Todo depende de la culturaDavid Landes Max Weber tenía razón. Si algo aprendemos de la historia del
desarrollo económico es que todo depende de la cultura. Basta con
observar el comportamiento de las minorías expatriadas – los chinos
en el estado y Sudeste del Asia, los indios en el este de Africa, los
libaneses en Africa Occidental, los judíos y los calvinistas en gran
parte de Europa, los cubanos en Estados Unidos y así sucesivamente. Sin
embargo, la cultura, en el sentido de los valores y actitudes internas
que orientan a un pueblo, espanta a los académicos. Tiene un olor sulfúrico
a raza y a herencia, un aire de inmutabilidad. En privado, los
economistas y otros estudiosos de la sociedad reconocen que eso no es
verdad y, frecuentemente, saludan los ejemplos de cambio cultural
positivo al mismo tiempo que deploran los cambios negativos. Pero
aplaudir o deplorar implica la pasividad del espectador – una
incapacidad de usar el conocimiento para orientar la gente y las cosas.
El técnico preferiría cambiar las tasas de interés y de cambio,
liberar el comercio, alterar las instituciones políticas, administrar.
Por otra parte, la crítica cultural
afecta el ego, la identidad y la auto-valoración. Cuando viene de extraños,
esas críticas, aunque se hagan indirectamente y con el mayor tacto
posible, huelen a condescendencia. Los que quieren mejorar las cosas han
aprendido que es mejor abstenerse. Pero si la cultura tiene tanta importancia, ¿por qué no actúa con
consistencia? Los economistas no son los únicos en preguntarse
por qué algunos pueblos –digamos, los chinos - han sido siempre tan
poco productivos en su país y tan productivos en el exterior. Si la
cultura es tan importante, ¿por qué no pudo cambiar a China? (Deberíamos
de observar que con políticas que ahora alientan, en vez de suprimir,
el desarrollo económico, el desequilibrio entre el desempeño de los
chinos en su país y en el exterior está desapareciendo. (China
mantiene fenomenales tasas de crecimiento.) Un amigo economista, maestro en terapias económicas, resuelve esta
paradoja, ahora obsoleta, negando cualquier conexión con la cultura. La
cultura, dice, no permite pronósticos. No estoy de acuerdo. Uno hubiera
podido pronosticar el éxito económico del Japón y la Alemania de
posguerra si hubiera tomado en cuenta la cultura. Los mismo se puede
decir de Corea del sur versus Turquía y de Indonesia versus Nigeria. Por otra parte, la cultura no funciona sola. Los analistas económicos
abrigan la ilusión de que una buena razón debería de ser suficiente
pero, en realidad, los
determinantes de complejos procesos son invariablemente plurales e
interrelacionadas. Las explicaciones monocausales no funcionan. Los
mismos valores entorpecidos por el “mal gobierno” de un país pueden
encontrar oportunidad de desarrollo en otra parte, como en el caso de
China. De aquí el éxito especial de las empresas de emigrantes. Los
antiguos griegos, como siempre, tenían una palabra para eso: los metecos.
