CRISTIANISMO Y CAPITALISMO
¿Cuál respuesta damos al Socialismo del Siglo XXI?
Alberto Mansueti
(*)
El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro berlinés, y el 25 de
diciembre de 1991 el Imperio soviético, cuando se bajó la
bandera roja en el Kremlin y se izó la rusa. Pero por
llamativos que fueron, esos acontecimientos no marcaron el
fin del socialismo, sino sólo de su variedad comunista o
marxista-leninista. Y el comienzo no de la restauración del
capitalismo --vigente hasta 1914-- sino de otra de las
mutaciones del socialismo, ahora en varias direcciones a la
vez, deslastrados sus partidarios del compromiso de defender
ante el mundo una inocultable realidad de altos muros y
alambres de púas, cárceles, grises avenidas, viejos carros y
largas colas ante mercados vacíos, delaciones, torturas y
policías políticas.
El socialismo pudo regresar así otra vez a sus buenos viejos
tiempos de “noble ideal”, y “elevado sueño” humanista y
futurista, escogiendo para su ardiente defensa a otros
“débiles y oprimidos”, no ya del proletariado. Sus enemigos
serían los de siempre: la libertad individual, la actividad
privada, la familia, el capitalismo, la publicidad, las
empresas y el comercio internacional, la razón. Y Dios. Pero
esta vez sus causas serían más amplias, abrazando a los
“excluidos” --en general, sin muchas precisiones técnicas
sobre plusvalía y “explotación”--: sin casa, sin comida, sin
empleo, sin seguro social. Y mujeres y víctimas de la
violencia de género y en el hogar, indígenas y no-blancos
discriminados, homosexuales y lesbianas, consumidores y
usuarios en las garras de las empresas, “fumadores de
segunda mano” y especies naturales --la diversidad biológica--
o sea el planeta entero. La gran empresa no sería
expropiadas sino chantajeada a cuenta de la “RSE”. Y en
cuanto a la religión, el Nuevo Socialismo revistaría contra
las iglesias organizadas, pero no contra el “Jesús histórico”
ni la vaga “espiritualidad” Nueva Era.
Sin embargo en 1992, Francis Fukuyama, un desprevenido
académico de la renombrada Universidad de Harvard, dijo que
había llegado el fin de la historia y la muerte de las
ideologías. Y algunos otros universitarios, todavía más
desprevenidos, le creyeron.
I. La historia no ha terminado, y las ideologías siguen
vivas
“Ideología” es un término despectivo para doctrina, aplicado
por Marx a los sistemas de ideas falsas y motivadas por
angostos intereses de clase; pero hoy son vocablos más o
menos sinónimos, sobre todo en el habla corriente. Como sea,
ideologías sobran. A nivel mundial, esa fastidiosa,
arrogante y cada vez más tiránica socialdemocracia
posmoderna y ecofeminista de la “política correcta” (PC),
encarnada por el Presidente Obama y los jefes socialistas de
la Unión Europea y la ONU. Entre los musulmanes, esa
manipulación del credo religioso con fines terroristas que
con mal conocimiento de la fe de Mahoma (y ojeriza hacia la
religión en general) llaman “fundamentalismo islámico”. Y en
América latina, el retorno al socialismo “cristiano” anti-imperialista
y patriotero de los ‘70, ahora en el poder, con sus dosis de
PC, indigenismo y Derechos Humanos torcidos, representado
por los Presidentes tipo Chávez, casi todos ex guerrilleros
inspirados en la “Teología de la Liberación”.
No es novedad; la religión es buen pretexto para cualquier
política, y el mejor pretexto para la peor política: la de
saquear y mentir, y matar si viene al caso. El socialismo
fue “cristiano” mucho antes de ser democrático, fabiano,
lassalleano o marxista. Los franciscanos radicales en la
Edad Media fueron tan socialistas como los anabaptistas
radicales en la Reforma, y citaban los mismos pasajes
bíblicos que los posteriores teólogos de la Liberación
metralleta en mano. Karl Marx era un ignoto exiliado alemán
encerrado en el Museo Británico, a mediados del s. XIX,
cuando los más famosos impulsores ingleses del socialismo
eran los anglicanos prominentes de la revista “Christian
Socialist”: Charles Kingsley, John Ludlow y muchos otros. La
fase atea y materialista en la larga historia del socialismo
quizá fue sólo un breve paréntesis: entre 1917 y 1989.
El socialismo ya no es una ideología “obrera”, y siguiendo
los consejos del italiano Antonio Gramsci, se amolda a la
mentalidad de la clase media “ilustrada” de nuestra sociedad
posindustrial. Ahora no es doctrina principalmente económica
o aún política, es toda una cosmovisión integral u holística,
una religión laica hecha de emociones y sentimientos y con
fuerte acento moralista. Sus cultores: ecohistéricos,
anticonsumistas de la igualdad forzosa y la caridad coactiva,
de la “seguridad a todo costo” y del estado-niñera y mamá,
militantes de los “pueblos aborígenes”, del feminismo
radical y abortista y del homosexualismo, globalofóbicos de
las ONGs anti-multinacionales --en especial las mineras y
extractivas-- estrellas rockeras y de Hollywood, comisarios
de propaganda de la CNN y Wikipedia, y derechohumanistas
revancheros retrospectivos de los ‘70.
Nos hacen creer que vivimos bajo un sórdido capitalismo
hipercompetitivo, consumista por un lado y hambreador por el
otro, materialista, individualista y egoísta, que además es
machista y patriarcal, prejuicioso y discriminador, y que
debemos cambiar o al menos “humanizar”, o en su defecto
perecer los humanos y todo el “Ecosistema”. Y que debemos
tener menos, en lugar de producir más. Con fanatismo ciego
nos imponen a la fuerza sus agendas, sus políticas y su
lenguaje. Pero a pesar de que algunas de ellas se
contradicen con otras ¡consiguen universal acatamiento!
