En defensa del neoliberalismo

 

La farándula pasa

 

Rafael E. Saumell

Al igual que a muchos cubanos, la muerte de Consuelito Vidal (1930-2004) me trajo pesar y meditaciones asociadas con lo que ella ha significado para diferentes generaciones. Durante los breves años en los cuales fui empleado del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) tuve algunas oportunidades de verla muy de cerca, es decir, sin televisor mediante. Por ejemplo coincidíamos los días de cobro en la cola de pagaduría, o sea, el veinte de cada mes y en el sexto piso del edificio de la antigua CMQ . Nunca traía aires de diva, aunque en su condición de animadora, locutora y actriz se hallaba entre las primeras.

Trabajé con ella una vez. La ocasión se la debo aún al “guajiro” Ángel Hernández Calderín cuando me pidió que fuera el guionista de “Todo el Mundo Canta”. Sería alrededor de 1979. La invitamos para que hablara de su experiencia como cantante y voz del protagonista en “Amigo y sus amiguitos”. Llegó puntual, muy bien preparada, se mostró atenta a nuestras sugerencias e hizo cuanto se le señaló en los ensayos. Unos minutos antes de echar a rodar las máquinas de grabación me pidió que saliéramos de la cabina para fumar un cigarrillo “Estoy nerviosa”, comentó. Yo no podía creer lo que acababa de escuchar. “¿Estás qué?” le dije. “Nerviosa”. “Pero si vienes haciendo TV desde los cincuenta. ¿Cómo es posible?” “Si alguna vez dejara de sentirme así, dejaría de trabajar en este ambiente. Para mí, salir ante las cámaras es siempre como la primera vez.” Regresamos a la cabina y le conté la anécdota al “guajiro”. Ya en el escenario, la locutora Marialina Grau llevó el diálogo con Consuelito según lo indicado. Para cerrarlo habíamos preparado la siguiente pregunta: “¿Cómo defines el trabajo de una animadora de TV?” A pesar del cuarto de siglo transcurrido recuerdo bien la respuesta: “En mi caso, una mujer que se comporta en la pantalla como si estuviera conversando con sus amigos en la sala de su casa”. Sabemos que no todas las mujeres ni todos los hombres actúan así frente a una cámara. Por eso fue excepcional desde el “debut” hasta la despedida.

Consuelito formó parte de una prolija y prestigiosa estirpe de profesionales de los medios de comunicación. Muy pocas naciones en el mundo desarrollaron una industria de la radio y de la televisión como la cubana. Los servicios radiofónicos empezaron a comienzos de los años veinte debido a las iniciativas de radioaficionados entre los cuales se hallaban Luis Casas Romero y Humberto Giquel por citar sólo a un par de ellos. El mismo Casas Romero, al frente de la Banda del Estado Mayor del Ejército, participó en la inauguración de la primera estación radiotelefónica de alcance internacional. Fecha: 10 de octubre de 1922. Nombre de la emisora: PWX. Lugar: la sede de la Compañía Cubana de Teléfonos. La televisión arrancó el 24 de octubre de 1950 a través de URTV (Unión Radio-Televisión) en una ceremonia ofrecida en el Salón de los Espejos del Palacio Presidencial. Los oficios y las profesiones creados por esos medios de comunicación alentaron la formación de poderosas empresas (RHC-Cadena Azul, Circuito CMQ, Radio Progreso, la mencionada Unión Radio Televisión, Telemundo, etc.) El capital humano y financiero invertidos contribuyeron al auge de la música y de los músicos cubanos, a la generación de empleos y salarios para técnicos, locutores, escritores, libretistas, periodistas, actores, actrices, cantantes, directores de orquesta, arreglistas, copistas, agencias publicitarias, etc. Lo que hoy conocemos por programación en radio y televisión tuvo su período fundacional en los años treinta y cuarenta, incluidas las encuestas de opinión llevadas a cabo por la Asociación de Anunciantes de Cuba (1935). A quienes deseen conocer más detalles sobre la evolución y el impacto cultural de esa industria, les recomiendo cinco libros para no hacer muy largo el listado: La radio en Cuba, de Oscar Luis López, Llorar es un placer, de Reynaldo González, La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, La tía Julia y el escribidor de Mario Vargas Llosa y Las iniciales de la tierra de Jesús Díaz.

