En defensa del neoliberalismo

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El liberalismo, legado del fascismo        

 

                              
Daniel Pipes

 Fascismo liberal suena como si fuese un oxímoron, o como si se tratara de un término con el que los conservadores insultan a los liberales.  En realidad fue acuñado por un escritor socialista, que no es otro que el respetado e influyente izquierdista H. G. Wells, quien en 1931 llamó a sus compañeros progresistas a convertirse en “fascistas liberales” y en “nazis progresistas”.

   Sus palabras se ajustan a un patrón mucho más amplio de fusión del socialismo con el fascismo: Mussolini fue una relevante figura socialista que durante la Primera Guerra Mundial se alejó del internacionalismo, adoptó el nacionalismo italiano y llamó fascismo a esa mezcla.  Hitler, por su parte, encabezó el Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores.

    Estos hechos molestan porque contradicen el espectro político que conformó nuestra visión del mundo desde finales de los años treinta del siglo pasado, la cual situaba el comunismo en la ultraizquierda, seguido del socialismo; el liberalismo en el centro, después el conservadurismo y, por último,  el fascismo en la ultraderecha.  Pero este espectro, como señala Jonah Goldberg en un reciente libro brillante, profundo y original: Liberal Fascism: The Secret History of the American Left from Mussolini to the Politics of Meaning (Doubleday), muestra el sentido que le otorgaba Stalin a fascista: un epíteto para desacreditar a cualquiera -Trotsky, Churchill, los campesinos rusos- y distorsionar la realidad.  Ya en 1946 George Orwell señalaba que el término fascismo degeneró hasta llegar a significar “algo indeseable”.  Para entender el fascismo en toda su extensión hace falta deshacerse del término distorsionado por Stalin, superar también el sentido que se le dio en el Holocausto  y regresar entonces al período que Goldberg denomina “momento fascista”, que en términos generales es el que tiene lugar entre 1910 y 1935.

 En tanto que ideología estatista, el fascismo emplea la política como instrumento para transformar la sociedad de individuos atomizados en un todo orgánico.  Lo hace situando el estado por encima del individuo, el conocimiento experto por encima de la democracia, el consenso impuesto por encima del debate, y el socialismo por encima del capitalismo.  En el significado original que le da Mussolini al término, este es totalitario: “Todo dentro del estado, nada fuera de él ni contra él”  Lo más importante del mensaje del fascismo es “menos palabras y más acción”.  Su propósito permanente es  lograr que las cosas se hagan.

 El conservadurismo, por el contrario, propone un gobierno limitado, el individualismo, el debate democrático y el capitalismo.  Su rasgo distintivo es la libertad y dejar que los ciudadanos actúen por sí solos. El mérito de Goldberg consiste en haber establecido un parentesco entre el comunismo, el fascismo y el liberalismo.  Todo proviene de la misma tradición que se remonta a los jacobinos en la revolución francesa.  Su revisado espectro político se centraría en el papel del estado y transitaría del anarquismo al conservadurismo y de este al fascismo es sus muchas variantes: norteamericano, italiano, alemán, ruso, chino, cubano y así sucesivamente.

   Como sugiere la lista siguiente, el fascismo es flexible; sus diferentes manifestaciones poseen rasgos específicos, pero comparten “impulsos emocionales  o instintivos”.  Mussolini retorció el programa socialista reforzando el estado; Lenin convirtió a los trabajadores en la vanguardia del partido; Hitler añadió la raza.  Si la versión alemana era militarista, la norteamericana (que Goldberg llama fascismo liberal) es casi pacifista. Goldberg cita en esta cuestión al historiador Richard Pipes: “El bolchevismo y el fascismo fueron herejías del socialismo”.  Demuestra esta confluencia de dos maneras.  En primer lugar, nos ofrece una “historia secreta de la izquierda norteamericana”:

    El progresismo de Woodrow Wilson se caracterizaba por un programa “racista, imperialista, fanáticamente nacionalista y militarista” que las exigencias de la Primera Guerra Mundial posibilitaba.

   El “New Deal fascista” de Franklin D. Roosvelt se agregaba al gobierno de Wilson y lo extendía.

    La Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson estableció el estado de bienestar moderno, “la meta última” (en ese entonces) de esta tradición estatista.

     Los jóvenes revolucionarios de la Nueva Izquierda de los años sesenta realizaron una “actualización americanizada” de la Vieja Derecha europea.

    Hilary Clinton aspira a “insertar profundamente el estado en la vida familiar”, un paso esencial del proyecto totalitario.

Y para resumir casi un siglo de historia: si el sistema político norteamericano alentó tradicionalmente la búsqueda de la felicidad, “somos cada vez más los que deseamos detener esa búsqueda y hacer que nos la concedan”. En segundo lugar, Goldberg disecciona los programas liberales norteamericanos -el racial, el económico, el ecológico, e incluso el del “culto a lo orgánico”- y muestra sus afinidades con los de Mussolini y Hitler.   Si este resumen pareciese poco convincente, lea Liberal Fascism de principio a fin por sus citas brillantes y su convincente documentación. El autor, conocido hasta ahora como polemista inteligente y agudo, ha demostrado ser un gran pensador político.  Además de ofrecernos  un modo radicalmente diferente de entender la política moderna, en el cual  fascista es un término tan calumnioso como socialista, el extraordinario libro de Goldberg entrega a los conservadores los instrumentos para responder a sus torturadores liberales y pasar a la ofensiva en algún momento.  Si los liberales pueden amenazar eternamente con el espectro de Joseph McCarthy, los conservadores pueden contar con el de Benito Mussolini.