¿Tienen algún “Manifiesto”? Sí. Vea Ud. las teleseries de
Sony, Warner, Universal, etc. Sus guionistas han escogido
por unanimidad a cuatro grandes villanos: empresa, propiedad
privada, iglesia y familia; las cuatro instituciones
privadas por naturaleza. Con pocas excepciones, sus
representantes --gerentes y propietarios, clérigos, padres y
familiares-- lucen en la pantalla como torpes e insensibles
egoístas, contaminadores y explotadores, retrógrados
ignorantes racistas e hipócritas, maltratadores de mujeres y
abusadores de niños. Los héroes son los funcionarios y
empleados públicos, a sueldo de sus gobiernos: doctores y
enfermeras de hospitales estatales, maestros y profesores de
escuelas “públicas”, paramédicos y bomberos, fiscales,
policías y sobre todo burócratas de los “servicios sociales”
y de las ONGs mundiales, guiados por sentimientos altruistas
y no por cálculos egoístas y racionales. Siempre aprovechan
para darle su palo a la razón, y su alabanza a las
religiones primitivas ocultistas, animistas, espiritistas o
panteístas.
Cuando descuidadamente nos hacemos eco de causas “PC” como
aquella de la “violencia doméstica”, no pensamos en su
agenda oculta: la noción de que el peor enemigo está en el
hogar, y que el niño, niña o esposa tiene en el empleado
público un mejor cuidador que el padre o marido, porque la
familia como institución es obsoleta, y debe sustituirse por
las agencias humanitarias estatales. E igual con las
“empresas sociales” tipo Muhammad Yunus (Grameen Bank): el
mensaje es que ha fracasado la empresa privada capitalista
en competencia abierta, y debe ser reemplazada por entes
económicos creados por el Estado a su imagen y semejanza. La
“responsabilidad social empresarial” (RSE) es el discurso
autodenigratorio del empresariado masoquista (en palabras de
mi amigo Leopoldo Escobar). Si lo adoptamos los liberales, o
si como padres permitimos que el Estado nos sustituya en la
educación sexual de nuestros hijos, no estamos siendo
consistentes.
Y tras la ecohisteria apenas se disimula un feroz ataque
contra el Creador que en el libro de Génesis mandó al hombre
multiplicarse, dominar la tierra y ser productivo. Según el
credo ambientalista, Dios se equivocó en sus cálculos sobre
recursos naturales, producción, polución y población mundial,
y su mandato encierra insalvables contradicciones. Muchas
iglesias cristianas no lo ven, y recomiendan aceptar sin
examen el evangelio según Greenpeace, ¡lo cual hacen
incontables cristianos profesantes!
Alexis de Tocqueville ya nos había advertido contra una
forma insidiosa de autoritarismo totalitario no fácil de
identificar, porque no procede de un dictador autocrático o
de una oligarquía cerrada, sino de la masa amorfa. No es
impuesto de arriba sino de abajo y de los lados, no por una
minoría sino por una inmensa mayoría. Vale preguntar si
acaso no será este el verdadero socialismo, y el del s. XX
nada más que un torpe ensayo fracasado.
II. ¿Qué pasa con el liberalismo clásico?
Que no todos sus portavoces están bien equipados para
enfrentar con éxito al socialismo del s. XXI, ganador en los
claustros universitarios y asientos del Congreso, la TV, los
púlpitos y las elecciones. Los discípulos de Menger, Mises y
Hayek o de Milton Friedman parecemos seguir creyendo que el
problema de las izquierdas es que “no saben Economía”, y
pretendemos enseñarles. “No comprenden que sus políticas
hacen más pobres…” les decimos, sin comprender nosotros que
más pobres hacen más votos.
No advertimos que tener razón no es suficiente. La
ignorancia de estos noveles cruzados es voluntaria,
empecinada, y tiene su explicación. ¿Para qué van a aprender
otros conocimientos los profesores y los políticos, si con
los suyos lo pasan tan bien, con empleos de altos ingresos y
viajes, becas y privilegios en la academia, el Congreso,
etc? Y peor es con los empresarios, casi todos
mercantilistas: ¿para qué competir, si es tan sabroso
“consensuar” con el Gobierno por nichos monopólicos,
subsidios y rentas, a cambio de apoyo a una “redistribución
de la riqueza” no para los pobres sino para los reducidos
grupos de políticos y funcionarios estatistas? E igual con
las demás profesiones influyentes: periodistas, abogados y
médicos, psicólogos, clérigos, etc. ¿Quiénes van a ir contra
la corriente general?
Con implacable realismo, la escuela de la Public Choice --liderada
por el Premio Nobel James Buchanan-- pone al desnudo la
hipocresía del juego político, y el voraz egoísmo de la
burocracia estatista; de los actuales defensores del mercado
libre y la sociedad abierta, sus seguidores son quienes más
se acercan al centro del asunto: la cuestión del pecado
humano y sus terribles consecuencias.
III. Lo que nos dicen los linchamientos
En las últimas semanas de este año 2009, hubo en Guatemala
una serie de linchamientos ocasionados por crímenes como
robos, secuestros, violaciones y homicidios. La clase media
se escandaliza, pero la venganza privada --muy antigua--
ocurre cuando no hay seguridad ni justicia, las dos primeras
necesidades del hombre en sociedad, y las dos primeras
funciones del Estado, y su justificación y razón de ser.
Tenemos venganzas populares porque tenemos gobiernos
dedicados casi por entero a “programas sociales” --costosas
políticas redistributivas que van desde repartos de
alimentos, ropas, medicinas y dinero en efectivo, hasta
construcción de viviendas y la enseñanza elemental-- y a
obtener por la fuerza los cuantiosos recursos para
financiarlos. Estos fondos proceden de los ahorros de unos
pocos “ricos”, únicos que pueden invertir pero agobiados por
la carga tributaria no lo hacen, y por eso tenemos miseria.
