En defensa del neoliberalismo

¿CÓMO VENCER LA VIOLENCIA EN MÉXICO?
Leopoldo Escobar
Marzo del 2011

En el artículo “Prohibición, violencia y dogmatismo” sostuve que la mera legalización de las drogas no permitiría superar el grave problema de la violencia en México, de la misma manera en que dejar de fumar no le va a devolver la salud al enfermo de cáncer de pulmón.

Propuse entonces, que sin renunciar al reclamo de la legalización de las drogas, el remedio a la violencia está en fortalecer el estado de derecho. ¿Pero qué significa fortalecer el estado de derecho en el momento actual?

Para responder a ello, lo primero es comprender la naturaleza del mal que aqueja a México, pero tal clarificación a su vez requiere previamente entender lo que “NO” está ocurriendo.

La mitología izquierdista de la violencia

La narrativa más popular sobre lo violencia en México es la de la izquierda: la matanza tiene como causas estructurales la prohibición de las drogas y el aumento de la pobreza que nos impuso el neoliberalismo y, como causa coyuntural, la decisión del presidente Felipe Calderón de declararle la guerra al narcotráfico.

Incluso fuera de la izquierda, en el campo liberal, esta visión es socorrida. Por ejemplo, en su artículo “Una nueva muerte en la guerra contra las drogas” publicado por The Wall Street Journal, Mary Anastasia O'Grady dice:

“México tiene la mala suerte de situarse al lado de este lucrativo mercado. Tampoco ayuda que una vez que las drogas cruzan la frontera parecen llegar a los consumidores con facilidad. Como me dijo el entonces alcalde electo de Ciudad Juárez, Héctor Murguía, en una entrevista realizada en su casa el año pasado: ‘Necesitamos preguntarle a Estados Unidos cómo son un país en calma a pesar del alto nivel de consumo’. O, para decirlo con menos delicadeza, quizás los jefes de los carteles lo arriesgan todo en la frontera porque saben que desde Mc Allen, en Texas, hasta Seattle, tienen el camino despejado.”

“(…) ¿Por qué debería pedírsele a los mexicanos que den sus vidas porque los estadounidenses tienen un apetito voraz por estas sustancias? Calderón ha hecho poco para plantear esta pregunta. En cambio, dice que la guerra se justifica porque ahora el consumo es un asunto a considerar en México. Pero los datos mexicanos no respaldan tal afirmación, como el ex ministro de Relaciones Exteriores de México, Jorge Castañeda, escribió en un trabajo publicado el 6 de marzo por el Instituto Cato. ‘Los usuarios de drogas se han incrementado de 307.000 a 464.000 en los últimos siete años (entre 2002 y 2008), lo que en un país de 110 millones de habitantes no equivale a un enorme problema de droga’, escribió Castañeda.”

Esta visión se sustenta en varias falacias, de las que aquí cabe destacar cuatro: que a los narcotraficantes no son perseguidos en Estados Unidos; que el gobierno de Calderón ha desatado la más grande lucha jamás habida contra el narcotráfico y que en México el problema de consumo es insignificante, mientras el apetito de los estadounidense por las drogas no deja de crecer.

Resulta sorprendente que alguien informado pueda sostener que en Estados Unidos se tolera a los narcotraficantes. Precisamente uno de los argumentos más frecuentes de quienes se oponen a la guerra a las drogas en el país vecino, es que millones de personas se hayan visto privadas de la libertad por narcotráfico, un delito sin víctima (y que por ende no es un verdadero crimen). En Estados Unidos cada año alrededor de 1.6 millones de personas son detenidas con relación a las drogas y hay poco más de 1.5 millones de individuos en prisión (la población carcelaria más grande del planeta), de los cuales más del 20% lo están por narcotráfico

En 2010 había en México 23,190 reos sentenciados por delitos del fuero federal, en su mayoría por narcotráfico, cifra que representa una tasa de 21 internos por cada 100 mil habitantes. En ese mismo año había en Estados Unidos aproximadamente 365 mil reos sentenciados por narcotráfico, cifra que representa una tasa de 121 internos por cada 100 mil habitantes: 6 veces más que en México ¿Puede alguien sostener entonces que el país vecino se tolera el narcotráfico, mientras que la carga de su combate se traslada a México?

Si con tales tasas de encarcelamiento el narcotráfico subsiste no es ello evidencia de que Estados Unidos simule la guerra a las drogas, sino que tal guerra, además de intrínsecamente inmoral es un completo fracaso.

La patraña del escobazo al avispero

La segunda falacia reza que el gobierno de Calderón ha desatado la más grande lucha jamás habida contra el narcotráfico y que por ello los capos habrían reaccionado con violencia sin precedentes.

En realidad el gobierno de Calderón no ha hecho contra el narcotráfico – como negocio criminal- más que los gobiernos anteriores: el 90% de la cocaína que se consume en Estados Unidos sigue pasando por territorio mexicano; la producción de heroína, marihuana y meta-anfetaminas sigue al alza; el narco-menudeo sigue creciendo sin freno. No hay el menor indicio de que el negocio del narcotráfico se haya visto desarticulado, ni mucho menos

Se habla de grandes aseguramientos de drogas, cuándo en otras administraciones ha habido equivalentes. Se habla también de captura de capos, cuándo hubo sus equivalentes en otros sexenios.

Por tanto, la afirmación de que los narcos reaccionan con violencia porque el gobierno los perjudica más que nunca es falaz, porque, primero, su premisa y su base empírica es falsa y, segundo, porque carece de la más elemental lógica: ¿qué sentido tiene eso de que como el gobierno me persigue más que antes entonces masacro más a mis rivales en lugar de hacerlo contra quien está (supuestamente) destruyendo mi negocio?

Es cierto que agentes del orden están siendo asesinados más que nunca, pero la mayor parte de los asesinatos no son contra policías o soldados, sino contra sujetos ligados de un modo u otro al narcotráfico (además de un creciente número de personas inocentes).

Además, la relación causa-efecto que se pretende establecer entre mayor combate al narcotráfico y mayor violencia, no es verdadera. Ni local, ni universalmente. En los años setenta mediante la Operación Cóndor el gobierno de México casi erradicó la producción de heroína que acaparaba el 70% del mercado estadounidense, sin que por ello se desatara una ola de violencia, siquiera cercana a la presente.

En 1989 fue detenido Miguel Ángel Félix Gallardo, entonces el máximo capo; en 1990 lo fue Amado Carrillo, que en pocos años se convertiría en máxima cabeza del narco y en 1995 fue capturado Juan García Ábrego, el capo más consentido del sexenio de Carlos Salinas. En ninguno de estos casos en represalia los narcos hicieron un solo disparo.