En efecto, los residentes extranjeros, eran la levadura de las
sociedades que menospreciaban el dinero y los oficios. Los que hacían
los productos y ganaban el dinero eran los extranjeros. Debido a que la cultura y el desempeño económico están vinculados,
los cambios en una influyen sobre la otra. En Tailandia, los jóvenes
capaces pasaban años de aprendizaje religioso en los monasterios
budistas. Este período de maduración era bueno para el alma y adecuado
al soñoliento ritmo de la vida económica tradicional. Eso era
entonces. Hoy, Tailandia tiene un ritmo más rápido, el comercio
prospera y los negocios llaman. Por consiguiente, los jóvenes se
espiritualizan en unas cuantas semanas – tiempo suficiente para
aprender algunas plegarias y ritos, y regresar corriendo al mundo
material. El valor relativo del tiempo ha cambiado. Uno no hubiera
podido imponer este cambio, a no ser con una revolución. Los tais han
ajustado voluntariamente sus prioridades. (Debe mencionarse, de paso,
que la minoría china encabezó el cambio.) La historia de los tai ilustra la respuesta cultural al crecimiento económico
y el aumento de las oportunidades. Lo inverso también es posible – la
cultura pude volver a cambiar contra la vida empresarial. Ahí está el
caso de los rusos. 75 años de políticas anti-mercado, anti-ganancias y
de privilegios para los bien relacionados con el gobierno,
han congelado las actitudes empresariales. Aún después de la caída
del régimen, la gente sigue temiendo las incertidumbres del mercado y
anhela el seguro tedio del empleo estatal. O simpatía por la igualdad
de la pobreza, un rasgo característico de las culturas campesinas de
todo el mundo. Como dice el chiste ruso, el campesino Iván está celoso
de su vecino Boris porque éste tiene una chiva. Se aparece un hada
madrina y le concede un solo deseo. Iván pide que se muera la chiva de
Boris. Afortunadamente, no todos los rusos piensan así. El colapso de las
prohibiciones e inhibiciones marxistas ha producido una avalancha
empresarial, lo mejor de ella vinculada a negocios con el gobierno,
algunos de ellos sucios, en gran parte producto del trabajo de minorías
no rusas (armenios, georgianos, etc.) La levadura está ahí y,
frecuentemente, la iniciativa de unos pocos espíritus empresariales es
suficiente. Mientras tanto, los viejos hábitos permanecen, la corrupción
y el crimen están rampantes y la guerra cultural está al rojo vivo. Y
las elecciones dependen de estos problemas, y nadie sabe cual será el
resultado. La teoría de la dependencia, Argentina y la
metamorfosis de Fernando Henrique Cardoso. La teoría de la dependencia era una alternativa reconfortante a las
explicaciones culturales del subdesarrollo. Los académicos
latinoamericanos y los simpatizantes del exterior explicaban el fracaso
del desarrollo de América Latina como resultado de la influencia de las
naciones industrializadas. Es bueno observar que la teoría de la
dependencia implica un estado de inferioridad en el que uno no controla
su suerte; es una situación impuesta.
Los países industrializados explotan su superioridad para
transferir producto de las economías dependientes de forma muy parecida
a como hacían los gobernantes coloniales. La explotación imperial se
transforma en explotación del imperialismo capitalista. Con todo, para poder hacer eso con naciones independientes y soberanas
hacen falta inversiones y préstamos: el simple pillaje no es una opción.
Así sucedió en Argentina, que ahorraba poco y dependía del capital
extranjero. (El principal arquitecto de la teoría de la dependencia fue
Raúl Prebisch, un economista argentino.) Algunos economistas alegan que
el capital extranjero perjudica el crecimiento; otros, que lo ayuda,
pero menos que las inversiones nacionales. Obviamente, mucho depende de
su utilización. Mientras tanto, nadie va a rehusar dinero extranjero
por razones de eficiencia. Los políticos lo quieren, y están
dispuestos a dejar que los teóricos de la dependencia se desesperen. Argentina tenía alguna gente muy rica pero “por razones que nunca se
han aclarado… siempre ha sido dependiente del capital extranjero y por
consiguiente sujeta a las naciones prestatarias en formas que
comprometen seriamente la capacidad del país de dirigir sus propios
asuntos”. Los británicos construyeron los ferrocarriles argentinos
–menos de 1,000 kilómetros en 1871, más de 12,000 kilómetros veinte
años después, pero… los construyeron para objetivos británicos… Pero, ¿cómo puede construirse uno red semejante sin desarrollar los
mercados internos? Y, de ser así, ¿de quién es la culpa? ¿Qué dice
eso del espíritu empresarial nacional? La mayoría de los argentinos no
se hacían esas preguntas. Siempre resulta más fácil echarle la culpa
al Otro. El resultado fue un antiimperialismo xenófobo, y un
autodestructivo sentido de ofensa. En el siglo XIX, un argentino
genial, Juan Bautista Alberdi, estaba preocupado por el espíritu
empresarial nacional. En 1852, escribió palabras que se anticiparon a
Max Weber en 50 años, “Hay que respetar el altar de todas las creencias. La América
Hispana, limitada al catolicismo en exclusión de todas las demás
religiones, se parece a un solitario y silencioso convento de monjas...