Y porque nuestros exiguos mercados carecen de suficiente
vialidad y obras de infraestructura, tercera y última de las
funciones del Estado, un mal necesario para “contener las
manifestaciones más groseras del pecado” según Calvino.
En tan serio y espinoso punto nos brinda auxilio la doctrina
política cristiana, pero no su imitación falsificada sino la
auténtica, la que históricamente prestó su primer fundamento
al propósito de limitar el poder. La idea del Gobierno
limitado también fue cristiana antes de ser empiricista,
racionalista, liberal o utilitarista; y se basó en la visión
realista bíblica de la naturaleza humana: por la congénita
inclinación del hombre al mal, no conviene que las
autoridades civiles se arroguen demasiadas funciones,
poderes y recursos. Así pensaron los mejores escolásticos,
tanto medievales como católicos y protestantes: que por eso
el Gobierno debe ser limitado, el mercado libre, y la
Iglesia separada del Estado. Por eso la ciencia económica no
comienza con Adam Smith sino con la Escuela de Salamanca, en
el s. XVI. Y la doctrina del derecho divino de los reyes --dispuesto
ordenado por Dios-- es bíblica, pero originalmente no fue
enunciada para extender su poder, sino para condicionarlo y
contenerlo.
El Nuevo Socialismo es una ofensiva extensa y total por
someter a la férula estatal --y de un estatismo mundial--
todo lo que sea privado: no sólo el comercio, la propiedad o
la economía sino también la educación, la naturaleza, la
paternidad, los lazos familiares y sociales, hasta el culto
religioso. Es más peligroso, menos detectable y mucho más
escalofriante. A los liberales clásicos nos plantea un
enorme desafío ideológico al que debemos dar respuesta, y ha
de ser la apropiada, de otro modo pereceremos todos bajo su
férrea tiranía.
Para los creyentes, esa respuesta pasa por reinsertar el
liberalismo clásico en su contexto original: la tradición
judeocristiana. Reencontrar sus bases filosóficas, éticas y
jurídicas, allende la pura Economía. Y tomar la iniciativa y
no la mera resistencia, asumiendo la relegitimación del
capitalismo y la familia, de modo inteligente y proactivo --más
allá del discurso “anti”-- pudiendo en temas divisivos como
el de las uniones homosexuales plantear p. ej. una
reprivatización del matrimonio, en el marco de la
recuperación de los contratos privados como fuente del
Derecho. Y extender esa ofensiva desde la academia y el
periodismo, llegando a la cultura, el arte y el
entretenimiento, y al campo de la religión y las iglesias, y
también a la escena política y de los partidos.
IV. Huecos en la línea del frente
Es oportuno. En nuestro lado tenemos debilidades los del
liberalismo clásico, encerrados en nuestros “tanques de
pensamiento”, más de 100 en Latinoamérica, pero no muy
efectivos ante los colectivismos reinantes ahora. Los
siguientes fallos quizá deberíamos listar, o al menos
considerar con humildad los factores a los cuales apuntan:
1) Minimalismo. Por no decir timidez, o conformismo: nos
conformamos con poco. P. ej. exigimos reglas “claras”, no
justas. Apostamos al “mal menor”, o al “peor es nada”. En
lugar de denunciar las reformas de los ’90 como contrarias
al espíritu del libre mercado pese a la retórica, casi que
nos contentamos con proponer que nada más se retomen, se
extiendan y profundicen.
Pretendemos que los estatistas se eduquen, se “reformen” y
adopten nuestras políticas. Porque no tenemos proyecto ni
propuesta alternativa al Neosocialismo que se le equipare en
magnitud, atractivo e impacto. Preferimos martillar una y
mil veces en la crítica de los socialistas, sus decretos y
medidas --con poco resultado-- antes que tomar la delantera
y exponer en pro de nuestras posiciones abiertamente.
Disimulamos nuestras convicciones, o de ellas renegamos como
avergonzados, pretextando que no son liberales sino de
“sentido común”. Queremos ser “pragmáticos” y terminamos en
oportunistas, en el peor sentido de la palabra. Con lo cual
a la izquierda no engañamos, y al grueso de la opinión
confundimos y alienamos.
2) Adoptamos causas dudosas, y perdemos identidad. Por no
ser impopulares, comenzamos por hacernos eco del
ambientalismo y “contra la violencia doméstica” sin plena
conciencia de sus implicaciones. O contra la corrupción,
causa engañosa con promesa imposible: un estatismo sin
corrupción. Con Estado extendido la corrupción es
inevitable, y cuanto más expandido, mayor. Incluso la habría
bajo un Gobierno limitado, aunque limitada, a las
contrataciones, y tratable por sus remedios propios, los
judiciales.
Sin embargo la lucha por la “transparencia” brinda al
Neosocialismo un ancho espacio de maniobra y reclutamiento
que aprovecha, entre otros fines para sustituir cada tanto a
sus líderes gastados y desacreditados por otros más frescos.
Además conecta el sentimiento anti corrupción con la fobia
antipartido y antipolítica, a la cual nos sumamos sin ver el
objetivo perseguido: la estatización de los partidos y las
campañas electorales, con reglamentos y controles a cambio
de subsidios, que nos quitan a los particulares la
posibilidad de medios políticos privados para nuestras
causas.
Estos errores nos quitan identidad. No queremos lucir como
“de derechas” y renegamos de nuestra calificación como
tales, a diferencia de las izquierdas, que por lo general no
hacen lo mismo con la suya.
