En defensa del neoliberalismo

 

La enfermedad de Occidente

 

Victor Davis Hanson

Al observar una serie de editoriales contra Estados Unidos tanto aquí como en el exterior tras la captura de Saddam Hussein, estuve reflexionando sobre el verdadero historial de estos últimos dos años. En 24 meses, Estados Unidos derrotó a dos de los regimenes más odiosos de la historia reciente. Pese a los sufrimientos que ha costado, se ha logrado un considerable progreso en lo impensable: crear un gobierno democrático en el corazón del Medio Oriente autocrático, donde no se conoce otra cosa que tiranía, teocracia y dictaduras.

Liberar a 50 millones de personas de la opresión de los talibanes y de Saddam Hussein ha costado la vida, hasta ahora, de menos de 500 soldados, algunos de los cuales han muerto precisamente porque libraban una guerra que trataba de minimizar no sólo las bajas civiles sino hasta las de los combatientes enemigos. En contra de las invectivas de los intelectuales occidentales, los pecados militares de EEUU hasta muy recientemente han sido de omisión – preferir no disparar contra los que estaban saqueando o dar caza y matar insurgentes – más que de brutal acción. Mientras EEUU estaba librando esas guerras sucesivas a unas 7,000 millas de sus fronteras, también estaba evitando otro ataque terrorista de la escala del 9/11 y elaborando una política de contención contra Corea del Norte y también contra Irán, que pronto tendrá armas nucleares.

Así que por cualquier standard de comparación histórica, estos dos últimos y difíciles años, pese a reveses y frustraciones, representan un formidable éxito militar. Sin embargo, nadie puede discernir ni siquiera el más mínimo reconocimiento de estos éxitos por partes de nuestros dirigentes demócratas. Al Gore calificó la liberación de Irak como un pantano y, de manera realmente absurda, como el peor error en la historia de la política exterior de EEUU. Howard Dean, todavía más delirante, sugirió que el presidente de Estados Unidos pudiera haber sabido con anticipación del ataque del 9/11. La mayoría de los americanos ahora se estremece al pensar que el primero hubiera podido ser presidente en este tiempo de crisis, y que el segundo todavía pudiera serlo.

Con frecuencia, escritores americanos y europeos se hacen eco de la furia de Gore y Dean. Por ejemplo, el día de la captura de Saddam Hussein, uno podía leer en International Herald Tribune la reimpresión de una columna de Paul Krugman, el profesor de Princeton. En la misma afirmaba: “El final, la doctrina de Bush basada en delirios de grandeza sobre la capacidad de EEUU de dominar el mundo por la fuerza – va a colapsar. Lo que acabamos de saber es cuan duro y cuan sucio están dispuestos a luchar los proponentes de esa doctrina contra lo inevitable.’’ Aparentemente, Krugman estaba enfurecido porque los dólares de los contribuyentes americanos iban a usarse para contratar compañías americanas y de la coalición para la reconstrucción de Irak más bien que para pagar a empresas extranjeras cuyos gobiernos se habían opuesto al derrocamiento de Saddam Hussein. ¿”Duro y sucio”?

En la misma página, Bob Herbert aseguraba a su público extranjero que “Los republicanos están secuestrando elecciones y redistribuyendo el país y saqueando el Tesoro e ignorando la Constitución y amargando a nuestros aliados.” Que entidades no partidistas y los medios de comunicación hubieran confirmado la total legalidad de la votación de la Florida, que el Congreso tiene que aprobar los gastos federales y aprobar las leyes; que un poder judicial independiente examina la legalidad de nuestra legislación, y que 60 países participaron en la liberación de Irak y ahora trabajen en su reconstrucción no significan nada. “¿Secuestrando y saqueando”?

Al otro día de la captura de Saddam estuve revisando la televisión internacional. Un presunto experto francés en jurisprudencia estaba explicándole a su audiencia lo que sería un marco legal “aceptable” para la comunidad internacional. De su refinado aspecto parecía ser un tipo muy distinto de aquel americano que entró en el hueco de Saddam para sacarlo de allí. Supongo que poder blando quiere decir dar conferencias en Paris en salones con aire acondicionado y que poder duro significa capturar asesinos de masas en la noche en Tikrit.

Próximo canal: Otro analista europeo de aspecto preocupado estaba convocando el espectro del posible sufrimiento de los presos en Guantánamo al expresar sus preocupaciones ¡por los derechos de Saddam Hussein! El comercio francés con un genocida o el lucrar vendiéndole armas para que masacrara a su pueblo es una cosa; preocuparse porque ese mismo monstruo pueda comprender los matices de la jurisprudencia occidental es otra muy distinta. Por supuesto, nuestro humanista europeo nunca mencionó que la pusilanimidad de su propio país fue responsable por sostener el reino de terror de Saddam mientras que la audacia de otro había sido la que le había dado fin.