En América del sur, excluir a religiones diferentes es excluir a los
ingleses, a los alemanes, a los suizos, a los norteamericanos, es decir,
las mismas personas que más necesita este continente. Traerlos sin su
religión es traerlos sin el agente que los hace lo que son”. Algunos han atribuido el bajo índice de ahorros en Argentina al rápido
crecimiento de la población y a los altos índices de inmigración –
a lo que yo añadiría los malos hábitos de consumo dispendioso. En
cualquier caso, los flujos de capital extranjero dependían tanto de las
condiciones de la oferta en el exterior como de las oportunidades en la
misma Argentina. Durante la I Guerra Mundial, los británicos
necesitaron dinero y tuvieron que liquidar sus activos en el exterior.
Aunque siguieron siendo los principales acreedores de Argentina, dejaron
de jugar el papel promotor de crecimiento que habían jugado en décadas
anteriores. Los Estados Unidos recogieron parcialmente ese papel pero la
política y los ciclos económicos intervinieron negativamente.
Argentina tuvo intermitentes pero repetidas dificultades tanto por la
cantidad como por los términos del crédito y las inversiones
extranjeras. Todo esto produjo conflictos con los acreedores, y esto, a
su vez, llevó al aislacionismo – medidas restrictivas que sólo
agravaron las dificultades económicas y la dependencia. Cuando los
economistas y políticos argentinos denunciaron esas circunstancias y la
mala influencia, real o imaginada, de los intereses extranjeros, sólo
consiguieron potenciar el problema. Ciertamente que la política del
aislacionismo y las prescripciones de los dependentistas, ayudaron a
proteger a Argentina y a otros países latinoamericanos de las peores
consecuencias de la Gran Depresión. Esa es la naturaleza del
aislacionismo. Pero también la aisló de la competencia, del estímulo
y de las oportunidades del crecimiento. Los argumentos dependentistas florecieron en América Latina. Se
trasladaban bien, resonando después de la II Guerra Mundial con la
situación de las recién liberadas colonias. Los cínicos pudieran
decir que la teoría de la dependencia fue la exportación más exitosa
de América Latina. Pero ha sido mala para el esfuerzo empresarial y
mala para la moral. Al estimular una morbosa propensión a buscar los
fallos siempre en los demás y nunca en uno mismo, han promovido la
impotencia económica. Aún si
hubiera sido verdad, hubiera sido mejor ignorarla. Y, en efecto, eso es lo América Latina parece haber hecho. Hoy, todos
los países del Hemisferio Occidental, incluyendo a Cuba
(relativamente), dan la bienvenida al capital extranjero. La Argentina
ha sido un líder en esa transformación. Una ola de privatizaciones ha
desmantelado el estatismo que aconsejaba la teoría de la dependencia.
México, hogar de los dependentistas más estridentes, ha
conseguido un amplio consenso de que lo que más ayuda a sus intereses
es la relación económica más estrecha posible con Estados Unidos y
Canadá simbolizado el Tratado de Libre Comercio (NAFTA).
La oveja decidió meterse en la boca del león y parece haberse
beneficiado mucho con esa decisión. Durante años, Fernando Henrique Cardoso fue una de las primeras figuras
de la escuela dependentista de América Latina. En los años 60 y 70,
Cardoso escribió o editó unos 20 libros sobre el tema. Algunos de
ellos se convirtieron en los textos estándar que formaron a una
generación de estudiantes. Quizás el más conocido fuera Dependencia
y Desarrollo en América Latina. En su versión en inglés,
terminaba con esta profesión de fe: La verdadera batalla… es entre el elitismo
tecnocrático y una visión de la formación de una sociedad industrial
de masas que pueda ofrecer lo que es popular como específicamente
nacional y que triunfe en transformar la demanda por una economía más
desarrollada y por una sociedad democrática en un estado que exprese la
vitalidad de fuerzas verdaderamente populares, capaces de buscar formas
socialistas para la organización social del futuro. Pero, en 1993, Cardoso se convirtió en ministro de Finanzas del Brasil.