En Colombia en los últimos 9 años se lograron los más grandes decomisos de droga de la historia y la producción de heroína casi desapareció (hace una década era mucho más importante que la de México). Pero la violencia homicida lejos de dispararse no ha cesado de disminuir en forma sostenida.

Conociendo México al estilo Carlos Fuentes

La tercera falacia, la de que no existe un problema de consumo de drogas en México sólo se puede sostener si se cierran los ojos a la realidad cotidiana. Hace 15 años, ni siquiera existía el término “narco-tienditas”. Hace 10 años eran miles esos puntos de venta de drogas y ahora se cuentan por decenas de miles.

Los datos de las supuestas encuestas sobre adicciones que Castañeda utiliza, carecen de veracidad e incluso de verosimilitud. Según la encuesta de adicciones de 2002, el número de adictos bajó en comparación de 1998 cuando crecían las “narco-tienditas” como hongos por todo el país.

Mucho más interesante que las falsas encuestas sobre adicciones son los datos que originalmente el gobierno no buscaba trascendieran a la opinión pública, pero que terminaron por trascender, como los siguientes, de los cuales informó el periódico Reforma del 11 de enero del 2007 (“Es México tercero en uso de cocaína”):

“México ocupa ya el tercer lugar mundial en consumo de cocaína, por debajo de Estados Unidos y Brasil, aseguró el Procurador General de la República, Eduardo Medina-Mora.

“Durante su exposición ante el cuerpo diplomático mexicano el lunes pasado -la cual reconstruyó REFORMA con la versión de distintos asistentes-, el funcionario señaló que el año pasado se consumieron en México 80 toneladas del alcaloide.

“Esta cifra, indicó Medina-Mora, es resultado de un crecimiento del 20 por ciento anual en el consumo per cápita durante los últimos 11 años”.

De modo, que resulta sorprendente que se pretenda negar la evidencia del agravamiento del consumo en México que nos asalta cotidianamente. Reconocer esa realidad no significa validar en lo más mínimo la prohibición y la guerra a las drogas, pero igualmente en nada beneficia a la causa de la despenalización propalar datos erróneos o francamente falsos.

Y eso nos conduce a desmontar otra falacia más, la del crecimiento explosivo del consumo de drogas en Estados Unidos. La verdad es que mientras en México el consumo se dispara, en el país vecino se mantiene la tendencia decreciente que ya lleva casi 3 décadas. Por ejemplo, según el Informe Mundial de las Drogas 2010 de Naciones Unidas, mientras que en 1988 los estadounidenses consumieron unas 660 toneladas de cocaína, en 2008 consumieron 165, tras de bajas paulatinas todos los años intermedios.

Y por cierto, esta nada despreciable baja en la prevalencia del consumo de drogas en Estados Unidos no fue resultado de las “guerra a las drogas” o de programa gubernamental alguno, sino de un cambio cultural gestado desde lo hondo de la sociedad estadounidense, cuyos pilares han sido el reavivamiento religioso, el “culto al cuerpo” y en general, una actitud más responsable y menos complaciente hacia estas sustancias psicoactivas hoy prohibidas.

Si el consumo de drogas en Estados Unidos fuera el determinante de la violencia en México, entonces a mediados de los ochenta tendría que haber habido mucha más violencia que ahora y por supuesto que no la hubo, aunque Castañeda sostenga lo contrario sin la menor evidencia.

La Caja de Pandora de la tolerancia a la violencia

De modo que si la violencia que afecta a México no se debe al (inexistente) aumento del consumo de drogas en Estados Unidos ni al endurecimiento de la prohibición (endurecimiento que sólo existe en la fantasía) ¿entonces a qué responde?

Respuesta: La violencia es resultado de una acentuada debilidad del Estado mexicano y de su incapacidad para garantizar el orden y la seguridad pública. Esta crisis, que no es transitoria ni localizada, presenta el riesgo de que conduzca al país a una situación caótica, a una condición de “Estado fallido” como dice José Antonio Ortega (“México, ¿rumbo al Estado fallido?”, Planeta, 2010).

Para aproximarnos a este enfoque quepa recordar lo que cuenta otra de las narrativas de moda: antes no había matanzas porque los gobiernos priistas controlaban el narcotráfico, pero como ahora ya no hay pactos con el crimen, la violencia se desató. Lo primero es cierto, lo segundo es fábula y sobre todo, porque lo que quieran o dejen de querer los agentes del Estado ha pasado a ser secundario: en la última década los capos ya no se asumen empleados de nadie y más bien ellos se suponen amos de los políticos y los policías a los que sobornan.

Este proceso de autonomización de los narcos se inició en los noventa y tuvo como catalizadores la corrupción extrema y la decisión política de dejar que los narcos se mataran entre sí. Este proceso se dio por primera vez  de manera clara en Juárez, Chihuahua. Ahí un grupo criminal se propuso arrebatar a otro el control de la “plaza” mediante el exterminio de los rivales A finales de los noventa el nuevo grupo había logrado su propósito, tras dejar un reguero de más de mil cadáveres. Luego la situación se replicó en otros puntos del país. El gobierno ni siquiera intentó impedir estas matanzas.

Al tolerar que grupos criminales recurrieran a la violencia extrema, mientras las fuerzas del orden se quedaban con los brazos cruzados, los políticos y burócratas del sistema de justicia penal abrieron una auténtica Caja de Pandora, aunque lo hicieron sin darse cuenta.

El problema es que ahora, aun cuando de veras quisieran devolver el genio a la botella, éste se niega a entrar. O dicho con otra metáfora: el agujero que irresponsable e innecesariamente hicieron es ya un gran boquete, que no deja de crecer y amenaza con resquebrajar toda la pared de la represa.

Y para seguir con la metáfora, la pared de la represa ante de ser agujereada, ya de por sí era muy débil, pues la reforma al sistema de justicia penal que ya era indispensable hace 30 años, se ha continuando eludiendo.

El Estado, decía Weber, se distingue de cualquier otra institución porque reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia. De modo que al haber cedido parte de ese monopolio, políticos y burócratas del sistema de justicia penal debilitaron al Estado en lo único que no nos conviene, que sea débil y sembraron las semillas del Estado fallido, semillas que germinan a velocidad vertiginosa.

Y si la postura laissez faire, laissez passer ante la violencia del narco no fuera demasiado, considérese adicionalmente la historia menos conocida -pero igualmente cierta- de la claudicación del Estado mexicano ante el terrorismo.

