Paul
Johnson
Cualquier
otra cosa que la reelección de Bush haya significado, sin duda ha sido
una bofetada en el rostro de la intelectualidad. Como un enloquecido
Kappelmeister frente a un órgano de pesadilla, han querido interpretar
una gloria in excelsis y les ha salido una marcha fúnebre. En EEUU,
todos, sin excepción, salieron al combate, desde el decrépito Chomsky
hasta ese cineasta que parece un enorme cheeseburger. En Alemania, la
izquierda de Heidegger marchó unánime y a paso de ganso. En Francia,
los seguidores de Derrida se fueron a las barricadas. Aquí en
Inglaterra, desfilaron los sospechosos de siempre, desde los mohosos
profesores de Oxford hasta los dramaturgos del sector público, con los
novelistas escupiendo su rabia como euménides. ¡Que furia y que odio!
¿Por qué
son tan impotentes los intelectuales de hoy? No siempre fue así. El
término mismo, por supuesto, es francés y se remonta al caso Dreyfus,
probablemente al año 1895. Ciertamente que no se puede encontrar en el
diccionario Littré de 1877. Maurice Paleologue, en su Journal de
l’Affaire Dreyfus (1955), recuerda una noche de frenéticas discusiones
el 15 de enero de 1898, dos días después de que Zola publicara su
sensacional carta, J’Accuse: “¡Firmen esta petición que se está
circulando entre los Intelectuales!” El mismo hecho de que esta palabra
de “intelectuales,” recién creada, designara, como si fuera una
aristocracia, a individuos que viven en laboratorios y bibliotecas,
proclama una de las excentricidades más ridículas de nuestro tiempo: la
pretensión de elevar a escritores, científicos, profesores y filólogos
al nivel de superhombres. Poco después, Albert Réville, en su panfleto
Les étapes d’un intellectuel (1898), proclamaba fieramente, ‘Usemos esta
palabra puesto que ha sido consagrada’. Le Temps se ocupó de hacerlo ese
mismo invierno, publicando una carta abierta de Jean Psichari, exigiendo
‘el derecho de los intelectuales’ a intervenir activamente en política.
Le Temps usó el término repetidamente ese mismo invierno, y ¡para el
verano ya era una parte explosiva del lenguaje! Y los intelectuales
ganaron su primera gran batalla, lo que los unió, ayudados por el hecho
de que Dreyfus era inocente. Por otra parte eran hombres de talento, en
algunos casos genios: el mismo Zola, Anatole France, Marcel Proust,
Daniel Halevy, Clemenceau y tantos otros. Recuerdo a François Mauriac,
que había sido un joven dreyfuusard (aunque católico), diciéndome en
1953, ‘Nosotros teníamos todas las mentes de Francia luchando por su
alma.’
En EEUU
es un signo de los tiempos que su líder sea el cheeseburger ambulante.
La derecha atrae por lo menos tantas estrellas como la izquierda:
escriben en el New Criterion, National Review, Commentary y el American
Spectator, y no consideran intelectuales ni nada por el estilo. En agudo
contraste, las huestes de los actores anti-Bush son frecuentemente mal
educadas e ignorantes. Dudo mucho que cualquiera de los llamados pundits
que han estado discutiendo Irak en el Guardian haya estado nunca allí o
sepan algo de la compleja historia o de los pueblos de esa región.
Tampoco tienen la más mínima intención de ir por allí, pudiera ser
peligroso. No les importa viaja a la segura y generosa América, sin
embargo. Aunque maldicen a los EEUU y a su pueblo, les encante viajar a
New York para ir de fiesta y cobrar sus royalties. Por lo menos, los
originales intelectuales franceses estaban preparados para sacrificarse
y correr riesgos. Zola se fue al exilio (como Víctor Hugo antes de él)
y pudieran haber ido a prisión. Los antiamericanos de hoy no arriesgan
nada.
Tengo que confesar que tuve una toma de consciencia este año cuando la
revista Prospect publicó una lista de lo que llamaron ‘Los 100
intelectuales públicos más importante de Gran Bretaña’. No tenía idea de
que el campo estuviera tan desolado. Quizás la palabra ‘público’ lo
explique. Si, para calificar, una persona tiene que estar dispuesta a
exponerse a si mismo frontalmente de una manera indecente en ciertas
revistas, esto explicaría la casi total ausencia de verdadero talento.