Se encontró con un país donde la inflación llegaba al 7,000 por
ciento anual. El gobierno se había vuelto tan adicto a este narcótico
económico y los brasileños tan ingeniosos en sus contramedidas
personales (los taxis usaban metros que se podían ajustar al índice de
precios, y quizás al cliente) que economistas serios le restaban
importancia a esta volatilidad con el pretexto de que la certidumbre de
la inflación era una forma de estabilidad. Esto puede haber sido verdad para los brasileños que tomaban
precauciones pero la inflación devastó el crédito internacional del
Brasil, y el país necesitaba préstamos desesperadamente. También
necesitaba comerciar y trabajar con otros países, especialmente con
esos ricos y poderosos -tradicionalmente considerados como el enemigo.
Así que Cardoso empezó a cambiar de posición. Hasta el punto que
muchos lo calificaron de pragmático. Pasadas estaban las pasiones
anticolonialistas, pasado el odio a los vínculos con el extranjero y su
implícita dependencia. Brasil no tiene opciones, dijo Cardoso. Si no se
prepara para formar parte de la economía global, “No tiene forma de
competir… No es ninguna imposición del exterior. Es una necesidad
nuestra”. Dos años después, era electo presidente. En gran medida porque le había
dado al Brasil su primera moneda fuerte en muchos años. La restauración Meiji en Japón –
contrapartida de la teoría de la dependencia Bernard Lewis observó en cierta
ocasión que “cuando la gente ve que las cosas andan mal se pueden
hacer dos preguntas. Una es, ¿Qué hemos hecho mal? Y la otra es, ¿Quién
nos ha hecho esto? La
segunda lleva a teorías de conspiraciones y paranoia. La primera lleva
a otra línea de pensamiento: ¿Cómo podemos arreglarlo?” Durante
buena parte del siglo XX, América Latina optó por teorías de
conspiraciones y paranoia. En la segunda mitad del siglo XIX, Japón se
preguntó a si mismo, “¿Cómo podemos arreglarlo?” Japón tuvo una revolución en
1867-68. El shogunato feudal fue derrocado –en realidad se colapsó
– y el control del estado regresó al emperador en Kioto. Así
terminaron 250 años de gobierno Tokugawa. Pero los japoneses
prefirieron llamarlo una restauración más bien que una revolución
porque prefieren verlo como un regreso a la normalidad. Además, las
revoluciones son para los chinos. Los chinos tienen dinastías – Japón
tiene una misma familia real que se remonta a los orígenes. Los símbolos de unidad nacional
ya estaban presentes: los ideales del orgullo nacional ya estaban
definidos. Esto ahorró muchas perturbaciones. Las revoluciones, como
las guerras civiles, pueden ser devastadoras para el orden y la
eficiencia nacional. La Restauración Meiji tuvo sus disensiones y sus
disidentes, con frecuencia violentos. Los últimos años de lo viejo y
los primeros de lo nuevo estuvieron manchados por asesinatos,
alzamientos campesinos y rebeliones reaccionarias. Aún así, en Japón
la transición fue mucho más ordenada que en las variantes francesa y
rusa. Eso se debió a dos razones: el nuevo régimen tenía la
superioridad moral e inclusive los desafectos temían darle armas y
oportunidades a un enemigo exterior. Los imperialistas extranjeros
estaban observando, listos para golpear, y las divisiones internas
hubieran sido una invitación a la intervención. Considere la historia
del imperialismo en otros lugares: las disensiones e intrigas locales
propiciaron la intervención europea en la India y pronto conseguirían
subordinar a China. En una sociedad que nunca había
admitido al extranjero, la simple presencia de occidentales era problemática.
Más de una vez, los jovencitos japoneses asaltaron a los impúdicos
extranjeros para mostrarles quien era el verdadero jefe. Pero ¿quién
era el verdadero jefe? Ante las demandas occidentales de retribuciones e
indemnizaciones, las autoridades japonesas sólo podían contemporizar
y, al hacerlo, se desacreditaban por igual ante los extranjeros y ante
los patriotas. Las pretensiones de los
extranjeros estaban en el centro mismo del problema. “¡Honrar al
emperador, expulsar a los bárbaros!” era la tersa consigna. Los jefes
del movimiento reformista, los señores de grandes feudos en Sur y el
Oeste, que habían sido enemigos, ahora se habían unido contra el
shogunato. Ganaron, y perdieron. Esto fue otra paradoja de esta revolución-restauración.
