En defensa del neoliberalismo

Presente y futuro del liberalismo en Cuba
Arturo G. Dorado/Londres

June 10, 2011

No existe un pensamiento liberal en Cuba. Tampoco existe una postura liberal, un modo de vida que considere la libertad como algo natural. El deseo de cambios de los cubanos pasa en gran medida por una actitud pasiva, por una añoranza indefinida, por una incapacidad generalizada de pensarse a sí mismos como individuos autónomos, de ser realmente ciudadanos.

Yo soy yo y mis circunstancias, dice Ortega, pero también soy mi herencia, y soy, pese a todo, mi elección. Y de esta elección, de esta actitud existencial no hay una meditación, un pensamiento, una atmósfera o una mentalidad que habite en el alma de los cubanos.

Lo extraño sería que fuese de otro modo, que después de tantos años de ideología, de propaganda, de institucionalización cuasi absoluta, de emigración, carestías y represión, semejante pensamiento pudiese estar vivo y saludable.

Generalizo, porque obviamente los ejemplos contrarios, el heroísmo, la negativa a la rendición, existen y salvan el honor nacional.

Pero la realidad es que quienes defienden públicamente la democracia, como los blogueros, algunos artistas y escritores, y los disidentes, son, y hay que decirlo con claridad para no quedar sujetos a las ilusiones y manipulaciones que tienden a proyectar deseos e intereses en realidades, minoritarios, con muy poca capacidad, al menos por el momento, de movilización social, de influir decisivamente en la política oficial, independientemente de que su papel como agentes de cambio, su labor de denuncia y aceptación de la diferencia, su valentía sean inconmensurables.

Los cubanos no saben, lo he dicho en otro momento, vivir en libertad. Y no es que no lo quieran, o no puedan del todo; es que realmente no lo saben. Por consiguiente, sostienen de una forma u otra, y en cierto sentido eligen, el estado actual. No es que el anhelo por la libertad se haya resquebrajado o perdido por completo, sino más bien que se ha disuelto en un rumor confuso, ha sido coartado por la fuerza de un agente externo y por la cobardía o estupidez o por la imposibilidad de sobrevivir con cordura de otro modo que no sea aceptando el absurdo como normal. Lo que pasa es que este anhelo fue absorbido por un discurso que se ha repetido desde posiciones aparentemente contrarias, oficialismo-oposición, dentro-fuera, nación-emigración, capitalismo-socialismo, independencia-entreguismo, revolucionario-contrarrevolucionario, etc., pero usando en el fondo lenguajes semejantes, formas producidas por la aprobación o por la imposición de una misma mentalidad, la degradante mentalidad que engendra el comunismo.

“El encanallamiento —cito a Ortega nuevamente— no es otra cosa que la aceptación como estado habitual y constituido de una irregularidad, de algo que mientras se acepta sigue pareciendo indebido. Como no es posible convertir en sana normalidad lo que en su esencia es criminoso y anormal, el individuo opta por adaptarse a lo indebido, haciéndose por completo homogéneo al crimen o irregularidad que arrastra.”

La natural consecuencia de lo anterior es que el pensamiento liberal, la aceptación del mercado como la manera menos defectuosa de distribuir las riquezas, de la democracia como ejercicio de la tolerancia, como la participación en la vida pública desde el consenso y el estado de derecho, la decencia y las virtudes cívicas, no existen en Cuba como una alternativa deseada, clara y coherente; y es dudoso que en las circunstancias presentes puedan convertirse en exigencia de una mayoría si no son propiciadas y ayudadas, incentivadas y premiadas por una actitud y un pensamiento que ofrezca oportunidades tangibles a los cubanos, que permita una opción realmente viable, y no una mera crítica o nebulosa y fortuita posibilidad de cambios futuros.

Esto no quiere decir en modo alguno que la sociedad cubana sea totalmente pasiva, ni que acepte su situación alegremente. Por el contrario, el grado de crítica, de inconformidad, y no sé si la palabra será apropiada pero puedo usarla con ciertas reservas, de disenso, es enorme. Es raro un sector social donde no haya malestar y crítica más o menos abierta, pero semejante estado de cosas sigue condicionado por la respuesta oficial, y no puede ni sabe trascender, excepto en casos aislados, la mera murmuración, o las soluciones personales de escapatoria, corrupción, mentira o sobrevivencia, o la petición de reformas dentro y desde el sistema. La única alternativa realista para la mayoría de los cubanos que desean mejorar su situación es la emigración. Negarse a verlo es simplemente negar la realidad; negarse a ver que la sociedad cubana espera las soluciones a sus problemas del gobierno, como niños que repudian pero no pueden ni saben liberarse de sus autoritarios y feroces padres, teme a la libertad y sufre doblemente por ello, es contribuir al desastre nacional.