La radio y la cinematografía se beneficiaron mutuamente. El primer largometraje sonoro de Cuba, La serpiente roja (1937), dirigido por Ernesto Caparrós, está basado en un guión y personaje (Chan Li Po) concebidos por Félix B. Caignet, el supremo “escribidor” que ideó el folletín más exitoso de su tiempo: El derecho de nacer (1948, CMQ). La política no se quedó atrás. En 1943, el partido comunista de Cuba adquirió y administró la radioemisora “Mil Diez. Canal Libre Internacional”, dentro del contrato social establecido por la constitución de 1940 y bajo el gobierno electo del general Fulgencio Batista (1940-1944). Ibrahim Urbino, su director inicial, había renunciado a las ventajas de haber sido el locutor mejor pagado de Cuba en aquellos tiempos (RHC-Cadena Azul). Una de sus esposas fue la cantante Olga Guillot, quien comenzó su carrera en esa etapa. Una nómina parcial de los músicos que pasaron por “Mil Diez” demuestra cuán impresionante fue su elenco: Celia Cruz, Benny Moré, Dámaso Pérez Prado, Miguelito Valdés, Chano Pozo... Treinta años después de la polémica clausura de Mil Diez (1948), conocí a Honorio Muñoz, periodista y funcionario de aquel partido comunista. En la sala de su apartamento en el reparto El Vedado le pregunté: “¿De dónde provino el dinero para comprar “Mil Diez”?” Me contestó: “De colectas populares organizadas a todo lo largo y ancho del país y del bolsillo del empresario Amado Trinidad. Él nos dio los últimos miles que nos faltaban para completar la cifra, a cambio de que nuestros sindicatos no organizaran huelgas en la compañía tabacalera ‘Trinidad y Hermanos’”.

Ése fue el referente donde Consuelito comenzó su carrera. Por eso talentos como el suyo pudieron prosperar. La atmósfera no podía ser más favorable para las gentes deseosas de poner a prueba sus habilidades en el mundo de la farándula. En Latinoamérica sólo tres países alcanzaron un nivel semejante: Argentina, Brasil y México. En la isla, y hacia 1959, más del 80% de los hogares tenía un aparato de radio y más del 50% un televisor. No obstante, había “zonas de silencio” en las áreas rurales que no contaban ni con servicios de energía eléctrica ni con torres repetidoras de señales. Esos datos explican por qué el mensaje de la insurgente “Radio Rebelde” llegó a tantos simpatizantes de la revolución de Fidel Castro. Todos lo sabían: la radiodifusión es un instrumento formidable para amoldar la opinión pública. Los programas “realistas” del presente palidecen ante el balazo, en vivo y en directo, que se disparó el político Eduardo “Eddy” Chibás durante su habitual descarga radiofónica. Cuando Castro entró a La Habana en enero de 1959 le sobraban micrófonos, estaciones, cámaras y canales. No tuvo que pagar un céntimo por usar la radio, la TV y los noticieros cinematográficos. Le bastaron su autoridad de vencedor, su enorme ego, su indudable carisma y su irremediable verborragia.

Los cubanos de la generación de Consuelito recuerdan una expresión que ella hizo famosa al final de la segunda era batistiana: “hay que tener fe que todo llega”. Los televidentes la interpretaron de este modo: “la dictadura terminará pronto”. ¿Por qué el régimen no reaccionó ante esa evidente provocación envuelta en forma de anuncio? ¿Por qué los propietarios de CMQ le prestaron “oídos sordos”? Aunque el aparato represivo de aquel momento acumulaba un abultado y bien documentado expediente de abusos y de crímenes, todavía no he leído ni escuchado un solo testimonio que se refiera a presiones, amenazas o chantajes sufridos por Consuelito o sus empleadores para que no repitieran ese mensaje. Con Batista hubo la habitual y condenable censura de prensa, típica de las dictaduras. Digamos el caso del periodista Mario Kuchilán Sol, golpeado por agentes uniformados. Felizmente, a Consuelito no le pasó nada. ¿Por ser mujer? Lo dudo. Los esbirros asesinaron a Lidia Doce y a Clodomira Ferrals (Acosta).