Los dirigentes pensaban que estaban regresando al pasado. En realidad,
se vieron cogidos en una ola de modernización porque era la única
forma de derrotar a los bárbaros. Los occidentales tenían las armas.
Bien, los japoneses las tendrían también.
Los japoneses abordaron la modernización con su característica
intensidad y sentido organizativo. Estaban listos para la modernización
debido a una tradición de gobierno efectivo, sus altos niveles de
instrucción, su fuerte estructura familiar, su ética laboral y su
autodisciplina, su sentido de identidad nacional. Y, sobre todo, por su
sentido de superioridad. Ese es el centro de todo: los japoneses sabían que eran superiores, y porque lo sabían, eran capaces de
reconocer la superioridad de otros. Construyendo sobre medidas
anteriores de Tokugawa, contrataron expertos y técnicos extranjeros
mientras enviaban agentes japoneses al exterior para dar testimonio del
estilo de vida europeo y americano. Esta vasta recopilación de
información era la base de las opciones tomadas luego con cuidadosa y
flexible consideración de ventajas comparativas. Así el primer modelo
fue el ejército francés pero, cuando Prusia derrotó a Francia en
1870-71, los japoneses decidieron que Alemania tenía más que ofrecer.
Un cambio similar se produjo a la hora de escoger entre los códigos y
la practica legal de Francia y de Alemania. No se perdió ninguna oportunidad de aprender. En octubre de 1871, una
delegación japonesa de alto nivel que incluía a Okubo Toshimichi viajó
a Estados Unidos y Europa, visitando fabricas y fundiciones, astilleros
y armerías, ferrocarriles y canales. Regresaron en septiembre de 1873,
casi dos años después, cargados de información y “llenos de
ardiente entusiasmo” por las reformas. La experiencia directa de la
dirección reformista japonesa representó toda la diferencia. Viajando
en un tren británico, Okubo confesó que, antes de salir de Japón, había
pensado que su trabajo estaba hecho: La autoridad imperial restaurada,
el feudalismo sustituido por un gobierno central. Pero ahora comprendía
que las grandes tareas realmente estaban por delante. Japón no podía
compararse con “las potencias más progresivas del mundo”.
Inglaterra en particular ofrecía una lección en desarrollo. Había
sido una nación pequeña e insular – como Japón – que había
optado por una política sistemática de desarrollo. Las Leyes de
Navegación habían sido decisivas para llevar la marina mercante a una
posición de hegemonía mundial. Hasta que Gran Bretaña no alcanzó la
hegemonía industrial no sustituyó el proteccionismo por el laissez
faire. (Adam Smith hubiera estado de acuerdo.) Por supuesto, Japón no iba a tener la autonomía comercial que la
Inglaterra del siglo XVII había disfrutado. Aquí, sin embargo, el
ejemplo alemán era pertinente. Alemania, como Japón, sólo
recientemente había conseguido una
difícil unificación. Alemania, como Japón, había empezado en
una posición de inferioridad económica y, sin embargo, ¡cómo había
progresado! Okubo estaba muy impresionado con los alemanes que había
conocido. Los encontró ahorradores, trabajadores, modestos. Y encontró
a sus dirigentes políticos realistas y pragmáticos. Hay que
concentrarse, decían, en el desarrollo del poderío nacional. Eran los
mercantilistas del siglo XIX. Okubo regresó, y le dio una orientación
alemana a la burocracia japonesa. Primero vinieron las tareas gubernamentales ordinarias: un servicio
postal, un nuevo horario, la educación pública (para niños y niñas),
servicio militar obligatorio. La escolarización general difundía el
conocimiento, para eso son las escuelas. Pero también inculcaba
disciplina, obediencia, puntualidad y una respeto religioso por el
emperador. Eso era esencial para el desarrollo de una identidad nacional
que trascendiera las lealtades parroquiales del shogunato feudal. El ejército
y la marina terminaban la faena. Bajo la identidad del uniforme y la
disciplina, el servicio militar obligatorio borraba las distinciones de
clases y regionales. Estimulaba el orgullo nacional y democratizaba las
violentas virtudes viriles –y también terminaba con el monopolio
samurai de las armas. Mientras tanto, el estado y la sociedad seguían en el negocio de los
negocios: cómo fabricar cosas a máquina, cómo hacer más sin máquinas,
como mover las mercancías, cómo competir con los productores
extranjeros. No era fácil. A los productores industriales europeos le