En México no hay unas FARC, pero el terrorismo existe. Durante 2 décadas grupos terroristas han cometido más de 200 secuestros (el más reciente fue el de Diego Fernández) por los cuales han obtenido unos 150 millones de dólares. ¿Cuántos detenidos hay por estos plagios? No más de una docena, capturados casi por casualidad, porque desde hace 20 años la consigna ha sido no aplicar la ley a los terroristas, conforme a consideraciones políticas, a cual más ridícula y ratonil.

En Guerrero un grupo terrorista, el ERPI (Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente) ha entrado a la “narco-guerra”, en el bando contrario al del Cártel de Sinaloa. La temida perspectiva de que en México se liguen terrorismo con ideología y narco ha dejado de ser una posibilidad teórica, para convertirse en una realidad fáctica.

El negocio es la violencia, no las drogas

La tolerancia a que los narcos se mataran entre sí, tuvo otras ominosas consecuencias, aparte del disparo de los asesinatos. Los capos además de comprender que no tenían porque ser subordinados de políticos y policías corruptos y que podían confiar en su propia capacidad de violencia, terminaron de descubrir que su negocio en realidad no era el contrabando de drogas.

Si bien el de la violencia es el principal monopolio, no es el único que caracteriza al Estado. Tan importante como el primero es la capacidad de imponer exacciones.

Entonces, los capos han ido descubriendo que su capacidad de violencia no tiene porque limitarse a mantener el control del mercado clandestino de drogas y que pueden obtener rentas criminales más allá de su giro criminal tradicional. En otras palabras: el botín ya no es la renta que resulta de la adicción y su prohibición, el botín es el país entero.

Primero se apoderaron del tráfico de personas, después de la “piratería” y se han extendido al hurto de combustible de PEMEX, al robo de vehículos y al secuestro. Pero el giro criminal más prometedor es la extorsión, el cobro periódico de “cuotas” a todo aquel que se pueda esquilmar. Decenas de miles, quizás cientos de miles ya padecen este impuesto ilegal.

Por eso, aún en el caso de la despenalización de las drogas, las organizaciones criminales seguirían controlado el narcotráfico mediante la violencia. Y aún si el narcotráfico dejara de ser negocio, estaría ese otro giro criminal que es la extorsión, el cual podría reportar ganancias equivalentes a las del tráfico de drogas: algo así como el 1.5% del PIB. Y para obtener un botín así los grupos criminales no van a dudar – y de hecho no dudan ya- en perpetrar una matanza como la de los últimos 10 años y que ya ronda las 50 mil vidas.

A eso, a la acción de las organizaciones criminales que compiten por el monopolio estatal de la violencia  y de las exacciones es a lo que nos enfrentamos.

¿Alimentar cocodrilos?

Si lo que México padece no es un simple caso de violencia producto de la prohibición de drogas, si nos enfrentamos a un problema más complejo y complicado de delincuencia organizada, en su más amplio sentido y ello está empujando al país hacia la condición de Estado fallido, ¿qué puede frenar y revertir este proceso ominoso?

Dicho de la manera más simple, la solución radica en dos grandes líneas de acción: un pacto político para cuando menos restaurar la gobernabilidad prevaleciente antes del inicio de la ola de violencia y realizar, de una vez por todas, la reforma del sistema de justicia penal, cuyo eje central sea la implantación del esquema de responsabilidades, esto es: que la permanencia en los cargos públicos dependa del cumplimiento de los compromisos de reducción y control del crimen.

Vamos a explicar estos lineamientos, pero para ello comenzaremos a criticar las falsas soluciones, tanto de las ya puestas en práctica como de las que aún son meras propuestas.

Desde el caricaturista izquierdista Rius hasta el jefe de los enadores del PRI, Manlio Fabio Beltrones y el narco-diputado federal del PRD, Julio Cesar Godoy, crece el clamor: para terminar con la violencia ¡por favor! que el gobierno federal deje de molestar a los pobres narcos.

No es ésta la propuesta de legalizar las drogas (o el narcotráfico), sino que independientemente del levantamiento de la prohibición, el gobierno deje de usar la fuerza contra los capos y sus sicarios, que les deje hacer lo que les plazca.

¿Eso va a impedir que los grupos criminales secuestren a 20 mil indocumentados al año?, ¿qué sometan a extorsión permanente a cientos de miles de personas inocentes y que el número de víctimas crezca a millones?, ¿qué cometan miles de secuestros de “alto impacto” o “exprés” y que asesinen a 200 plagiados como el año pasado?, ¿qué roben  combustible de PEMEX por 1,200 millones de dólares o más si se puede?, ¿qué terminen de controlar el robo de vehículos, granos y metales y se disparen todavía más la incidencia de estos delitos?

Por supuesto que no, porque esta política suicida de alimentar cocodrilos, para así pretender apaciguarlos (o bien porque simplemente los gobernantes y policías están coludidos con los capos,) ya ha estado en práctica, así sea de manera parcial, y lo único que ha resultado de ella es más violencia.

Pero al menos poner fin a todos los aseguramientos de drogas, precursores, armas y dinero, así como a las detenciones de narcotraficantes y sus sicarios ¿no lograría disminuir la matanza?

Por supuesto que no, porque la tolerancia al narcotráfico y a dejar que los narcos se maten entre sí ya ha sido puesta en práctica por mucho tiempo, sin que ello haya tenido como consecuencia menos muertes. Por el contrario, de manera inexorable la matanza crecería cuando los grupos criminales no sean contenidos, ni siquiera por los muy pobres controles gubernamentales que todavía existen.

¿Qué regrese el ejército a los cuarteles?

Una variante de la propuesta de la rendición ante los criminales es la exigencia de que de inmediato los efectivos militares regresen a sus cuartales. Las justificaciones de tal pretensión son que –supuestamente- es la intervención del ejército la que desata la violencia en diferentes puntos del país y que los soldados han cometido graves abusos contra civiles inocentes.

Antes de discutir si es o no deseable y necesario el uso del ejército en esta crisis, hay que determinar si las premisas de la exigencia son verdaderas o falsas. Para empezar la aseveración de que el ejército desata o escala la violencia, es una mentira.

Quienes esto sostienen ni siquiera se han tomado la molestia de establecer una correlación verosímil y lógica entre la presencia del ejército y la incidencia de homicidios, pues la realidad es que el ejército llega cuando la violencia ya se había desatado o ya escalaba velozmente.

Por supuesto, que una correlación por intensa que sea no demuestra la existencia de una relación causa-efecto entre dos variables. Pero cuando ni siquiera esa correlación se establece, la hipótesis no pasa de ser una ocurrencia boba o maliciosa, como aquella de acusar a Naciones Unidas de haber llevado la plaga de cólera a Haití.

Por el momento, dejamos la carga de la prueba a quienes sostienen esa aseveración que no han demostrado (ni podrán demostrar).