3) Largoplacismo. Estamos autoconvencidos de que nuestras
metas son “a largo plazo”, por causa del “culturalismo”: la
errónea creencia en que lo decisivo es la cultura (“los
valores”), y que las reglas e instituciones son sus
consecuencias. Pero es al revés: no puede haber valores
buenos con leyes malas, por una simple cuestión de
incentivos perversos, y de conductas acordes. La cultura se
adopta, pero no como resultado de una incierta “evolución”,
sino de las instituciones y leyes, y de los comportamientos
que a ellas se ajustan y sus resultados; por eso dice la
Biblia que hubo 10 mandamientos en el desierto: una lista de
reglas o leyes; no de “valores”, ni siquiera de “principios”.
Para colmo combinamos el largoplacismo con una suerte de
fatalismo irracional: la “fe” en que la verdad y nuestras
sensatas ideas terminarán por prevalecer al fin, de un modo
u otro, que no acertamos a describir, y mucho menos a
programar. No entendemos que las oportunidades se producen.
4) Malas compañías filosóficas. El utilitarismo (Bentham) no
sirve como base y cimiento filosófico. Menos el hegelianismo
(Hegel, filosofía asumida por el Dr. Fukuyama) o el
positivismo (Comte), sobre el cual se edifican el
constructivismo y la ingeniería social. Ni “ismo” alguno más
o menos derivado del pensamiento humanista de la Ilustración,
clásico o romántico, con su ingenuo optimismo antropológico:
que el hombre es “bueno por naturaleza”, y es aún mejor por
la educación. El Prof. William Easterly nos muestra ahora
que la educación no se relaciona con el desarrollo. Pero los
liberales llevamos décadas dedicados a la “educación
económica”. ¿Y qué logramos?
5) Sesgo contra la religión. Buena parte de los liberales
clásicos conocen muy poco acerca del cristianismo; y eso no
les ayuda mucho a enfrentar a unos socialistas que citan a
Jesús y al Apóstol Pablo, no a Marx ni al camarada Lenin. El
peso de la tradición volteriana es aún fuerte, sobre todo en
nuestra América, donde los liberales se iniciaron expulsando
a los jesuitas dos veces: la primera durante la Colonia, con
Carlos III, en 1767, y la segunda con los Presidentes
masones de las Repúblicas independientes, más de cien años
luego.
Este factor juega contra el reencuentro del liberalismo
clásico con la tradición judeocristiana, clave para que el
primero recupere la antropología realista: el hombre no es
por naturaleza bueno, y por tal razón ha de tener rienda
corta el Gobierno. Y no es un asunto de educación sino de
“vigilancia permanente” (Thomas Jefferson); y no meramente
académica, es un “negocio político” (James Madison), a cargo
de partidos políticos pro-Gobierno limitado, “vigilantes, al
estilo del profeta Isaías” (Albert Jay Nock).
6) La estrategia Hayek. Formulada en 1947 cuando la
fundación de la Sociedad Mont Pelerin, puede resumirse en
pocas palabras: el socialismo se impuso primero en el
terreno de las ideas, y desde allí “bajó” a la arena
política, e igual ha de ser con el liberalismo; así que
enfoquemos nuestro esfuerzo en las aulas, ya llegará el
tiempo de los partidos y la política.
Premisa cierta, conclusiones equivocadas. Cierto que así fue
con el socialismo, pero hay una no pequeña diferencia entre
las ideas malas y las buenas: no corren la misma suerte ni
obtienen el mismo reconocimiento, como el propio Mises
experimentó en sus duros exilios y su azarosa vida
profesional y universitaria (y Hayek hasta 1974, cuando
obtuvo su medio Nobel). Las ideas malas van a favor de las
naturales inclinaciones del hombre hacia el mal. En
particular de la tendencia a abusar del poder, a
incrementarlo, a robar y a hacer negocios a su amparo sin
servicio a los mercados, y a imponer doctrinas desde las
magistraturas públicas en lugar de predicarlas desde el
llano. Por eso, para las ideas malas la acogida es buena, y
porque se disfrazan de buenas. Y la mayor parte de las
gentes las adopta con presta credulidad cuando se les ofrece
“almuerzo gratis”, y cuando la demagogia halaga su orgullo y
vanidad hablando de “las virtudes del pueblo” y nunca de sus
defectos y vicios.
Las ideas buenas siempre hallan innumerables obstáculos y
muy serias dificultades; y por ello requieren mayores
esfuerzos, redoblados en todos los frentes: intelectual,
académico, cultural, periodístico, eclesiástico, etc.; y
sobre todo político, por el efecto demostración negativo que
tiene su ausencia en el ruedo político. ¿Quién cree en ideas
políticas sin adeptos en el Congreso ni los partidos? ¿Y
hubo acaso alguna vez Gobierno limitado sin al menos un
partido en su favor?
Nos quejamos los liberales de lo intrascendente de las
discusiones entre los políticos --sobre asuntos puramente
anecdóticos-- pero es por nuestra defección en ese campo. Y
cuando coreamos contra los partidos y rehusamos integrarlos,
reforzamos el caudillismo personalista siempre reeditado, y
nos privamos del instrumento propio de la democracia, apto
para las peores ideas e intereses, pero también para los
mejores. Así de esta manera, a socialistas y mercantilistas
les dejamos los partidos, y les ayudamos a enaltecer aún más
las todopoderosas ONGs, mejor adaptadas para las malas
causas que las organizaciones partidistas.
7) El escapismo del “anarcocapitalismo”. Tantos errores nos
quitan del juego, y entonces nos refugiamos en esta pobre
compensación sicológica para el fracaso político. Deberíamos
releer las obras políticas de Mises, especialmente Gobierno
Omnipotente y su maravillosa Autobiografía.