había llevado un siglo. Japón tenía prisa. Para empezar, el país construyó sobre la base de industrias con las
que estaba familiarizado – la manufactura de seda y algodón en
particular pero también el procesamiento de productos alimentarios
inmunes a la imitación extranjera: sake, miso, salsa de soya. De 1877 a
1900 – la primera generación de la industrialización – los
alimentos representaron 40 por ciento del crecimiento, los textiles el
35 por ciento. En síntesis, los japoneses buscaron la ventaja
comparativa en vez de dejarse seducir por los encantos de la industria
pesada. Gran parte de esto fue en pequeña escala: molinos algodoneros
de 2,000 telares (contra 10,000 y más en Europa occidental); ruedas de
agua de madera que estaban generaciones por detrás de la tecnología
europea; minas de carbón cuyas tortuosos vetas y cestos arrastrados a
mano hacían parecer las viejas minas inglesas como balnearios
recreativos. La habitual explicación de los economistas por esta inversión del
estilo del copiador tardío (lo último es siempre lo mejor) es la falta
de capital: escasos recursos personales, falta de bancos de inversión.
En realidad, algunos comerciantes japoneses habían acumulado grandes
fortunas, y el estado estaba listo para construir y subsidiar fábricas.
Como lo hizo, en efecto. Pero el largo camino a la paridad no necesitaba
tanto dinero como gente – gente de imaginación e iniciativa, gente
que comprendiera la economía de la escala, gente que no sólo conociera
de máquinas y métodos de producción sino también de organización.
El capital vendría detrás así como el crecimiento. Los japoneses determinaron ir más allá de los bienes de consumo. Si
iban a tener una economía moderna, tenían que aprender a hacer el
trabajo pesado: construir maquinarias y motores, barcos y locomotoras,
ferrocarriles, puertos, astilleros. En este terreno, el gobierno jugó
un papel crítico financiando reconocimiento en el exterior, trayendo
expertos extranjeros, construyendo instalaciones y subsidiando empresas
comerciales conjuntas. Pero más importantes fueron el talento y la
determinación de los patriotas japoneses, listos a cambiar de carrera
en interés de la nación, y la calidad de los trabajadores japoneses,
especialmente de los artesanos, con habilidades y actitudes formadas en
el trabajo en equipo y el hábito de una rigurosa supervisión. Japón se desplazó a la segunda revolución industrial con una rapidez
que desmentía su inexperiencia. La tradicional historia de la rápida y
exitosa industrialización
japonesa está llena de admiración y elogios - aunque algo mitigados
por el intenso nacionalismo que la acompañó – la implacable presión
que le dio al proceso de desarrollo significado y urgencia. Este fue el
primer país no occidental en industrializarse, y sigue siendo un
ejemplo para los que hoy están acometiendo la tarea. Otros países
enviaron a sus jóvenes al exterior para aprender, y los perdieron. Los
expatriados japoneses regresaron a su patria. Otros países importaban técnicos
extranjeros para enseñar a sus propios estudiantes. Los japoneses, en
gran medida, se enseñaron a sí mismos. Otros países importaron
equipos extranjeros y trataron de aprovecharlos de la mejor manera
posible. Los japoneses los modificaron, los hicieron mejores, los
hicieron ellos mismos. Es posible que los japoneses caigan mal en otros
países pero todos los envidian y admiran. La explicación está, en gran medida, en el intenso sentimiento de
responsabilidad de grupo. Un trabajador indolente y satisfecho con su
mediocridad no sólo se estaría perjudicando él mismo sino también a
su familia. Y la nación – no se puede olvidar la nación. La mayoría
de los campesinos y obreros japoneses no se sentían así – bajo
Tokugawa, apenas si tenían el concepto de nación. Esta fue la
principal tarea del estado imperial: inculcar en sus súbditos un
sentido de deber en relación con el emperador, y con el país. Y
vincular este patriotismo con el trabajo. Una gran parte del tiempo en
la escuela se dedicaba al estudio de la ética. En un país sin
instrucción religiosa regular, la escuela era el templo de la virtud y
la moralidad. Como planteaba un texto de 1930: “La forma más fácil
de practicar el patriotismo es disciplinarse en la vida diaria, ayudar a
mantener el orden y la limpieza en la casa, y cumplir plenamente con
nuestras responsabilidades en el centro de trabajo’’. Y también
ahorrar y no desperdiciar. He aquí la versión japonesa de la ética protestante del trabajo.