Por otra parte, no existen empresarios en Cuba; no existe, y nada indica que la habrá en un futuro mediato, propiedad privada con suficiente poder para presionar en las decisiones políticas y defender sus intereses. No hay, ni es probable que lo haya (por estar las universidades imbuidas de la misma mentalidad y cortapisas que el resto de la sociedad, y con un grado de idiotez y pedantería crecientes y en verdad alarmante), un pensamiento académico con peso y medios para influir en la sociedad. La precariedad económica de la mayoría, el absurdo general, la alienación colectiva, el miedo y la desesperanza incrustados en el alma de las gentes, no son los mejores modos en que se crean ciudadanos ni entes pensantes.

Hay que tener claro que en Cuba no existen clases sociales. No existe una clase media y mucho menos una clase alta, a no ser que consideremos a los miembros de la más alta jerarquía oficial como tal. Las clases propietarias fueron aplastadas, emigraron o se envilecieron y decayeron como las demás al fundirse con la amorfa “masa” de “hombres nuevos”, de “obreros, intelectuales y campesinos”, que ha dado lugar a una cultura de marginalidad, a la vulgaridad y la corrupción como el modo de expresarse y ser de los cubanos dentro de la isla.

Los hombres son su herencia, son sus circunstancias, y las sociedades son un lenguaje colectivo que en sus aparentes o reales disyunciones se articula en una mentalidad similar.

Gracias a los desastrosos efectos de la mentalidad que creó y sostiene el comunismo, una apertura súbita a la democracia en Cuba, una apertura repentina al mercado puede ser catastrófica, puede resultar en un caos civil y moral aún mayor que el actual, y no obstante es ineludible para que el país salga adelante.

Por ello los liberales tienen el imperativo ético de premiar a los que defienden la democracia —y no sólo de castigar a los que no la siguen. Tienen que ofrecer esperanza educar y guiar en el camino de la libertad; lograr que penetre de una vez por todas en la consciencia de los cubanos la aceptación de unos principios básicos, los principios del liberalismo; aquellos principios que sostienen que el estado que nos controla sólo se puede controlar por el sufragio universal, por el pluripartidismo, y que aunque este sea un medio lleno de imperfecciones, carente muchas veces de la cristalina coherencia de otras ideologías, falible y precario, es el menor de los males a los que nos enfrentamos en la vida política.

Pero hay que comprender e insistir una y otra vez en que estos principios, esta actitud civilizada es una mentalidad más que una institución, una creencia más que un sistema de leyes.

Las mentalidades existen como memoria y creencia, como herencia o como futuro. El pensamiento liberal no subsiste dentro de Cuba como memoria colectiva, fue extirpado; puede y debe existir como creencia, y para hacerlo tiene que alimentar justo eso, la creencia de los cubanos en que el tiempo no está detenido, y que a la vez, el presente es la única realidad que tenemos, que la responsabilidad moral es el espacio donde la libertad puede constituirse en expresión social; que aunque lo social no puede agotar el horizonte de lo humano, sí puede y debe propiciar el renacimiento y alimento de la esperanza, de la prosperidad y la tolerancia, de la iniciativa y realización personal.

La naturaleza de la política, del poder, y de lo social en última instancia, es inseparable de la concepción del tiempo. O sea, de una concepción de finalidad, de sentido, mas también de pasado. Tal concepción se expresa en las representaciones simbólicas de los hombres, en los discursos que hacen posible la sociedad y por ende lo humano.

El discurso de la libertad debe y tiene que crear representaciones simbólicas, proyecciones en lo ideal, futuro que alumbre el presente. Debe construir mentalidades, alimentar la fe; necesita ser una propuesta viable, ser un actor y no un espectador externo, ser una realidad vital y no una localización geográfica, es decir, un exilio.

Es menester no obstante, que la creencia, para hacerse realidad, se base en hechos y no en fantasías. El pensar y proyectar un futuro para Cuba es un ideal y una necesidad, mas si este ideal se niega a reconocer los hechos, se empeña en no ver la realidad, sólo perpetua la mentalidad que nos condujo al desastre actual.

Si se pretende no ver el estado de indefensión moral y cívica, económica y política, intelectual y emocional de la sociedad cubana; si los hechos no alumbran el camino al ideal, el futuro continuará reciclando el presente, y la esperanza, la imperiosa necesidad de libertad y prosperidad de nuestra nación, seguirá siendo ese anhelo difuso, esa huida y degradación, ese terrible cansancio y desaliento que marcan la vida de los cubanos.

Para escribir a Arturo G. Dorado: artusgolden@yahoo.com