Respecto a los abusos de los militares, estos son innegables y no cabe el menor intento de justificación. Pero ello no implica que cometer abusos sea una política del gobierno, ni que toda intervención militar necesariamente sólo pueda darse mediante la violación de derechos humanos.

El problema de estos abusos no está en la intervención militar misma, por más que  sea cierto que  el ejército no fue concebido para tareas de seguridad pública. El problema está en las tácticas, en que los gobiernos porfíen en aplicar medidas masivas e indiscriminadas como son los retenes, las volantas, los allanamientos sin orden judicial o las detenciones arbitrarias. Estas medidas son en sí mismas violatorias de derechos humanos y dan lugar a violaciones todavía más graves, tanto si quienes las practican son militares como si no lo son.

Para colmo, estas acciones masivas e indiscriminadas son completamente ineficaces, como la experiencia ha mostrado hasta la saciedad. Por tanto, jamás debieron haberse puesto en práctica, deben abandonarse de inmediato y ser proscritas por siempre.

Pero cabe insistir: ni esas prácticas deplorables lo son porque el ejército las practique (lo son per se), ni la intervención del ejército en la seguridad pública tiene porque ser mediante esas prácticas. Veamos los hechos.

En 2008 el ejército arribo a Juárez, Chihuahua y aplicó estas medidas. Además, carentes de información de inteligencia, militares practicaron detenciones de narco-menudistas o quienes así les parecían. Hay varios casos documentados de tortura ¿Resultado? Aparte del atropello a las garantías, ninguna información crucial que permitiera siquiera aniquilar alguna banda de sicarios.

Los militares también hicieron un uso intensivo del detector molecular GT-200, el mayor fraude en seguridad desde la invención del polígrafo. Con la información de este producto milagro presionaron a muchas personas para que les permitieran catear sus inmuebles ¿Resultado? Los soldados jamás encontraron ningún alijo importante de armas, drogas o dinero.

Dos años después de haber arribado a Juárez, los militares debieron replegarse por orden presidencial, sin haber logrado contener y menos abatir la violencia. Pero su retirada tampoco hizo que los asesinatos amainaran, pues siguieron escalando.

En febrero de 2010 se formalizó la “guerra“ entre el Cártel del Golfo y sus ex matones Los Zetas por el control de Tamaulipas y Nuevo León y el ejército fue enviado para controlar la violencia. Al principio se repitieron los abusos de Juárez, pero después la conducta y el desempeño de los militares fueron mejorando.

El año 2010 concluyó con 1,209 homicidios atribuibles a la delincuencia organizada en Tamaulipas y 620 en Nuevo León. Demasiados muertos. Pero las cifras son considerablemente inferiores a los 4,427 asesinatos del mismo tipo ocurridos en Chihuahua en 2010.

Esto demuestra que el ejército en Tamaulipas y en Nuevo León está siendo más efectivo (o menos infectivo) en contener la violencia que en Chihuahua, donde permanece en sus cuarteles y la Policía Federal prácticamente sólo atestigua la matanza.

El ejército está siendo más efectivo en Tamaulipas y en Nuevo León (además de otros estados) porque está obteniendo más información por medios lícitos y apropiados y está priorizando los golpes de precisión quirúrgica. Especialmente útil le ha sido el sistema de denuncias anónimas (en la medida que más denuncias se traducen en operativos inmediatos del ejército, más gente se anima a denunciar).

El ejército no fue concebido para tareas de seguridad pública, no es deseable que siga en las calles por tiempo indefinido y debe regresar tan pronto como sea posible a los cuarteles, una vez que haya cuerpos de policía con la elemental integridad, fuerza y eficacia. Pero Felipe Calderón no tuvo opción. Ante la realidad de corporaciones locales cooptadas por el crimen organizado y una Policía Federal desbordada: o movilizaba al ejército como último recurso o le dejaba las manos libres a los criminales.

En 2010 el ejército rescató a 570 personas que habían sido secuestradas, 103 de ellas en Nuevo León y 173 en Tamaulipas. De no haber estado ahí los militares, muchas de esas víctimas habrían terminado asesinadas. Esto, dejar a la sociedad inerme ante los criminales, es lo que significa en la práctica la exigencia de que los militares regresen a sus cuartales de inmediato.

¿Venezuelizar México?

Para derrotar a la violencia, dicen otros, lo que hay que hacer es actuar sobre sus supuestas causas, esto es, la pobreza, el desempleo y la desigualdad en los ingresos, mediante una “mejor distribución de la riqueza”. Eso lo sostienen Enrique Peña, Marcelo Ebrard, Andrés Manuel López, Julio César Godoy (el hermano de Leonel) y Santiago Creel, de hecho toda la clase política incluyendo, claro está, a Felipe Calderón.

La concepción socialista de que la delincuencia es resultado de factores socio-económicos o, para decirlo claro, de las “injusticias del capitalismo”, es completamente falsa. Esa concepción no ha podido ni podrá jamás explicar la dinámica del crimen. Para quien desee profundizar en el tema  recomiendo la obra “¿Pobreza  = delito?” de José Antonio Ortega, publicada en 2010 por la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México y que se puede descargar en Internet. La obra de 530 páginas es una demolición sistemática e implacable de la etiología criminal socialista.

Si hubiera algo de verdad en la idea de que la pobreza “fuerza a una vida de crimen” (en palabras de Enrique Peña), la violencia tendría que haber estallado hace 50 años en que había mucho más pobreza en México y no ahora. Asimismo la narco-violencia tendría que ser mucho mayor en Chiapas, Oaxaca o Tlaxcala que son los estados más pobres y no en Baja California, Sinaloa. Chihuahua y Tamaulipas, que son de los más ricos.

Los partidarios de “actuar sobre las causas” de la violencia presentan diferencias sobre como “redistribuir mejor la riqueza”.

Peña Nieto propone “educación de calidad con la escolarización de todo el día” y para financiarla pretende que la carga fiscal pase del nivel actual de (supuestamente) 20% como proporción del PIB, a 36%, que según él es el “promedio de los países pertenecientes a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico” (esto es lo que escribió en el artículo "11 para 2011: ¿Cómo se debe tratar la violencia en México?" publicado por Financial Times el 6 de enero del 2011).

El ilustre diputado federal del PRD, Julio César Godoy, antes de perder el fuero y convertirse en prófugo de la justicia, se dio tiempo para iniciar una reforma a la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, de modo que algo así como el 3% del presupuesto de egresos de la federación se destinase a la “política de prevención que atienda los factores de riesgo que originan la delincuencia”. Pero si en teoría la mayor parte del gasto público ya dedica precisamente a redistribuir la riqueza, para entre otras cosas prevenir el crimen, ¿para qué entonces un 3% más?