Junto con las iniciativas gubernamentales y con un compromiso colectivo
con la modernización, esta ética laboral hizo posible el llamado
milagro económico japonés. Cualquier comprensión seria de los logros
japoneses tiene que basarse en este fenómeno de un capital humano
culturalmente determinado. Sobre Weber
Max Weber, que empezó como historiador del mundo antiguo pero se
desarrolló en un prodigio de los estudios sociales, publicó en
1904-1905 uno de los ensayos más influyentes y provocativos que se
hayan hecho nunca: “La Etica Protestante y el Espíritu del
Capitalismo”. Su tesis era que el protestantismo – y más específicamente
sus ramas calvinistas – promovió el ascenso del capitalismo, esto es,
del capitalismo industrial que él conoció en su Alemania natal. El
protestantismo hizo esto, dijo, no relajando o aboliendo los aspectos de
la fe católica que habían obstaculizado la libre actividad económica
(la prohibición de la usura, por ejemplo) ni tampoco por alentar, no ya
digamos inventar, la búsqueda de la riqueza sino por definir y
sancionar una ética del comportamiento diario que conduce al éxito
económico. El protestantismo calvinista, dijo Weber, lo hizo inicialmente al
afirmar la doctrina de la predestinación. Uno no puede ganar la salvación
ni por la fe ni por las buenas acciones. Esa cuestión ha sido decidida
para cada uno de nosotros desde el inicio de los tiempos, y nada puede
alterar ese destino. Semejante creencia hubiera podido alentar fácilmente una actitud
fatalista. Si la fe y el comportamiento no representan ninguna
diferencia, ¿por qué no dedicarse a disfrutar? Porque, según los
calvinistas, ser bueno era una signo plausible de elección. Cualquiera
puede ser elegido pero era razonable suponer que la mayoría de los
elegidos mostrarían, por su carácter y su estilo de vida, la calidad
de sus almas y la naturaleza de su destino. Esta reafirmación implícita
era un poderoso incentivo para el pensamiento y la conducta justos. Y
aunque una creencia dura en la predestinación no duró más que una
generación o dos (no es el tipo de dogma que tiene un atractivo
duradero), fue eventualmente convertida en un código secular de
conducta: trabajo duro, honestidad, seriedad, ahorro de dinero y de
tiempo. Todos estos valores ayudaban a los negocios y a la acumulación de
capital, pero Weber subrayó que un buen calvinista no amaba las
riquezas. (Fácilmente hubiera podido creer, sin embargo, que las
riquezas eran un signo de favor divino.) Europa no tuvo que esperar por
la Reforma para encontrar gente que quisiera hacerse rica. Lo que
subraya Weber es que el protestantismo produjo un nuevo tipo de
empresario, al que le gustaba trabajar y vivir de cierta forma. Era la forma
lo que importaba, y las riquezas, en el mejor de los casos, eran sólo
un subproducto. Sólo fue mucho más tarde cuando la ética protestante
degeneró en un grupo de máximas para el éxito material y sermones
sobre las virtudes de la riqueza. La tesis de Weber dio origen a todo tipo de refutaciones. El mismo tipo
de controversia ha producido la tesis del sociólogo Rober K.Merton que
alega que existe un vínculo directo entre el protestantismo y el
surgimiento de la ciencia moderna. En realidad, es justo decir que la
mayoría de los historiadores de hoy consideran inaceptable la tesis de
Weber. Yo no estoy de acuerdo. Ni en el nivel empírico, donde los expedientes
muestran que los comerciantes y fabricantes protestantes jugaron un
papel dirigente en el comercio, la banca y la industria. Ni en el orden
teórico. El centro del problema reside, en realidad, en la formación
de un hombre nuevo – racional, ordenado, diligente, productivo. Esas
virtudes, aunque no eran nuevas, tampoco eran comunes. El protestantismo
las generalizó entre sus seguidores, que se juzgaban mutuamente según
estos estándares. Dos características especiales de los protestantes reflejan y confirman
este vínculo. La primer es el énfasis en la instrucción y el
conocimiento, para las niñas y no sólo los niños. Eso fue un
subproducto de la lectura de la Biblia. Se esperaba que los buenos
protestantes leyeran la Biblia ellos mismos (los católicos eran
catequizados pero no tenían que leer, y se desalentaba que leyeran la
Biblia.) El resultado fue un mayor nivel de instrucción de generación
en generación. Las madres
letradas son importantes. La segunda fue la importancia que se le daba al tiempo. Aquí tenemos lo
que los sociólogos llamarían ‘pruebas secundarias’’: la
fabricación y compra venta de relojes. Inclusive en área católicas
como Francia y Bavaria, la mayoría de los relojeros eran protestantes.