Pudiera seguir indefinidamente pero ustedes comprenden la demencia de lo que está sucediendo. Hay algo terriblemente erróneo, algo terriblemente amoral en la intelectualidad occidental y, fundamentalmente, entre los académicos, los periodistas y los políticos. No necesitamos los pueriles balbuceos de Osama bin Laden sobre “el caballo débil” para tener que sentirnos preocupados por las causas de esta enfermedad de Occidente. Miles de las personas más ricas y ociosas de la historia de la civilización se han vuelto completamente egotistas y divorciadas del mundo real: de las terribles realidades de la guerra, el hambre, la rapiña o la conquista.

En realidad, es todavía peor que eso: ni Paul Krugman ni ese abogado francés tienen la menor idea de como es la vida fuera de su artificial crisálida ni saben de los otros hombres y mujeres cuya trabajo en la sombra les garantiza su privilegios. Ninguno sabe lo que es vivir en una aldea de las que Saddam Hussein bombardeó con gases envenenados ni de lo difícil que es ir a Tikrit, en el otro extreme del mundo, para capturar a ese monstruo.

Nuestros intelectuales occidentales son orquídeas ignorantes del mundo que existe fuera de sus  lujosos invernaderos. El patológico resentimiento contra todo lo que Occidente proporciona una especie de alivio psicológico (sin costo alguno) al aparente sentimiento de culpa que produce su privilegiado modo de vida. Es una extraña mezcla de faux-populismo y aristocrático esnobismo. Creen que solo unos pocos ungidos, como ellos mismos, tienen la necesaria educación e intelecto para comprender el “mundo real“ de las patologías occidentales.

Si aceptamos que nuestra aristocrática izquierda repite exactamente las mismas tonterías descritas por numerosos críticos desde Aristófanes y Juvenal hasta Tom Wolfe, entonces igual de extravagante es la reacción del mundo islámico a la captura del hombre que más musulmanes que matado que ningún otro musulmán en el mundo islámico. Al conocer los reportes de la captura de Saddam Hussein las mismas cadenas que mostraban a los preocupados profesores por sus derechos estaban entrevistando llorosas mujeres palestinas, tristes cafés en Cairo y pomposos intelectuales en el Líbano. Marcando exactamente el mismo paso, todos lamentaban las ignominiosas circunstancias de su captura: ¡Lo encontraron en un hueco! ¡Estaba sucio! ¡Y un médico americano lo inspeccionaba como si fuera un deportado infeccioso! Desgraciadamente, no hizo ninguna resistencia.

Para sintetizar lo que piensa la calle árabe: No parece importarle un comino que un sicópata del patio haya masacrado a cientos de miles de los suyos. Lo único que parece importarle es que su jactancia antiamericana se haya expuesto como un simple timo, y que hubieran tenido que ser los americanos los que liberaran a Irak de semejante monstruo. Honor y vergüenza – lo más importante para las sociedades tribales – valen más que las vidas de inocentes. Si un experto de París estaba molesto porque Saddam no tuviera un abogado experto en derechos humanos a su disposición, las masas de la Margen Occidental vociferaban angustias parecidas lamentando que ni siquiera hubiera matado a un americano antes de rendirse o hubiera hecho algo para restaurar el orgullo tribal de los árabes. Perdidos entre la compartida simpatía de las elites del Primer Mundo y las tribus del Tercero, entre el refinado pos-modernismo y las rudas sociedades premodernas, no hubo la más mínima lamentación por los muertos, por las masivas tumbas colectivas que se descubrían constantemente en el desierto de las afueras de Bagdad.

Los intelectuales occidentales como las turbas del Medio Oriente se retroalimentan mutuamente. Paul Krugman difícilmente escribiera una columna sobre la inmoralidad de que miles lamentaran la muerte de un asesino cuando uno podía decir cosas peores contra un presidente americano que decidió no usar los dólares americano para contratar compañías francesas para reconstruir Irak.. Bob Herbert puede delirar sobre supuestas elecciones floridana “falsificadas’’ pero nunca sobre las inexistentes elecciones del mundo árabe.