¡Pues para que va ser! Para regalar dinero a los delincuentes, a fin de que dejen delinquir. Es decir: lo que el buen diputado Godoy y sus correligionarios quieren es hacer en todo México lo que ya empezaron a poner en práctica en Michoacán: que sus amigos de La Familia obtengan sin tanto esfuerzo lo que hoy obtienen por la fuerza.

Nada nuevo hay en el desarrollo y aplicación de la política criminal socialista. Entre 1990 y 2010 el “gasto social” como proporción del PIB aumentó en más de 100% en México ¿Resultado? La tasa de robo se duplicó y la violencia se disparó.

Hace más de un año el gobierno inició el programa “Todos somos Juárez”, que ha gastado unos 4 mil millones de pesos en construir escuelas, reparar canchas deportivas y repartir becas (regalar dinero de los contribuyentes), para que supuestamente los criminales se aparten del camino del mal ¿Resultado? Más violencia que hace un año, más violencia que nunca.

Pero eso al gobierno federal no le importa, pretende replicar el programa en Tamaulipas. Y a Peña menos le importa, pues pretende que algo parecido a “Todos somos Juárez” se reproduzca en 50 ciudades del país.

Ningún gobierno de América Latina ha llevado más lejos las “políticas sociales” y la “redistribución de la riqueza” que el de Venezuela. Y gracias a ello, ese país se hunde en la crisis económica, la destrucción del capital, el atraco legalizado a gran escala y la pobreza, además de la violencia (con todo lo que México lo que se han disparado los asesinatos, su tasa de homicidios representa apenas el 42% de la de Venezuela).

¿Pegarles donde más les duele?

Inspirados por el credo pacifista, muchos críticos se opone que se use la violencia del Estado contra el crimen organizado (pues “la violencia sólo provoca violencia”) y proponen que en lugar de ello el gobierno se concentre en combatir el lavado de dinero. Eso, dicen, desarticularía la capacidad de violencia de las organizaciones criminales porque a los capos se les “pegaría en donde más les duele” (en el bolsillo).

Es conmovedora la renuncia a la lógica de los pacifistas. Si de veras el combate al lavado de dinero es viable y si en efecto les va pegar a los capos donde más les duele ¿no acaso eso provocará una reacción más virulenta?

El gobierno federal ya hecho suyo el despropósito y promueve una reforma legislativa que, por ejemplo, busca prácticamente proscribir las operaciones comerciales con dinero en efectivo.

Para lograr el objetivo de quitarle sus activos al crimen organizado, habría que desarrollar un esfuerzo mucho mayor al que de por sí ya supone la “guerra a las drogas”. De hecho solamente un régimen totalitario podría lograrlo.

¿Por qué en ninguna parte del mundo siquiera se ha intentado un plan así contra el lavado de dinero? ¡Porque no funciona, porque es un monumental disparate!

¿Qué resultará de la aprobación de la reforma legislativa en materia de lavado de dinero? Hacerle la vida más difícil a las personas de bien, de por sí ya sobrecargadas con absurdas regulaciones y alimentar un poco más el apetito insaciable del fisco.

Policía única y otras distracciones

Por muchos años la clase política y la burocracia del sistema de justicia penal han eludido la reforma de éste, que no es sino el corazón del Estado. Pero curiosamente la forma de eludir el cambio de fondo no ha sido la negativa frontal a acometer la tarea, sino la simulación de cambios al estilo gatopardista.

Parte de ese eludir la reforma profunda y verdadera ha sido poner el acento en los cambios formales y destacar los aspectos técnicos del problema (marco legal, recursos, capacitación, producción de inteligencia policial). Otra triquiñuela muy socorrida es trasladar las responsabilidades de los servidores públicos a los particulares. Todo sea en aras de comprar tiempo y no cumplir la obligación de garantizar seguridad y justicia.

Parte de esta tradición fueron los 73 acuerdos pactados por el Consejo Nacional de Seguridad Pública en 2008, después de los actos de protesta por el secuestro y asesinato de Fernando Martí. Los suscriptores del acuerdo básicamente se comprometieron a hacer…lo que ya de por sí las leyes les ordenaban. Nada de compromisos concretos para reducir delito, violencia e impunidad. Nada de plazos perentorios para cumplirlos. Nada de sanciones para quien no cumpliera.

Pero ni siquiera esos acuerdos puramente formales han sido cumplidos a cabalidad, pues de hecho los acuerdos del Sistema Nacional de Seguridad Pública no tienen efectos vinculantes. A lo sumo, el incumplimiento se penaliza con la suspensión de flujo de ciertos fondos públicos, lo que en realidad redunda en perjuicio de los gobernados.

Entre los acuerdos de 2008 estuvo el de establecer el Registro Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil (Renaut), el cual debería servir para abatir el secuestro ¿Resultado? Hoy el país sufre más secuestros que nunca en su historia.

Los funcionarios policiales que promovieron la medida sabían que de poco o nada serviría. De cualquier modo la impulsaron, en aras de comprar tiempo, de seguir en los cargos, prendidos a la ubre presupuestal y al poder que todavía da en el mundo del hampa la “charola”.

La nueva panacea es el mando único del gobernador sobre las policías municipales. Si ello no funciona vendrá la propuesta de una policía nacional única.

La unificación policial se justifica aduciendo que las policías municipales son tan débiles que por eso han resultado presas fáciles del crimen organizado. Se olvida decir que si adolecen de tal debilidad no es porque ello sea inherente a las corporaciones policiales relativamente pequeñas, sino al ninguneo que han sufrido por décadas

Pero a la premisa menor de la debilidad de las policías municipales en México se añade la premisa mayor de la supuesta superioridad de la organización policial unificada y centralizada, como si eso fuera una ley universal, cuando que no lo es.

En Estados Unidos hay 16 mil agencias de aplicación de la ley, la gran mayoría muy pequeñas que corresponden a los condados y sin embargo la policía estadounidense es más eficaz que policías centralizadas, como la de Francia o la de Italia. Pero hace 20 ó 30 años la policía del vecino país era mucho menos eficiente, a pesar de tener la misma organización muy fragmentada.

Colombia tiene hoy una policía nacional crecientemente eficaz, pero no la tuvo durante la mayor parte de sus 117 años de existencia.

De modo que el tipo de organización policial es secundario. Lo importante son las políticas.

¿Ayudarán a resolver el problema los mandos únicos estatales o una policía nacional? No.

¿Deberían aprobarse entonces estos proyectos? Sí y cuanto antes mejor, para quitar más excusas a los simuladores gatopardistas y hacer evidente la desnudez del rey.