Y el uso de estos instrumentos de medida del tiempo y su difusión a las
áreas rurales estaba mucho más avanzado en Gran Bretaña y Holanda que
en los países católicos. Nada testimonia tanto la urbanización de una
sociedad rural como la sensibilidad al tiempo, con todo lo que esto
significa para la difusión de valores y gustos. Esto no quiere decir que “tipo ideal” de capitalismo de Weber sólo
puede hallarse entre los calvinistas y sus sectarios sucesores. Gente de
todas las denominaciones y de ninguna puede llegar a ser racional,
diligente, ordenada, productiva, limpia y triste. Y no tiene por que ser
empresarios. Uno puede encontrar estas cualidades en todas las áreas de
la vida. El argumento de Weber, como yo lo entiendo, es que en el norte
de Europa, en los siglos XVI al XVIII, la religión alentó la aparición
de un gran número de personas de un tipo que, anteriormente, sólo había
sido excepcional. Y que este tipo creaba una nueva economía, un nuevo
modo de producción, que conocemos como capitalismo (industrial). La historia nos dice que las más exitosas curas para la pobreza vienen
de adentro. La ayuda exterior, como la riqueza fácil (digamos, el petróleo),
puede ayudar pero también puede perjudicar. Puede desalentar el
esfuerzo y sembrar un sentido de incapacidad. Como dice el refrán
africano, la mano que recibe siempre está debajo de la que da. Lo que
cuenta es el trabajo, el ahorro, la honestidad, la paciencia, la
tenacidad. Para las personas angustiadas por la miseria y el hambre,
esto pude convertirse en indiferencia egoísta. Pero, en el fondo, nada
proporciona tanta fuerza como la que generamos nosotros mismos. Todo esto puedo parecer una colección de clichés – el tipo de
lecciones que se acostumbraba aprender en la casa y en la escuela cuando
los padres y los maestros pensaban que su misión era criar y hacer
ascender a sus hijos. Hoy, a muchos les parecen vulgaridades. Pero ¿por
qué va ser obsoleta la sabiduría? Vivimos en una época de postres.
Queremos que todo sea dulce, demasiados de nosotros trabajamos para
vivir, y vivimos para ser felices. No hay nada de malo en eso, pero no
promueve una alta productividad. ¿Quiere alta productividad? Entonces
tiene que vivir para trabajar y conseguir la felicidad como un
subproducto. No es fácil. La gente que vive para trabajar forma una elite pequeña y
afortunada. Pero es una elite abierta para los recién llegados, el tipo
de gente que enfatiza lo positivo. En este mundo, los optimistas ganan.
No porque siempre tengan razón sino porque son positivos. Aún cuando
estén equivocados, son positivos. Y ese es el camino de la mejoría y
del éxito. El optimismo inteligente paga. El pesimismo sólo puede
ofrecer el triste consuelo de haber tenido razón. David
S.Landes es Profesor Emérito de la Universidad de Harvard, y autor de
La Riqueza y Pobreza de las Naciones, porque algunos son tan ricos y
otros tan pobres. Traducido
por AR |
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