En realidad, si no hubiera habido dos pesos pesados de la derecha para
dar la ilusión de “balance”, la lista hubiera sido ridícula. ¿Quién la
hizo? Cualquier lista alfabética que empiece con Tariq Ali no puede ser
tomada en serio. Los nombres que venían después, fundamentalmente
periodistas audaces, exhibicionistas de TV, académicos apolillados y
simples gritones, se leen como el reclamo publicitario de algún
tabloide. Cuando, hace dos décadas, escribí mi libro “Intelectuales”
(1988), los definí como ‘personas que piensan que las ideas son más
importantes que las personas’. Esta definición bien pudiera encajar en
la lista de Prospect. Nunca había oído hablar de muchos de ellos pero
los que conocía pudieran ser clasificados como escritores que odian a la
gente. En realidad, se pudiera decir que los anti-americanos entre
ellos — puesto que EEUU, más que nunca, ahora comprende a todas las
razas del mundo y es un maravilloso microcosmos de nuestro planeta —
odian a la humanidad. Algunos de ellos con su cultura de la muerte
(como la llama el Papa) indudablemente sienten así. De que estén
realmente preocupados por las ideas, sin embargo, es mucho más dudoso.
Las ideas son cosas difíciles, escurridizas y requieren poder cerebral y
habilidad literaria para poner manejarlas de manera fructífera. Algo que
he aprendido es que porque una persona sea intelectual, especialmente
“público,” no hay que suponer que sea inteligente.
La lista de Prospect fue compilado para que los lectores pudieran
escoger sus “principales intelectuales públicos.” Nunca supe quien
ganó. Una idea más fructífera que esta vulgar competencia pudiera haber
sido una encuesta histórica para averiguar si ha habido una disminución
en la calidad de los intelectuales en el último siglo. Sospecho que ha
habido una catastrófica disminución, en realidad, un verdadero colapso.
No hay que ir tan lejos como los años antes de la primera guerra
mundial, cuando el campo de la vida y las letras inglesas eran tan ricos
que parece increíble, y aún los que pudieran ser considerados
intelectuales eran un grupo asombrosamente noble y diverso (ver los
tempranos números del New Statesman, fundado en 1913). En vez de eso,
vamos a irnos a mediados de los años 30 y ver que con quien nos
encontramos. En 1935, Víctor Gollancz publicó un libro de ensayos del
príncipe Dmitri Mirsky (que murió posteriormente en el gulag de Stalin),
llamado The Intelligentsia of Great Britain. Tenía ensayos sobre George
Bernard Shaw, H.G. Wells, John Maynard Keynes, G.K. Chesterton, Bertrand
Russell, D.H. Lawrence, Aldous Huxley, Virginia Woolf, Wyndham Lewis,
Middleton Murry, Dean Inge, Sir James Jeans, Sir Arthur Eddington, E.M.
Forster, G.D.H. Cole, Lytton Strachey, T.S. Eliot y Harold Laski. ¿Toda
una lista, eh? El nivel pudiera bajar algo en uno o dos de esos
personajes, pero no hay dudas sobre la inmensidad y variedad del
talento.
De nuevo, he estado mirando una copia de Encounter, editada por Stephen
Spender y Mel Lasky, en julio de 1961, hace 43 años. ¡Qué clase de
lista! Tenemos a T.S. Eliot (¡todavía!) y Nigel Dennis, Marcus Cunliffe
y Edward Shils, C.A.R. Crosland y Theodore Draper. Malcolm Muggeridge
escribe sobre la Reina, Hugh Trevor-Roper critica las opinions de A.J.P.
Taylor sobre Hitler, y Mary McCarthy analiza las obras de teatro
americanas. Hasta las cartas eran distinguidas. Ambas listas, en
comparación con la triste letanía de Prospect, nos muestran lo evidente.
Hay un libro por escribir: La Decadencia y Caída de la Intelectualidad
Occidental. Hay una razón muy simple por la que han fracasado tan
lamentablemente en derrocar a Bush. Falta de talento.
Publicado en National Review
Traducido por AR