Inconsecuencia, ambivalencia, vacilaciones

De los actores políticos más relevantes,  sólo el Presidente Calderón parece tener el diagnóstico más acertado (o menos desacertado) y una mejor noción de cómo enfrentar el reto de la violencia. Calderón viene insistiendo en los últimos meses en que su lucha no es ni única ni principalmente contra el narcotráfico, sino contra los grupos violentos que buscan someter a su dominio a la población.

No hay la menor duda de que si, por ejemplo, Andrés Manuel López hubiera llegado a la Presidencia de la República las cosas estarían caminando mucho peor.

Sin embargo, un mejor diagnóstico y una mejor noción de cómo encarar el reto por parte de Calderón no han impedido que la violencia siga creciendo y cuando mucho han conseguido que la violencia no crezca más rápido, como habría sido con otro hipotético presidente ¿Por qué?

Porque la estrategia está incompleta y porque lo que se aplica se hace de modo ambivalente e inconsecuente. Comencemos por lo segundo.

En Tamaulipas y en Nuevo León hay una política más pro-activa, para proteger a la población y para impedir que los grupos criminales se masacren. En Juárez, en cambio, parece persistir la vieja política de dejar que los narcos se maten entre sí y si no ¿cómo explicar entonces que una de las ciudades del mundo con la mayor concentración de agentes del orden, sea al mismo tiempo la que sufrió en 2010 casi 4 mil asesinatos y haya alcanzado la tasa de homicidios más alta entre todas las urbes del planeta (y la más elevada que ciudad alguna haya tenido jamás, con excepción de Medellín, Colombia entre 1990 y 1992)?

En Michoacán, el gobierno federal emprendió en 2009 una acción contra la protección que el PRD y el gobierno de Leonel Godoy daban a La Familia, pero Calderón no quiso ir más lejos, no utilizó la evidencia que posee contra el gobernador y no se afana mucho por capturar a su medio hermano, Julio César Godoy ¿Para no perjudicar una posible alianza electoral en el 2012?

El Presidente de la República promueve una reforma legislativa para que el gobierno federal sólo pueda enviar al ejército a un estado si el gobernador lo pide ¿Acaso Leonel Godoy habría pedido esa intervención?, ¿acaso Calderón descarta que gobernadores estén coludidos con el crimen organizado?, ¿acaso cree que esos gobernadores hampones se suicidarían pidiendo la intervención?, ¿está el Presidente diciendo, con esta ley, que se ha equivocado al tratar de proteger a los gobernados de los criminales y de sus gobernantes locales?

La Secretaría de la Defensa Nacional ha hecho un esfuerzo por enmendar errores y ha aceptado las recomendaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, mientras que la Secretaría de Marina las ha rechazado. Vamos, el comandante supremo de soldados y marinos, respecto un mismo y serio asunto le da unos una orden y a los otros la opuesta.

En un encuentro “con la sociedad”, un participante utiliza la palabra “guerra” para referirse a la estrategia del gobierno federal y el Presidente Calderón lo interrumpe para aclararle que él no ha utilizado ese término. Pero después otro participante lo acusa a él y al ejército de haber provocado la violencia en el país y le exige que deje de atacar a los pobres narcos. Pero esta vez el titular del ejecutivo no dice ni una palabra.

Von Clausewitz concedía a la moral (entendida como voluntad de prevalecer) un papel decisivo en toda guerra. Pero lo mismo vale para las “guerras” en sentido figurado o para cualquier conflicto. Las vacilaciones, ambivalencias y órdenes contradictorias del mando perjudican la moral de las filas del bando propio. Eso está ocurriendo aquí.

Sería contrario a la verdad achacar exclusivamente al Presidente Calderón la falta de eficacia en la lucha contra el crimen organizado, cuando que en realidad la mayor carga de las omisiones e ineficiencias recae en los gobernadores, quienes en su gran mayoría se han desentendido del problema. Y esto para no hablar de los encubrimientos y complicidades.

Pero de nuevo, lo que el Presidente de la República tendría que haber hecho es asumir a plenitud el liderazgo que le corresponde en el Sistema Nacional de Seguridad Pública, promover el pacto político contra la violencia organizada que destruye el orden público y encabezar la verdadera reforma al sistema de justicia penal.

Respecto a esto último, nada es más indicado que predicar con el ejemplo. Si se pretende que el sistema de justicia penal se rija por un esquema de responsabilidades públicas, según el cual la permanencia en el mando dependa de los resultados, entonces eso tendría que practicarse en primer lugar en la Secretaría de Seguridad Pública del gobierno federal. Pero esto al parecer es impensable para la presente administración.

¿Por qué un pacto político?

Los pactos políticos en general tienen por propósito lograr cambios de largo aliento, que una fuerza por si sola no puede alcanzar. En una situación de crisis, los pactos buscan lograr lo que en condiciones normales se daría mediante el funcionamiento automático de las instituciones y la simple aplicación de la ley.

Ha habido pactos para infinidad de situaciones: para la superación de sistemas totalitarios y autoritarios, para poner fin a guerras civiles, para enfrentar una corrupción extrema e incluso para enfrentar la inseguridad. Ejemplo de esto último es la Crime Act aprobada por el Congreso de Estados Unidos en 1994, resultado de un acuerdo bipartidista, a fin de poner remedio de una vez por todas a una crisis de seguridad pública que venía desde finales de los años sesenta.

La “Violent Crime Control and Law Enforcement Act” (que es su nombre completo) consistió ante todo en un acuerdo para aumentar sustancialmente el gasto en el sistema de justicia penal y poner en las calles 200 mil policías más. Pero tan interesante como lo que decía el Acta era el acuerdo subyacente de quitarle carga política e ideológica al asunto de la seguridad pública. Sobre todo del lado del Partido Demócrata, inicialmente más reacio abandonar la política criminal socialista, hubo un giro hacia al pragmatismo. Lo que los dos grandes partidos estadounidenses acordaron era que la policía podía resolver el problema de la inseguridad, lo cual puede antojarse perogrullada pero que no lo es.

Los resultados del pacto, han sido caídas muy importantes en las tasas de delitos, tanto violentos como contra la propiedad, al grado de retornar a la situación anterior a la crisis de seguridad pública. Y la incidencia criminal sigue bajando, año tras año.

Un pacto político es indicado para el caso actual de México: porque el problema es singularmente grave, un solo nivel de gobierno o fuerza política no puede sola y los mecanismos normales no están funcionando.

De esto último baste un ejemplo, el problema de las competencias. Llevamos años viendo un juego de ping-pong entre autoridades federales y locales, de echarse unos a otros la pelotita, mientras atrás, en segundo plano, el país se iba incendiando. Las autoridades locales pretenden que sean las federales las que se ocupen de la investigación de la gran mayoría de los asesinatos, por ser el homicidio doloso un delito del fuero común, mientras que las autoridades locales pretenden que sean las federales las que investiguen y persigan, porque la mayoría de los asesinatos están relacionados con la delincuencia organizada.