O reestudiar un par de buenos ejemplos en los ’80 y ‘90. De
dos líderes brillantes que lograron resonantes victorias
contra el socialismo y éxitos a favor del libre mercado:
Margareth Thatcher y Ronald Reagan. No se conformaron con
poco, y encararon grandes reformas, derogando casi todas las
leyes estatistas y aboliendo las instituciones sobre ellas
edificadas. Como Cobden y Bright en el s. XIX, tampoco
esperaron a una evolución espontánea ni a largo plazo. Se
fundaron en una sólida filosofía liberal en lo económico y
conservadora en lo político, amiga y no enemiga de la
religión, aunque más allá de las creencias o no creencias de
cada quien. Así rescataron sus respectivos partidos --Conservador
y Republicano-- de la debacle, les devolvieron sus viejos
principios y respetabilidad, y a su derredor construyeron un
arco de alianzas a partir de los sectores de clase media más
afectados por el estatismo, ofertando un programa político,
apoyado en corrientes y organizaciones específicamente
políticas.
Pero comenzaron por no admitir escapismo alguno y asumir su
responsabilidad cívica y política con coraje. Con una
estrategia ganadora, esa que William F. Buckley Jr. desde
los ’50 llamara “fusionismo”: superar el desencuentro entre
liberales clásicos y cristianos conservadores. Cerrar la
brecha entre los primeros, quienes tienden a pensar que las
luchas por la santidad de la vida y la libertad religiosa
“no son nuestro problema”, y los segundos, que tienden a
creer lo mismo de las luchas por el libre comercio y la
moneda sana: “no son nuestro problema”. Están errados porque
es el mismo problema, y de ambos por igual: el estatismo. Y
la salida es la misma: Gobierno limitado. Y cada uno por su
lado, el problema lleva las de ganar.
V. Lo que la Biblia nos puede enseñar
De la perspectiva bíblica podemos aprender dos importantes
lecciones: 1) Que las facultades humanas --entendimiento,
emociones y voluntad-- han sido heridas por el pecado, y por
eso la inteligencia se nubla. Muchas veces la conciencia
racionaliza motivos innobles y justifica conductas inmorales.
Las emociones confunden y engañan, y la voluntad no tiende a
obedecer los dictados de la recta razón y la moral. No
siempre la persuasión es eficaz. Por eso no basta tener
razón.
2) Que el orden natural no es “espontáneo”; y apenas es
“natural”. Es natural en el sentido de ser conforme al
bienestar y felicidad de la persona humana (orden bueno);
pero no lo es en tanto el curso de los eventos humanos no
siempre se acomoda al mismo (orden usual, corriente o más
frecuentemente observable). Por eso los mercados libres y la
propiedad privada no se guardan por sí solos de modo
automático o “espontáneo”: requieren un Gobierno para su
preservación, y limitado a cumplir esa función, y una acción
política que lo mantenga en sus límites.
Y sacar estas conclusiones: 1) Que el problema es el sistema,
pero se encarna no en abstractos “principios y valores”,
sino en leyes muy concretas. El mayor poder público es el de
hacer las leyes, y así como el omnipresente Estado
“babilónico” se impone mediante la promulgación de leyes
malas, el Gobierno limitado requiere su derogación, no su
enmienda, y reformas de fondo y radicales, no pequeños
cambios.
2) Que se hace imprescindible la acción política, un mal
necesario, como el Gobierno en torno al cual gira. No es
algo que pueda esperar. Si no queremos ingeniería social
gubernamental --el dirigismo de la sociedad por una elite
“ungida” según fines conscientes y deliberados-- se requiere
de nosotros una acción política en sentido contrario, a
favor de la libertad individual, que para ser eficaz y
exitosa ha de programarse consciente y deliberadamente. Y
eso no es constructivismo sino la manera de evitarlo; lo
cual es una paradoja, en las cuales es rica la vida humana.
Tampoco implica que “el fin justifica los medios”, porque no
hay nada injustificado en un medio racional, moral e idóneo,
para un fin justo.
3) Que el socialismo es una rebelión no sólo contra el
capitalismo, sino contra el entero orden natural de las
cosas en la sociedad --en el sentido de “buen orden” u orden
sano-- y contra la verdad y la justicia, los medios humanos
de preservarlo. Y que tales valores requieren defensa activa.
Y esa defensa casi siempre se ha hecho con la Biblia en la
mano, correctamente leída. De sus páginas se han tomado muy
valiosas lecciones.
Y sacar además esta conclusión: que lejos de desactualizarse
con los cambios del Nuevo Socialismo, los términos
“izquierda” y “derecha” tienen más vigencia que nunca. La
izquierda es cabalmente la rebelión, y los defensores de la
vida, de la libertad y de la propiedad, no deberíamos
acomplejarnos ni negar o tartamudear cuando se nos llama “de
Derechas”.
Sabemos que enormes atrocidades se han cometido citando la
misma Biblia; pero torciendo su sentido y mal interpretando
sus textos. Eso pasa con el Socialismo “cristiano” que hoy
nos gobierna en muchos de nuestros países; lo cual, guste o
no, a todos nos obliga a estudiar el cristianismo y la
Biblia, al menos para saber responder; de otro modo
seguiremos a ciegas, derrotados y cuesta abajo los liberales
clásicos… Y los cristianos presa de confusiones y
malentendidos, y de creencias y prácticas que no son del
cristianismo real e histórico y verdadero, que nos impiden
conocer su doctrina de Gobierno.
Lo primero es que toda religión es susceptible de ser
manipulada con fines políticos. Pasó con el cristianismo en
las Cruzadas y en la Inquisición española. Y pasa con el
Islam, tomado como pretexto por el socialismo árabe para su
guerra contra Israel y EEUU; pero pasa no menos con los
sionistas --socialistas judíos-- a quienes enfrentan las
izquierdas musulmanas. Sin embargo, después del espectáculo
de la II Guerra Mundial, no debería extrañar el ver
partidarios de opuestas expresiones socialistas enfrentados
encarnizadamente. No es la religión sino el socialismo lo
que conduce a la violencia. Ayer los nazis, los comunistas,
los laboristas y los “newdealers”; hoy los terroristas
árabes y los sionistas.
