En defensa del neoliberalismo

¿Qué es ser socialista?

Olavo de Carvalho
Jornal da Tarde

 
El socialismo ha matado a más de 100 millones de disidentes y ha
sembrado el terror, la miseria y el hambre en un cuarto de la
superficie de la Tierra. Ni siquiera sumando todos los terremotos,
huracanes, epidemias, tiranías y guerras de los últimos cuatro siglos
producirían unos resultados tan devastadores. Esto es un hecho puro y
simple, al alcance de cualquier persona capaz de consultar El libro
negro del comunismo y de hacer un cálculo elemental.
 
Pero, como lo que determina nuestras creencias no son los hechos sino
las interpretaciones, siempre le queda al socialista devoto el
subterfugio de explicar esa formidable sucesión de calamidades como
efecto de azares fortuitos sin relación con la esencia de la doctrina
socialista, que, inmune a toda la miseria de sus realizaciones,
conservaría, de ese modo, la belleza y la dignidad de un ideal
superior.
 
¿Hasta qué punto ese alegato es intelectualmente respetable y
moralmente admisible?
 
El ideal socialista es, en esencia, la atenuación o eliminación,
mediante el poder político, de las diferencias de poder económico. Pero
nadie puede arbitrar eficazmente diferencias entre el más poderoso y el
menos poderoso sin ser más poderoso que ambos: el socialismo tiene que
concentrar un poder capaz no sólo de imponerse a los pobres, sino
también de enfrentarse victoriosamente al conjunto de los ricos. Por
consiguiente, no le es posible nivelar las diferencias de poder
económico sin crear desigualdades de poder político todavía mayores. Y
como la estructura de poder político no se aguanta en el aire, sino que
cuesta dinero, no se ve cómo el poder político podría subyugar al poder
económico sin absorberlo en sí mismo, tomando las riquezas de los ricos
y administrándolas directamente. De ahí que en el socialismo,
exactamente al contrario de lo que pasa en el capitalismo, no hay
diferencia entre el poder político y el dominio sobre las riquezas:
cuanto más alta sea la posición de un individuo y de un grupo en la
jerarquía política, más riqueza estará a su entera y directa
disposición: no habrá clase más rica que la de los gobernantes. Así
pues, las desigualdades económicas no sólo habrán aumentado
necesariamente, sino que, consolidadas por la unidad del poder político
y del poder económico, se habrán vuelto imposibles de eliminar, excepto
mediante la destrucción completa del sistema socialista. Y ni siquiera
esta destrucción resolverá ya el problema, porque, al no haber más
clase rica que la de la nomenklatura, ésta conservará el poder
económico en sus manos, cambiando simplemente de legitimación jurídica
y auto-denominándose, ahora, clase burguesa. La experiencia socialista,
cuando no se congela en la oligarquía burocrática, se disuelve en el
capitalismo salvaje. Tertium non datur. El socialismo consiste en la
promesa de obtener un resultado a través de medios que producen
necesariamente el resultado inverso.
 
Basta comprender eso para darse cuenta, inmediatamente, de que la
aparición de una elite burocrática dotada de poder político tiránico y
de riqueza multimillonaria no es un accidente en el proceso, sino la
consecuencia lógica e inevitable del principio mismo de la idea
socialista.
 
Este raciocinio está al alcance de cualquier persona medianamente
dotada, pero, dado que las mentes más débiles tienen una cierta
propensión a creer más en los deseos que en la razón, aún se les podría
perdonar a esas criaturas que hubiesen cedido a la tentación de probar
fortuna en la lotería de la realidad, apostando por el azar en contra
de la necesidad lógica.
 
Eso, aunque es inmensamente cretino, es humano. Lo que humanamente es
una burrada es insistir en querer aprender por propia experiencia,
cuando hemos sido dotados de raciocinio lógico precisamente para poder
reducir la cantidad de experiencia necesaria para el aprendizaje.
 
Lo que no es humano de ninguna manera es rechazar a la vez la lección
de la lógica que nos muestra la auto-contradicción de un proyecto y la
lección de una experiencia que, para redescubrir lo que la lógica ya le
ha enseñado, ha matado a 100 millones de personas.
 
Ningún ser humano intelectualmente sano tiene derecho a apegarse tan
obstinadamente a una idea hasta el punto de exigir que la humanidad
sacrifique, en el altar de sus promesas, no sólo la inteligencia
racional, sino hasta el instinto de supervivencia.
 
Semejante incapacidad o rechazo de aprender denuncia, en la mente del
socialista, el rebajamiento voluntario y perverso de la inteligencia a
un nivel infrahumano, la renuncia consciente a la capacidad de
discernimiento básico que es la condición misma de la humanidad del
hombre. Ser socialista es negarse, por orgullo, a asumir las
responsabilidades de una conciencia humana.