En defensa del neoliberalismo

 

La destrucción creativa

 

Una historia de las transiciones: ¿Qué efectos tuvo introducir islotes de economía de mercado en el aparato estatal para 'preservar' los beneficios sociales?

Juan F. Benemelis

Las realidades que emergieron en todo el proceso de transición euroasiático han sido la desintegración de imperios, la fragilidad de fronteras, la desindustrialización, la fuga de capitales, las diásporas, las fórmulas "cleptocráticas", los capitalismos mafiosos, las inflaciones desbocadas y las nomenclaturas reconvertidas. Según el escritor francés Alain Minc, la clase económica más importante que ha surgido de las cenizas del mundo comunista ha sido la de los mafiosos. Con el advenimiento de la perestroika, muchos jerarcas locales se apoyaron en los grupos mafiosos del Asia Central o de georgianos para expandir sus negocios ilícitos por todo el país. En el parlance soviético, el término mafia representaba un estatus de la sociedad que incluía a poderosos miembros del partido y del gobierno, directores económicos y elementos criminales.

En las ciudades importantes, la liberalización económica de la transición representó un aumento en los niveles de criminalidad, consumo de drogas y de la violencia del crimen organizado, donde los extranjeros eran tenidos como el blanco preferido.

Las bandas, integradas por veteranos de la guerra en Afganistán, púgiles inservibles y elementos marginales, dispondrían de armas automáticas compradas o robadas a fuentes militares, operarían en los barrios selectos de extranjeros, periodistas, diplomáticos y, en el interior, en las cooperativas agropecuarias. Ciudades como Tashkent, Kazán y Dnepropetrovsk quedaron prácticamente sometidas a estas redes criminales, que mostraban un marcado interés por sabotear la reconstrucción económica, ya que las posibilidades del mercado libre hacían obsoletas las actividades del mercado negro.

La causa cardinal de los aprietos económicos de la ex Unión Soviética era el sistema centralizado de plan y la militarización de la economía, que forzaba las energías de la nación hacia un grupo selecto de prioridades. La noción de poseer un solo plan para una economía de dimensión continental reflejaba una utopía impracticable, al disponer sólo de dispositivos de chimeneas en medio de un mundo en explosión electrónica y de millones de variedades de productos modernos.

Buscando remozar el sistema económico y liberar las manos de los administradores, la perestroika se tropezó con la resistencia de una burocracia atrincherada en los organismos centrales, que no tenía intención de ceder poder y que paralizó y saboteó el ambicioso manifiesto económico de 1987.

El fetiche de Gorbachev

Era de esperar que un político avezado como Gorbachev anticipara tal resistencia a una reforma liberal que, por definición, reducía el poder burocrático. Así fue como falló, lastimosamente, el paso crucial de quebrar el poder de la burocracia a favor de una administración que funcionara en un mercado mayorista de precios liberados, para consumar la reforma económica, mejorar la producción y operar con ganancias.

La perestroika de Gorbachev no comenzó en la agricultura, como la reforma de Deng Xiaoping. A diferencia del pragmatismo chino, que para la década de los ochenta había descolectivizado todas las comunas, el movimiento soviético hacia esa dirección sería muy lento. El epicentro del enigma consistía en una dificultad macroeconómica provocada por el mismo Gorbachev, quien rechazaba la estrategia china a favor del consumismo y se adhería al convencional criterio estalinista de que la clave del desarrollo residía en la producción de maquinarias (con afectación del consumo).

El fetiche con el maquinismo industrial se reflejaba en la inversión de capital, presupuestada para la construcción de fábricas y maquinarias, especialmente en las industrias de maquinaria y pesada. Esta errónea respuesta a la crisis soviética, que llevó al abismo a Gorbachev, impidió que se destinase el grueso de las inversiones a la renovación del obsoleto (aproximadamente un 66%) parque de maquinarias del país.

El mayor aprieto de Gorbachev era que nadie en la Unión Soviética tenía una idea cabal de cómo transformar una economía comandita de plan central, con énfasis en la industria pesada, en una economía descentralizada de mercado. La paradoja consistía en que la Unión Soviética era demasiado extensa, el tipo de reformas que se contemplaban eran complejas en extremo y la población en cuestión era extremadamente elevada.

Los miembros de la nomenclatura se tornaron en un obstáculo serio a la reforma y, para que ésta se aplicase, era necesario que la misma perdiera sus posiciones y privilegios. Gorbachev les pedía el suicidio como clase y la entrega de sus poderes y prerrogativas.

La bien intencionada, pero calamitosa estrategia de Gorbachev, fue suficiente para suprimir cualquier perspectiva económica viable. El rechazo hacia la macroeconomía y la concepción pedestre de que lo substancial era la planificación, permitieron que el ignorado déficit presupuestario creciera en magnitud tal, que sería capaz de desatar fuerzas que atentarían contra el normal funcionamiento del sistema económico nacional. Para 1990, cuando ya no había solución, los reformistas soviéticos se percataron de que la macroeconomía y el déficit presupuestario tenían significación.

Una visión simplista del mercado

La planificación centralizada y la rigidez doctrinal ante las fuerzas del mercado reforzaban el estancamiento del bloque comunista. Pero la primera gran preocupación en esta revolución democrática de Europa del Este fue de índole política; no fue hasta que el Partido Comunista abandonó, a la fuerza, su rol monopartidista y el gobierno se legitimó por las urnas que el programa de reformas pudo ser implantado.

Las fórmulas aplicadas a las transiciones respondían a la visión que sobre el desarrollo se generalizó en los círculos bolsistas norteamericanos de la década de los ochenta (el Reaganomics). Se consideraba que los resortes del crecimiento económico eran estabilizar, "desregular" y fomentar la iniciativa privada. Se juzgaba que las reformas debían implantarse sin demora y se esperaba que los cambios sistémicos se produjeran de manera maquinal, al calor de las disposiciones del mercado.