VI. Cristianismo genuino
La violencia se opone a la inteligencia, pero no así la fe,
como no se cansan de predicar Benedicto XVI --“el Papa de la
razón”-- y muchos pensadores protestantes como C. S. Lewis,
Norman Geisler y R. C. Sproul. La razón humana no niega a
Dios, al contrario, sólo que llega hasta cierto punto, más
allá del cual tenemos la Revelación, contenida en la Biblia.
La fe es el asentimiento de la voluntad a la información
adicional que de Dios nos brinda la Escritura. La mente
ayuda a entender esas verdades, y aunque no puede captarlas
tan plenamente como las referidas a las realidades humanas y
naturales, no es motivo para descalificar a la razón y
desconocer su esfera de competencia propia, como lo hizo la
larga línea de filósofos y escritores románticos,
antirracionalistas y exaltadores de las emociones y
sentimientos, pavimentando los caminos a Auschwitz, al
Gulag, al maoísmo y a Pol Pot.
La que se opone a la razón no es la fe sino la “mística”,
persistente aunque no recomendable forma de “entusiasmo
religioso”, en palabras de Martín Lutero. Y hablando de
Lutero, vale apuntar que el capitalismo es herencia
judeocristiana y no sólo del protestantismo, como opinan
muchos que citan a Max Weber sin leerlo. La fe cristiana
bíblica no es enemiga de las riquezas materiales, aunque sí
del apego desordenado a ellas. Y por ende tampoco condena
los medios conducentes a producirlas. Que no son esas
“confesiones positivas” o declaraciones de los labios que
recomiendan los “místicos” religiosos “carismáticos”,
adeptos a una cierta Teología de la Prosperidad que confunde
a los liberales no muy duchos en estas materias.
Según la Biblia, los medios idóneos para producir riqueza y
prosperidad son dos: la “Mayordomía prudente” o sana
administración, a cargo de los particulares individualmente;
y el Gobierno limitado, a cargo de la sociedad entera. Son
dos condiciones para la prosperidad, ambas necesarias, y en
su ausencia no cabe esperar sino pobreza. Y por esto Max
Weber encontró más capitalismo entre los protestantes
europeos, por entonces más inclinados que los católicos a
seguir las normas bíblicas en conducta personal y en leyes e
instituciones; no por la doctrina calvinista de la
predestinación, que no tiene mucho que ver.
En todo caso la doctrina que sí tiene más que ver,
relacionada con el pecado en el alma del hombre, es la del
monje Pelagio, en su disputa con Agustín de Hipona, allá por
el siglo IV.
Agustín subrayaba y enfatizaba el tremendo poder de esta
fuerza, el pecado humano, y Pelagio era más confiado en la
capacidad humana para el bien. A la primera teoría se
inclina más el protestantismo, y a la segunda el catolicismo,
particularmente los jesuitas. Por eso hay en ciertas
Encíclicas algunas vacilaciones y a veces contradicciones en
la defensa del libre mercado, y la tendencia a destacar el
papel del Estado (aunque sea como “subsidiario”). Por cierto
no en “Año Centésimo” (1991) del Papa Juan Pablo II, pero sí
en algunas otras. Los documentos protestantes --los grandes
Credos o confesiones históricas: Heidelberg, Dort,
Westminster, etc.-- son más claros para exponer el rol
limitado del Gobierno Civil. (Muchos cristianos evangélicos
de hoy no conocen los Credos; ¡por eso creen cualquier cosa!)
De todos modos, vale recurrir a la autoridad de la Biblia,
que todos los cristianos reconocemos como Palabra inerrante
e inspirada por Dios.
VII. El Antiguo Testamento
Desde los días de Moisés, los hebreos tuvieron leyes. Y
desde los de Josué, jueces locales. Y nacionales también:
Débora, Gedeón, Sansón, etc., según el libro de Jueces.
Deuteronomio 17 dice que Dios prescribió (normativamente)
una forma política específica: el Gobierno limitado y
descentralizado desde abajo, comenzando por el nivel
municipal. Porque cada una de las 12 tribus tenía territorio
y gobierno propios; y tradiciones culturales, himno y
bandera, costumbres particulares, y hasta un acento típico
al hablar. Encargados de la seguridad, justicia y obras
públicas, sus gobernantes se llamaron “Jueces”.
Desde 1400 a 1000 a. de C. --400 años-- hubo tres niveles de
gobierno: municipal, regional y federal.
-- Un juez era reconocido en su aldea cuando las gentes y
familias buscaban su protección (defensa y seguridad); le
llevaban pleitos y asuntos a resolver (justicia); le
encomendaban contratar la construcción de puentes y caminos
(obras públicas), y para los gastos le pagaban sus diezmos (impuestos
limitados, no excesivos, y planos, iguales para todos).
-- Si el juez de aldea desempeñaba bien las tres funciones
públicas, adquiría prestigio, y de otras aldeas demandaban
sus servicios, y su autoridad se ampliaba a toda la tribu, y
era reputado como juez de tribu.
-- Y si lo hacía bien, gentes de otras tribus requerían de
sus servicios, su autoridad ganaba en extensión, y era
reconocido como juez de Israel.
La confederación de las tribus fue una sociedad sin Estado,
pero no sin leyes. Y con Gobierno limitado, no endiosado,
sostenido con impuestos moderados, no con presión compulsiva
de propaganda adoctrinante. Fue después, en tiempos de
Samuel, que el pueblo pidió un Rey --un gobierno ilimitado--
“como las demás naciones” (I Samuel 8). Y como Dios les
advirtiera por boca de Samuel, dificultades sin cuento le
sobrevinieron por esa decisión, tal como se describe y se
discute a lo largo del Antiguo Testamento.