Consuelito arribó a los tiempos post-revolucionarios en pleno goce de una fama bien ganada. En estos cuarenta y cinco larguísimos años su popularidad nunca mermó. Creció como actriz, animadora y presentadora. Fue una de las representantes de la durabilidad de la antigua farándula dentro de los moldes de la nueva cultura. Su fuerte individualidad artística se consolidó al punto de transformarse en epítome de todo lo excelente, todo lo bueno, todo lo malo y todo lo lamentable que han sido la radio, la televisión, el cine y el teatro cubanos. Aquella mujer delgada, risueña y locuaz se tornó ubicua. No sé ni intento especular cómo se las arregló para sobrevivir las intrigas, las depuraciones, los silenciamientos, el “ninguneo” y las “cacerías ideológicas” que alejaron de la radio y de la televisión a personas valiosísimas. Por ejemplo, Félix B. Caignet murió en La Habana en molesta e insultante oscuridad. También Consuelito permaneció en Cuba y vio partir hacia el exterior a varios de sus más notables amigos y compañeros de gremio. Cuando más disfrutaba de esplendor personal, publicitario y financiero, tuvo la generosidad de renunciar a los altos salarios y a los codiciados privilegios propios de la profesión. De haberse marchado habría continuado teniendo éxito en casi cualquier lugar. Le atribuyen haber confesado que se sentía “asquerosamente cubana”. Claro, tal declaración de identidad pueden suscribirla millones de sus compatriotas residentes en las cuatro esquinas del planeta.

Su error consistió en haber adoptado y mantenido, quizás hasta la muerte, una mentalidad “fidelista”. Ésta consiste en el gravísimo y dañino juicio de relacionar la felicidad o la desgracia de un estado con la presencia o no en el poder de un específico ejemplar político. Paradójicamente, su “fidelismo” la obligó a cometer el peor pecado de un comunicador: omitirle, a sabiendas, datos a su público. En ocasión de celebrarse un aniversario de “Detrás de la fachada”, ni ella ni Cepero Brito pudieron explicar abiertamente quién había sido, en realidad, la primera animadora de aquel programa. El nombre Mimí Cal se hacía impronunciable y peligroso. Qué triste debió de ser para ella y para el país negarle santo y seña a otra cubana. En la dictadura de Batista, Consuelito tuvo que aludir al futuro en términos oblicuos. Con el “fidelismo” se vio obligada a no nombrar a ciertos ausentes.

La televisión de hoy apenas emite señales de vida. Que no haya dudas. Sobran los epígonos para preservar lo mejor de la tradición simbolizada por Consuelito. Pero ella y la revolución están muertas. La miseria del sistema político-económico se reproduce en la pantalla. Los televidentes deben contentarse con las peroratas de los comentaristas de “Mesa redonda” y las intervenciones del eterno hablador. Los cubanos no se ríen con Consuelito pero sí del “carpintero”. Así han apodado a Castro porque éste tiene el pésimo hábito de hacer sus “mesas redondas” frente a las cámaras.

Consuelito perdurará como un indudable y muy querido talento histriónico, negativamente marcado por su censurable lealtad a un dictador. Sin embargo, a diferencia de él, ella sí fue bienvenida en cualquier hogar, sin importar el bando político de los moradores. Probablemente esta importante distinción hará que los cubanos, en general, no se nieguen a considerar la siguiente idea: ¿es justo, pues, colocar sobre su tumba una “rosa de oro” idéntica a la que José Martí dedicó al habanero Nicolás Azcárate?”

Texas, octubre de 2004.