Un funcionario de un gobierno local, que participa ni la simulación ni del encubrimiento, razona así: la ley es muy clara, el ministerio público federal actúa sólo si decide ejercitar atracción, que es una facultad discrecional y yo como autoridad local no me hago tonto, trato de investigar cada homicidio sin esperar a que la PGR atraiga la investigación. Es loable la actitud del funcionario, pero la ley sigue siendo ambigua, porque no hay un criterio fijo  para distribuir competencias.

Ahora bien ¿para lograr qué objetivo sería el pacto entre fuerzas políticas? El objetivo mínimo debería ser revertir la actual situación que conduce a la condición de Estado fallido, el objetivo mínimo sería detener la matanza y derrotar el embate de los grupos criminales contra las personas inocentes, que realizan mediante el asesinato, la extorsión, el secuestro y el robo.

Se trata entonces de, por un lado, cesar la tolerancia ante la actuación de milicias privadas ilegales de cualquier índole y, por otro, revertir el proceso de expansión y “normalización” de las exacciones por parte de esos grupos.

Un esfuerzo de este tipo requiere de una clara definición de victoria, como en toda confrontación amplia y que puede ser prolongada. Y tal definición sería la siguiente: cuando la tasa de homicidio doloso al menos descienda al nivel de 2007 (que fue la más baja desde que existe registro, es decir desde 1935); cuando al menos se recupere la tasa de castigo del homicidio doloso también de 2007 (44% entonces frente a menos de 20% en 2010 para el país en su conjunto, 4% en Chihuahua y ¡2% en Juárez!); cuando cese el secuestro masivo de migrantes y cuando el secuestro de alto impacto al menos disminuya al nivel de 2006 (que fue el más bajo en 10 años); cuando cese la extorsión como práctica permanente, sistemática y organizada contra personas inocentes; cuando no haya ya áreas del territorio nacional y vías de comunicación controladas por grupos armados ilegales; cuando ya no estallen carros-bomba ni haya ataques con granadas contra instalaciones públicas o privadas.

No se trata de contentarse con lo anterior, sino de tomarlo como el mínimo aceptable a partir del cual debe mantenerse un esfuerzo sostenido para seguir reduciendo crimen, violencia e impunidad, tanto como sea humanamente posible. Por ejemplo, México vivió libre de secuestro durante décadas y el 80% de los países no sufren este flagelo, ¿por qué no va a poder México, en un mayor plazo, erradicar el secuestro?

Alcanzar estos logros es impensable sin desarticular la capacidad de violencia de las organizaciones criminales. Esto a su vez no se logra distribuyendo becas o con exhortos, sino mediante el uso la capacidad de coerción del Estado. No se trata de cometer ejecuciones extrajudiciales, practicar desapariciones o tortura, ni ningún otro abuso. Se trata simplemente de aplicar la ley, de investigar y producir inteligencia, de solicitar y ejecutar mandamientos judiciales (¡hay 800 mil órdenes de aprehensión pendientes de cumplimiento!), de llevar a los responsables ante la justicia y confinarlos en prisiones verdaderas, no en los actuales bastiones del crimen organizado.

Un pacto político para derrotar la violencia en México no será tan fácil ni terso, como los pactos más conocidos para hacer cambios políticos o incluso para enderezar al sistema de justicia penal como se hizo en Estados Unidos (y en Inglaterra con mucho menos éxito). Hay demasiados intereses políticos entreverados con los abiertamente criminales. Los políticos no van a salir uno de estos días, tomados de la mano, a decir que van a poner un hasta aquí a los violentos.

El eventual pacto tampoco va a lograr unanimidad. Todo pacto es una alianza y toda alianza es contra alguien. Y ese alguien no puede ser exclusivamente los capos y sus matones, sino también los políticos y policías coludidos con ellos.

Pero la dificultad de un pacto no nulifica la necesidad de unir voluntades contra la violencia, sólo la hace más patente.

Al menos marcar un límite

En una guerra, escribió Clausewitz, el bando vencedor no es el que aniquila a su enemigo, sino el que simplemente doblega la voluntad de su adversario a seguir luchando. Eso sería aplicable en el esfuerzo de derrotar la violencia en México, aún si un eventual pacto político no incluyera la legalización de las drogas.

La respuesta a la pregunta de por qué en otros países, sobre todo desarrollados, hay tantos o más narcotraficantes que aquí y sin embargo, no padecen el nivel de violencia que nosotros padecemos, es simple: porque en esos países el gobierno y la policía no lo permiten.

Los mercados ilegales reproducen permanentemente condiciones para la violencia y los delincuentes están dispuestos a recurrir a ella en la medida que les sea rentable. Su experiencia les ha mostrado que hay ciertas líneas que no pueden cruzar, so pena de comprometer su negocio criminal.

Entre finales de los años ochenta y principios de los noventa en Estados Unidos se disparó la violencia entre redes de narcotraficantes (sobre todo de crack). Los asesinatos directamente relacionados con el narcotráfico llegaron a los 2 mil por año. La policía se encargó de recordarles a los traficantes los límites: detuvieron a cientos de pistoleros y jefes, acabaron con otros tantos de puntos de venta de drogas. Para 1998 los asesinatos habían bajado a 600. Años antes los narcos en Florida aprendieron una lección parecida y pagaron un alto precio por ella.

En el segundo lustro de los noventa, la otrora tranquila ciudad de Montreal, Canadá, se vio sacudida por una ola de violencia. El capítulo quebequense de la pandilla Hell Angels desató una “guerra” para sacar a otra banda rival de motociclistas del mercado de las meta-anfetaminas y la cocaína, el cual reportaba ganancias por cientos de millones de dólares en un circuito que iba de Montreal hasta Vancouver.

Montreal se empezaba aparecer una ciudad colombiana: estallidos de auto-bomba, bombardeos contra antros y locales de motociclistas, un número creciente de víctimas inocentes caídas en el fuego cruzado, atentados contra agentes del orden. La oleada tomó por sorpresa a la policía, pero ésta finalmente se impuso a los narcos. Tras la caída de Maurice Boucher, quien se creía algo así como el Pablo Escobar de Québec, las bandas de motociclistas traficantes supieron cuales eran los límites y optaron por un bajo perfil, por menos violencia, para preservar el negocio.

La narco-violencia de los Hell Angels cruzó el Atlántico. La situación de Montreal se empezó a reproducir en Dinamarca y Suecia. La policía actuó y en Dinamarca el desenlace resultó curioso: la policía misma auspició una negociación entre bandas rivales para dejar de reñir con tanta violencia.