En el primer período de la transición primó esta visión simplista de un capitalismo no regulado, en el cual se esperaba que el mercado, de manera mágica, resolviese todos los problemas sociales, y el Estado dejase de incidir en la sociedad civil. La idea predominante era que las reformas de la transición crearían con rapidez, y sin complicaciones, una sociedad democrática eficiente, con una economía de mercado funcionando como una maquinaria engrasada.

Los iniciadores de la transición y sus consejeros internacionales pensaban, ingenuamente, que el mercado interno, regulador de toda la economía, se gestaría con rapidez y que las líneas de producción ineficientes de las empresas estatales, que enfrentaban un valor añadido negativo por la inflación y los nuevos precios, se reemplazarían automáticamente por otras más eficientes de la esfera privada.

Se estimaba que el desempleo y el descenso en los niveles de vida, la desaparición del empleo fijo y la reducción de los beneficios sociales básicos, no sólo resultaban temporales, sino índices de la "purificación" de todo aquello que lastraba la eficiencia, la catalogada "destrucción creativa". Se consideraba que el mercado, por sí mismo, redistribuiría la fuerza laboral hacia los oficios más provechosos, eliminando la desproporción en la distribución del capital y la bonanza.

La transición se enfrentaría con tres escollos simultáneos: el político, el territorial-nacional y el económico. En la escena política las situaciones conflictivas institucionales harían evidente la debilidad intrínseca de la ideología marxista que señoreaba este espacio. El factor territorial traería nuevamente al escenario los conflictos locales, la etnicidad y el chauvinismo nacional. En el campo económico, estas emergentes estructuras sociales lidiaron con la desigualdad, los inevitables costes sociales de las reformas, la competitividad del mercado, los problemas medioambientales y el dilema del amparo social a los excluidos y desamparados.

Modelos opuestos y experimentos híbridos

Los modelos económicos de la transición pueden enmarcarse así en dos grandes grupos. Los que han tratado de remodelar la economía de plan estableciendo la vía estatal, como la etapa de la perestroika de Gorbachev y los casos de China y Vietnam, cuyas intenciones eran introducir, progresivamente, la economía de mercado manteniendo el poder político en manos del partido comunista. Y el segundo grupo, que establecería un corte total con la economía de plan, promovería el mercado y sus instituciones y separaría el Estado de la economía.

El meollo de la discusión en las transiciones se ha centrado en cuál es el modelo más apropiado a seguir, si la terapia de choque a lo Václav Klaus o una fórmula gradual a lo húngaro, con un programa de reformas menos impetuoso. En el orden económico, las terapias de choque, al final no han avanzado mucho más que las reformas gradualistas.

En las transiciones, los intentos de que operara la economía con modelos opuestos (un sector estatal y un sector privado) y de forma paralela, han fracasado en todos los países que lo han intentado, pues siempre se tropieza con la imposibilidad de regular la economía nacional como un conjunto, con instrumentos que se corresponden sólo a una de sus partes.

El mercado, al igual que la economía centralizada de plan, es un fenómeno orgánico con una vasta infraestructura que implica la distribución mayorista, una política monetaria y fiscal, un presupuesto balanceado, así como un número elevado de instituciones complejas y sofisticadas de créditos, seguros y reaseguros.

El error ha radicado en experimentar con híbridos; en ir introduciendo islotes de economía de mercado en el vasto océano de la economía estatal, bajo la premisa de preservar los beneficios sociales de la población. La inauguración de una red de tiendas minoristas no crea un mercado. Con un vasto sector estatal es imposible establecer una política salarial y de precios consecuente, ni regular la inflación o la balanza de pagos.

Con un amplio sector privado no puede plasmarse para el sector estatal una planificación de la producción y una distribución programada de los insumos. Aun en países como Polonia, donde la economía de mercado resultaba el objetivo, está llevando un gran tiempo desarrollar el mercado en toda su complejidad.

Estado y sociedad: la mancha imprecisa

La transición ha caminado con fuertes tropiezos, sobre todo por el desproporcionado énfasis en el equilibrio macroeconómico y el olvido de la esfera microeconómica, al punto que aún muchos países no han superado la recesión económica. Por lo pronto, se reconoció que era imposible aplicar como "terapia de choque" la política monetaria, debido al carácter fragmentario y débil de las estructuras institucionales.

Hay un número de reformas económicas a las cuales los éxitos y fracasos de las transiciones conceden carácter de prerrequisitos para la transformación exitosa del comunismo. No importa el método, ni todas tienen que coincidir temporalmente, pues lo determinante es que deben converger en el objetivo. Una prioridad clave de la transición fue la creación de un mercado mayorista y de la banca privada. Asimismo, los presupuestos balanceados y aplicados estrictamente permitieron extirpar con más facilidad los subsidios, y desmontar las fábricas y granjas no rentables.

Estos pasos, unido a los cortes en los gastos militares, en muchos casos redujeron el déficit presupuestario y regularon los gastos gubernamentales. Para mantener el balance entre oferta y demanda y para eliminar los subsidios estatales, fue necesario introducir una política flexible de precios.

La transición en Europa del Este aún no ha logrado escindir, definitivamente, el Estado de la sociedad. Los medios básicos estatales no han sido privatizados del todo y la economía privada lucha por su preeminencia. Existe una mancha imprecisa entre Estado y sociedad y entre economía privada y estatal, como resultado del lucro indebido del patrimonio nacional por parte de la esfera privada, controlada por la clientela política.