Mi libro “Las leyes malas” contiene un estudio bíblico sobre
leyes, justicia y Gobierno, porque según muchos cristianos,
la Biblia apoya el socialismo. Pero no es así; al contrario.
Mientras fue bien interpretada, tuvo la Biblia un grande y
positivo impacto político; y la historia lo registra.
Nuestra civilización occidental y cristiana se edificó en
base al principio de Gobierno limitado, seguido por reyes
medievales como Alfredo el Grande de Inglaterra y Alfonso el
Sabio de España; y después por gobernantes cristianos de
Suiza, Escocia, Países Bajos e Inglaterra, y los Padres
Fundadores de los EEUU. Pero ya en los ss. XIX y XX, sus
nacionales --creyentes y no creyentes, ricos y pobres,
doctos e indoctos, políticos y seguidores-- se dejaron
seducir por teorías contrarias, y se alejaron paulatinamente
de la fórmula bíblica, y como a Israel les sobrevinieron
enormes dificultades, hasta hoy en día.
Se puede creer o no que la Biblia es un escrito inspirado
por Dios, pero como documento histórico, muchas cosas que
dice podemos comprobar todos por la experiencia, del pasado
y del presente. Suficiente y concluyente es la evidencia. Y
no se diga que esa enseñanza no es válida porque no es del
Nuevo Testamento. Cuando Jesús predicó en el Sermón del
Monte sobre la validez e integridad de los mandatos de la
Escritura “hasta la jota y la tilde más pequeñas” (Mateo 5),
se refería al Antiguo. El Nuevo no existía, tampoco cuando
Pablo (s. I dC) escribió a su joven discípulo Timoteo que no
sólo una parte sino “toda” la Escritura es inspirada por
Dios, “y útil para enseñar, redargüir, corregir, y para
instruir en justicia” (II Timoteo 3:16).
Y como observaron en los primeros siglos los Santos Padres
de Oriente y de Occidente, la Revelación es una sola e
íntegra, y los documentos hebreo y griego se explican e
interpretan el uno al otro. Por ejemplo Jesús dice “Al César
lo que es del César” (Mateo 22:21); pero esa frase implica:
“Y nada más”. No implica “¡A pagar todo impuesto!” como se
enseña hoy, en contra del principio de justicia contributiva
conforme al Antiguo Testamento.
Hasta entrado el s. XX, y sobre todo en el campo, leer la
Biblia en familia era costumbre en el norte de Europa y EEUU.
La gente repasaba sus pasajes y episodios, y comentaba y
compartía sus sabias enseñanzas, y las relacionaba con su
circunstancia cotidiana, y con el más amplio contexto social
y nacional, y aún mundial. Después que esa costumbre se
perdió, el dirigismo e intervencionismo gubernamental y el
socialismo irrumpieron. No es casualidad.
VIII. El Nuevo Testamento
Si de cualquier libro --sea o no bíblico-- se toma una
porción cualquiera fuera de su contexto propio, se puede
justificar cualquier cosa que se le antoje al exégeta. Y así
ha ocurrido con el Nuevo Testamento, torcidamente
interpretado por la cultura socialista en ciertos pasajes.
Así con el episodio de Jesús echando del Templo a latigazos
a unos mercaderes religiosos (Juan 2), no comerciantes
ordinarios. Con el joven “rico” y el “ojo de la aguja”
(Mateo 19), enseñanza que no es sobre los sistemas
económicos sino sobre la Salvación no por obras, y sobre el
Ministerio a tiempo completo. O con el de Zaqueo (Lucas 19),
que se presenta como un rico que reparte su riqueza, y es un
colector de impuestos que devuelve a la gente su dinero. O
con Ananías y Séfora (Hechos 5), culpables por mentir, no
por resistirse al comunismo.
Vale apuntar que Jesucristo no fue un líder político en su
paso por este mundo. El cristianismo no es una ideología o
credo político, ni los cristianos somos un partido. La
reforma social no está a la cabeza de nuestra Agenda. Pero
tampoco queda fuera, porque en la Biblia hay principios y
directivas sobre la sociedad, el gobierno y la economía, y
no están de adorno, ni el tiempo ha invalidado. El Evangelio
no es sólo la Buena Noticia de la Salvación; es todo el
“Evangelio del Reino de Dios” (Mateo 4:23, Marcos 1:14). Y
este Evangelio ha de prevalecer en la Creación entera,
incluyendo al ser humano individual en espíritu, alma y
cuerpo; y también las familias, la educación, la sociedad en
general y las naciones, sus gobiernos y la política.
El filósofo Vishal Mangalwadi observa una muy grave,
profunda y duradera crisis cultural y moral en todos los
países del orbe, comenzando por Europa occidental y EEUU.
Sus repercusiones en las finanzas, el comercio, el empleo y
la economía son apenas síntomas, o consecuencias tal vez.
Porque la ética del trabajo se perdió, y también el espíritu
de competir por la excelencia, la moneda sana y el comercio
libre. De igual modo faltan el respeto a la verdad, a la
propiedad y a la vida; y al pudor y a la decencia. Las
ideas, conceptos, reglas de conducta y valores perdidos,
fueron en gran parte legados cristianos a Occidente.
“Venga a nosotros tu Reino” y “Hágase tu voluntad en la
tierra” (Mateo 6:10) significa que “todos sus preceptos,
estatutos y mandamientos” (Deuteronomio 4:8) sean cumplidos;
y que no sean desobedecidos, olvidados, mal interpretados o
tergiversados. Traen normas para todas las naciones, válidas
en todo tiempo (Mateo 5:17-20). Los países cuyos
legisladores y magistrados han aplicado en el pasado los
principios bíblicos de gobierno limitado han tenido progreso
y son ricos, y los demás siguen subdesarrollados y pobres,
tal y como se anticipa en Deuteronomio 28. Y así lo
confirman también las buenas enseñanzas de las ciencias
jurídicas, políticas, económicas y sociales.