No hubo un pacto con el crimen, no hubo una negociación para que la policía le vendiera protección a los narcos, como es frecuente por nuestras latitudes, pero sí la articulación de intereses y de valores entendidos: la policía sabe que no puede erradicar el narcotráfico, pero tampoco puede tolerar la violencia; los narcos saben que cruzar determinados límites en su disputa con sus rivales atenta contra el negocio, porque equivale a tener a la policía todo el tiempo encima.

¿Por qué la reforma al sistema de justicia penal?

El caldo de cultivo propicio para que estallara la crisis de violencia que hoy afecta al país fue, además de la política de  tolerar la violencia entre criminales, la ausencia de la reforma al sistema de justicia penal, misma que se era impostergable desde que el antiguo régimen autoritario se estaba acabando.

Un pacto político como el antes descrito no tendría viabilidad con un sistema de justicia penal como el actual. El cambio necesario no consiste en juicios orales, más recursos, mejores salarios o superior calificación de  policías o fiscales. Nada de eso sobra, pero ahí no está el meollo. El gran problema, sobre todo de la policía, es que el sistema de incentivos en que se basa.

Los comandantes y sus agentes no les deben sus cargos a sus méritos, sino a la incondicionalidad a los jefes políticos que los pusieron ahí. La permanencia en los cargos, las promociones o los despidos no dependen de los resultados en la tarea primordial de prevenir el crimen, esto es, de reducir la incidencia criminal hoy un tanto y mañana otro más. A final de cuentas se premia la ineficacia y la ineficiencia.

Para cambiar verdaderamente se tiene que subvertir este esquema de incentivos perversos.

¿Y cómo se hace esto? Quepa aquí mencionar dos ejemplos altamente representativos de un esquema de incentivos adecuados, a partir de la convicción de que la misión de los policías no es perseguir delincuentes, sino prevenir delitos (aunque claro, parte de los medios indispensables de la prevención es el abatir la impunidad y detener hampones).

En 1994, al asumir su cargo de alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani desafió la creencia cristalizada de políticos y de los propios policías de que había que acostumbrarse a elevados índices de crimen y violencia. Inspirado por su propia experiencia como fiscal y por el pensamiento del criminólogo George Kelling, tomó la audaz decisión de imponerse -de cara al público- metas de reducción de las tasas de los delitos más graves, que debían cumplirse durante el plazo de su mandato.

El compromiso político general se tradujo al interior de la policía en compromisos muy concretos para los integrantes de toda la jerarquía, según su área de responsabilidad. Estos compromisos se convirtieron en el eje organizador de toda la fuerza policial. Periódicamente Giuliani y William Bratton (su primer comisionado de policía) se reunían con los mandos distritales para analizar el comportamiento del crimen y evaluar el desempeño policial.

A quienes estaban entregado peores resultados se les cuestionaba: ¿por qué los índices siguen creciendo, por qué no bajan, qué necesita usted para bajar los índices, qué se propone hacer? En subsecuentes reuniones los asistentes notaban que los comandantes distritales más incompetentes ya no estaban, porque habían sido degradados y sus puestos habían sido entregados a subalternos dispuestos a bajar el crimen. El resultado fue el desplome de los índices criminales, año tras año, mes tras mes y semana tras semana.

El otro ejemplo es Colombia bajo la presidencia de Álvaro Uribe. Inicialmente él no hizo públicas las metas de reducción del crimen, pero después éstas podían ser consultadas por Internet y ello junto con la publicación mensual de resultados operacionales, ejercía una enorme presión sobre la policía y el ejército. Todos los días Uribe se reunía con los principales mandos castrenses y policiales y ejercía más presión, que como onda de choque se propagaba por toda la jerarquía, hasta el último policía de la localidad más modesta.

Los resultados en la reducción de los delitos, y en particular los violentos, fueron espectaculares, a pesar de que queda mucho camino por recorrer.

Nada hay de mágico o misterioso en estos resultados y en los medios utilizados para conseguirlos. Se trata ni más ni menos que la  adaptación a la seguridad pública de la racionalidad, los métodos y las técnicas de las empresas privadas ¿Qué empresa privada podría sobrevivir si funcionara como la policía mexicana?, ¿si se premiara a los gerentes ineficientes o improductivos?, ¿si se mantuvieran en sus puestos a vendedores que no venden u obreros que no producen? ¡Ninguna, ni siquiera las monopolistas!

Adicionalmente, el hacer depender las promociones, permanencia o separación de los cargos de los resultados, es el mejor instrumento contra la corrupción, pues permite una  depuración natural de los elementos más torcidos.

En México, el típico policía corrupto que logra mantenerse por largo tiempo es taimado, simulador y maestro en el arte de la administración del hampa. Sabe que no puede proteger a todos los delincuentes, ni dejar pasar todos los crímenes, debe también entregar “resultados” y publicitarlos ampliamente. Pero bajo un esquema de exigencias crecientes de reducción de los crímenes, estos policías o terminarían por incumplir sus compromisos con criminales o si los mantuvieran, terminarían por ser echados de las corporaciones, aunque fuera por incompetentes.

El tiempo no está de nuestro lado

Podemos comprender la naturaleza del problema al cual nos enfrentamos, podemos saber cual es el remedio, pero aún así la solución podría estar muy lejos. El punto es que la clase política mexicana no da muestras de la voluntad indispensable para detener este proceso deterioro acelerado de la convivencia civilizada en el país.

No hay en México un Giuliani o un Uribe, tampoco un Bratton o un general Naranjo. La sociedad civil es aún muy débil y los líderes de opinión, que no son políticos profesionales, en su mayoría o han sido cooptados, o están comprometidos con los proyectos electoreros de tal o cual aspirante, o no entienden la naturaleza del problema y menos aún, como resolverlo. Esa es nuestra triste realidad.

La expresión “clase política decente” suena a una contradicción en sus términos. Pero hay niveles de indecencia. Y los de la mexicana son de antología. Antes incluso de pensar en un pacto político, o una reforma del sistema de justicia penal, la tarea indispensable parecería ser la de barrer con la actual clase política mexicana, para dar lugar a otra menos miope, mezquina y estúpida.

En tanto, la clepsidra de sangre sigue goteando apresuradamente. Cada vez más zonas del país son alcanzadas por la peste de la violencia. Cada vez hay más niños sicarios. Cada vez hay más desaparecidos y cementerios clandestinos. Cada vez hay más autos-bomba y ataques con granadas de fragmentación. Cada vez más personas inocentes son extorsionadas, secuestradas y asesinadas.