verdad trascendente de la plaza pública, el resultado es "abierto o tenuemente disfrazado totalitarismo". Segundo: el totalitarismo democrático, que no reconoce ninguna verdad superior al gobierno de la mayoría, crea un circunstancia traicioneramente peligrosa para las minorías.

Empecé con algunos comentarios sobre Centesimus Annus y con lo que llamé "El Proyecto Murray". Nadie debe tratar de usurpar la autoridad de los documentos magistrales para tratar de promover sus propios argumentos partidistas. De ninguna manera debe ser interpretada una encíclica como una afirmación incondicional del experimento americano. En muchos sentidos, es una dura crítica de lo que el experimento ha devenido bajo la influencia del liberalismo actual. Con todo, creo que Centesimus Annus es coherente con la tradición liberal americana, y se halla en crítica continuidad con la gran obra de John Courtney Murray. Espero que ese sea el caso porque no nos podemos permitir el lujo de imaginarnos la reconstitución de este orden social y político sobre otros fundamentos que no sean la tradición liberal.

Por mucha simpatía que podamos sentir por algunos de los críticos del liberalismo, hacemos bien en recordarnos a nosotros mismos que todos los órdenes temporales son profundamente insatisfactorios. Cuando observamos las depredaciones producidas por nuestra circunstancia social, política y religiosa, resulta tentador buscar algo o alguien a quien echarle la culpa. Es fácil decir, "El liberalismo nos hizo hacerlo". Pero el liberalismo es libertad, y lo que hagamos con nuestra libertad se carga a nuestra cuenta. Para los cristianos americanos, y para los católicos en particular, no se ha hecho nada erróneo que no hubiera podio hacerse de manera diferente. Entre las depredaciones de un experimento americano que una vez exaltó al espíritu humano, y que pudiera hacerlo nuevamente, Centesimus Annus nos invita a reapropiarnos la tradición liberal.y a reconstruirla.

  1. Recordemos, una vez más, que desde hace varios decenios cuando se habla de "liberalismo" en Estados Unidos se entiende lo que en Europa y nuestros países se considera como socialismo o socialdemocracia. Es sólo cuando se habla de la tradición liberal, cuando ésta se refiere al liberalismo clásico. Como lamentaba F.A.Hayek en el prólogo del "Camino de la Servidumbre" (1944), en Estados Unidos, la socialdemocracia se ha apoderado del nombre de liberalismo. En la terminología política norteamericana, los verdaderos liberales y todos los que se oponen al socialismo son llamados "conservadores"


Tomado de "National Review", agosto 11 de 1997, pag. 32