Sabemos todos los cristianos --católicos o no-- que nuestra
salvación eterna es por las obras de Cristo y no las
nuestras; es “por gracia y mediante la fe” (Efesios 2:8). Es
un regalo de Dios, incondicional como su amor y misericordia.
Para nosotros la salvación es “gratis”: ese es el Evangelio
de la Gracia; y la fe es la respuesta de aceptación
agradecida y gozosa. Pero la salvación no es el único
propósito de Dios para nosotros: también quiere nuestro
Autor que esta vida nuestra de ahora sea feliz, y eso no es
gratis; para ello las personas, las familias y las
instituciones deben ordenarse conforme a Su Voluntad,
expresada en Su Palabra, que es Ley. Para conseguir la
armonía familiar, el éxito de los negocios y el bienestar de
las naciones, se nos exige seguir confiadamente las
instrucciones del Creador, y en eso se demuestra la fe.
Sabemos que Dios hizo al hombre racional, y debe usar la
razón para entender el mundo y la sociedad. Y quiso que
tengamos dominio sobre la entera Creación (Génesis 1:28,
primer mandato dado al hombre) aprovechando la ciencia y la
técnica en el conocimiento y uso de la naturaleza, y del
raciocinio en los negocios humanos. Y Dios hizo al hombre
responsable, y por tanto libre; no es el ser humano (ni el
cristiano devoto) un títere que Él manipula desde lo alto,
sentado sobre alguna nube, mediante hilos ocultos para
responder de modo mecánico y determinista a sus
incomprensibles designios. El hombre puede aceptar a Dios o
rechazarle; la soberanía divina no niega su libertad, ni
anula su responsabilidad como ser moral. Y los gobernantes
pueden desobedecer a Dios; y de hecho lo hacen: los sistemas
de gobierno e instituciones se edifican totalmente de
espaldas a la Palabra de Dios. Por eso fracasan, causando
graves sufrimientos, no queridos por Dios.
Dios ha delegado autoridad. Los maridos la tienen sobre las
esposas, los padres sobre los hijos, los oficiales sobre los
soldados, los maestros sobre los alumnos, y los gobernantes
sobre los ciudadanos. Y “toda autoridad viene de Dios” (Juan
19:11); pero no para abusar, sino para cumplir sus funciones
propias ordenadas. Por eso todo poder humano debe sujetarse
a lo que Dios quiere y dice en Su Palabra, y ninguno es
autónomo o absoluto. Inteligencia, voluntad y libertad son
dones de Dios al hombre y por eso “inalienables”. No es
incondicional y ciega la obediencia que a las autoridades se
les debe.
Dios puede y quiere sanar a las naciones, y lo ha hecho
muchas veces; pero han de reformarse. No de cualquier manera,
como a la gente se le ocurre. No con ciencias sociales
equivocadas, ni siquiera con exégesis o teologías
equivocadas. Ni se requiere que el 100 % sus habitantes sean
cristianos, o buenos cristianos, o lo sean sus gobernantes.
Es como Dios dice: con oración confiada de los creyentes,
pero acompañada de arrepentimiento y enmienda, y regresando
los pueblos de los “malos caminos” (II Crónicas 7:14)
mediante reformas; de otro modo, las oraciones de los fieles
no son atendidas (I Samuel 8:18).
Y Dios quiere que los cristianos expliquemos a todos el
Evangelio del Reino; eso es ser “sal de la tierra” y “luz
del mundo” (Mateo 5:13-16). Predicando las normas del Reino,
declaradas en el Nuevo Testamento y también en el Antiguo
(Mateo 5:17-20). Lo cual implica que si hay mucho desorden,
crimen, inseguridad, impunidad, pobreza o miseria,
ignorancia, desempleo, injusticia, despotismo y corrupción…
la responsabilidad es nuestra, al menos en parte. En algo
hemos fallado, nosotros, los cristianos.
En el s. XIX el socialismo era argumental y persuasivo:
quería convencer. Sus adeptos escribían gruesos volúmenes
repletos de teorías económicas, como “El Capital”. En ese
tiempo Frederic Bastiat dio la respuesta adecuada, aunque en
panfletos breves, concisos y contundentes. Así demolió
intelectualmente sus argumentos; pero a ello no se limitó:
hizo campaña electoral y fue diputado. Después llegaron
Menger, Wieser y Bohm-Bawerk a redactar sus gruesos tomos.
En el s. XX Mises amplió y perfeccionó las tesis de la
Escuela austriana, demostrando que el socialismo es inviable,
pero no en el sentido de no serle posible el imponerse --de
hecho se había impuesto sobre más de la mitad de la
superficie del globo-- sino el cumplir sus propósitos
declarados. Pero ya esa respuesta no fue suficiente. Porque
cuando las izquierdas pierden las discusiones, entonces
llaman a elecciones, y se imponen por la vía política; y
cuando pierden las votaciones, entonces sacan las municiones,
y las pistolas. Así el desafío socialista pasa del frente
académico al político, y después al militar. No tiene mucho
caso tomar a valor facial sus propósitos declarados: son
mentirosos.
En el s. XXI no podemos seguir con la discusión sobre la
viabilidad del socialismo. ¡Por supuesto que es viable! …la
cuestión es como siempre ¿a qué costos? Y sobre todo ¿cómo y
por cuáles medios? Y sucede que en nuestro s. XXI las
izquierdas se imponen principalmente por la vía de la
religión, falsificando el cristianismo con fines políticos
(e igualmente otras confesiones), y forjando más y más de
aquellas “religiones políticas” denunciadas tan lúcidamente
por el Prof. Eric Voegelin en 1938. El guante está echado.
Hay que recogerlo.
(*) Abogado y Politólogo, Maestro Bíblico, autor del libro
“Las leyes malas” (Guatemala, Artemis Edinter, 2009)