La llamada calle árabe y sus falsos intelectuales comprenden que influyentes intelectuales progresistas nunca criticarán las canalladas del Medio Oriente si hay cualquier posibilidad de desbarrar contra cualquier error menor de Occidente. Es precisamente esta relación parasítica entre los críticos extranjeros y domésticos de Occidente lo que explica mucha de la extraña confianza de los planificadores del 9/11. Después de todo, el genio de bin Laden estuvo en sospechar que aún después de haber incinerado a 3,000 occidentales habría una elite intelectual más dispuesta a criticar al país atacado que a los atacantes y que estaría más dispuesta a buscar “las raíces” del ataque que a galvanizar sus propias fuerzas para derrotar a una tribu partidaria de la teocracia, la autocracia, el apartheid sexual, el antisemitismo y la intolerancia religiosa. ¿Y por qué no tras el Líbano, el primer ataque contra el World Trade Center, las embajadas de África, los crímenes en Arabia Saudita y el USS Cole? La locura de bin Laden estuvo en suponer que Estados Unidos estaba tan perdido como Europa y que una minoría de sus avergonzadas elites tenía pleno control de la vida política, cultural y espiritual de su país.

El odio contra Israel es no de los síntomas más evidentes de la enfermedad de Occidente. El dilema no plantea ninguna dificultad para cualquier liberal clásico: un gobierno democrático es asaltado por asesinos suicidas subsidiados y alentados por muchos dictadores del mundo árabe. Los asesinos comparten los mismos bárbaros métodos de los chechenios, los asesinos del 9/11, los miembros de Al Qaida en Turquía y lo que ahora estamos viendo en Irak.

En realidad, los liberales europeos debían amar a Israel, cuyas instituciones sociales y culturales – universidades, bellas artes, preocupación por el “otro”- reflejan tanto las suyas propias. Hay homosexuales en el ejército israelí, cuyos soldados casi nunca saludan y se llaman entre sí por sus nombres y aceptan la igualdad sexual en una forma que suscitaría el entusiasmo de cualquier feminista. Y aunque los árabes pueden haber sido exterminados por los sirios, gaseados en Yemen por Egipto, exterminados  étnicamente en Kuwait, linchados en Palestina y quemados vivos en Arabia Saudita, dentro de Israel votan y disfrutan de derechos humanos que no existen en ninguna otra parte del medio Oriente.

Cuando los europeos protestan por “el derecho a regresar” ¿se están refiriendo al medio millón de judíos que tuvieron que salir huyendo de Egipto, Siria e Irak? ¿O es que se han preguntado alguna vez por qué millones de árabes viven libremente en Israel y otros 100,000 han entrado ilegalmente en “entidad sionista”? ¿Se ha preguntado algún europeo que sucedería si miles de judíos demandaran “un derecho a regresar”al Cairo?

No. En vez de eso, el intelectual occidental discute sobre “los territorios ocupados” desde los que Israel ha sido atacado cuatro veces en los últimos 60 años aunque los alemanes jamás discutirían sobre los territorios conquistados que tuvieron que devolverle a Francia o del Este ocupado anexado por Polonia. Rusia nos da lecciones sobre Jenín pero nunca sobre su captura de las islas japonesas. Turquía está muy preocupada por la Margen Occidental pero no por haberse tragado la mitad de Chipre. China discute la soberanía de Palestina pero no habla del Tibet. Algunos aristócratas británicos lamentan que Sharon haya conquistado territorios pero nunca hablan de Gibraltar.

Todos estos territorios extranjeros adquiridos por la sangre y el hierro y mantenidos por razones de “seguridad nacional” de alguna forman se transforman en algo muy diferente cuando se trata de los judíos. Pero si a Israel se le diera una población de 250 millones, grandes exportaciones de petróleo y de terroristas – y si se acabara con el antisemitismo – hasta el Guardian y Le Monde se expresarían de manera muy diferente.

Quizás si el ejemplo más patético de este extraño nexo entre los ataques contra Occidente del Primer Mundo y los del Tercero fue visto a mediados de diciembre por la televisión. Justo cuando el gobierno de Estados Unidos estaba declarando un estado de alerta, uno podía ver la retransmisión de la novelista india Arundhati Roy atacando a EEUU ante una deslumbrada audiencia en Nueva York mientras su nervioso entrevistador, Howard Zinn, le rogaba patéticamente que no transfiriera su odio por la administración de Bush a todo el pueblo de Estados Unidos.

La novelista pasaba de una denuncia a otra ante los frenéticos aplausos de su público. Muy poco se habló del cráter que había a unas pocas cuadras, de las patologías sociales de su India natal que envía a decenas de miles de sus jóvenes a estudiar en EEUU, o del aristocrático vestuario de la propia Roy o de sus joyas o de su estudiado acento. Todo era una vívida ilustración del viejo juego de criticar la globalización mientras se viaja por todo el mundo occidental precisamente gracias a la riqueza que ésta genera y se cobra por vender la mercancía de víctima del Tercer Mundo a los acomplejados occidentales.

¿No es extraño que privilegios occidentales como cátedras inamovibles, publicidad y amplios recursos económicos instilen tanto odio por Occidente, aquí y en el extranjero?

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Tomado de Nacional Review
Traducido por AR