En defensa del neoliberalismo

La tradición estatista de América Latina

¿Cuáles son los orígenes históricos del subdesarrollo
y la corrupción de América Latina?

Capítulo 5 de "The Capitalist Revolution in Latin America",
de Paul Craig Roberts y Karen LaFollette Araujo.

Traducción: Adolfo Rivero, inédito en español.

Al hacer la transición al capitalismo, los latinoamericanos están escapando no sólo de la ideología de la planificación del desarrollo sino también de su propia historia. En este continente todo fue mal desde el principio. Los cargos públicos se privatizaron pero una severa regulación puso la economía privada bajo el control gubernamental. Si uno trata de imaginarse a unos Estados Unidos sin bolsa de valores para comprar y vender empresas pero con un mercado organizado para comprar y vender alcaldías, jefaturas de aduanas, ministerios de hacienda y otros cargos por el estilo, tendrá un cuadro de lo que fue la América Latina colonial. Una persona podía comprar y vender cargos del gobierno y sus descendientes podían heredarlos. Sin embargo, el que quisiera vender azúcar de caña tenía que hacerlo en el Caribe.Y si quería producir cacao, sólo podía hacerlo en Venezuela. Los hacendados de Chile podían cultivar trigo pero no podían producir tabaco.

Semejante sistema deformaba los derechos de propiedad. Se creaban mercados para cargos públicos pero se reprimían para las mercancías y manufacturas. Un sistema que estimulara la competencia por la compra del equivalente de la alcaldía de Nueva York pero que no permitiera la libre empresa no podía desarrollar los mercados de capital y las demás instituciones necesarias para una sociedad libre.

En vez de eso, desarrollaba instituciones que colocaban las decisiones económicas en las manos de los que compraban los cargos públicos.

La subasta del puesto de regidor, digamos, se hacía de la siguiente forma. Un mensajero del ayuntamiento que tuviera la vacante se ponía en una plaza pública y anunciaba la venta diariamente, a voz en cuello, durante un mes. En esos treinta días y por un tiempo limitado posteriormente, cualquier aspirante podía someter una oferta por escrito a los funcionarios del tesoro. Los licitadores exitosos generalmente compraban sus puestos a plazos. Sus ofertas incluían el precio total, la entrada y las fechas del pago de los plazos. Personas acaudaladas garantizaban la solvencia de los licitadores así como su capacidad para desempeñar los cargos. Si los funcionarios recibían una mejor oferta, se le informaba al primer licitador y se le daba la oportunidad de elevar su oferta. A todos los licitadores se les daban las mismas oportunidades. Finalmente, los funcionarios aceptaban la oferta del mejor postor y el mensajero anunciaba la oferta ganadora en una subasta pública invitando a mejorarla. Si no se producía ninguna oferta mejor, se declaraba vendido el cargo. El comprador recibía de la audiencia un título escrito y tomaba el juramento de su puesto. Algo anda muy mal cuando se puede adquirir un título de propiedad sobre un cargo público. Cuando dominan los intereses particulares en el gobierno, el servicio público se convierte en una actividad privada.

El comprador tenía derechos sucesorios y de venta. Algunos puestos se pasaban de padres a hijos durante siglos. Con frecuencia, se revendían. Cuando un funcionario vendía su puesto por primera vez, se suponía que le diera la mitad del precio de venta al rey. En la subsiguiente venta del cargo, sólo se le pagaba al rey una tercera parte del precio de venta. Esto venía a ser una especie de impuesto sobre el derecho de desviar recursos públicos para uso particular. Ningún comprador de un puesto del gobierno podía escapar de la burocracia que exigía pagos adicionales. El comprador tenía que mandar a España una petición para la confirmación de su cargo. Un decreto de 1606 estipulaba que tenía que producir una confirmación real de su título en un plazo de cuatro años, o el cargo tenía que volverse a vender. El comprador generalmente contrataba a un abogado en España para que se ocupara de la compleja transacción de inscribir su cargo, lo que requería, entre otras cosas, lidiar con una avalancha de papeleo y de pagos al rey y a sus cortesanos.

Existen numerosos archivos que documentan la venta de los cargos públicos. Los archivos nos dicen que el cargo de tesorero en México se vendía en 1584 por 130,000 pesos, 60,000 de entrada y dos pagos anuales de 35,000. El mismo cargo en Potosí, el lugar de las famosos minas de plata en donde ahora está Bolivia, se vendía en 1656 por 124,000 pesos, la mitad en efectivo inmediatamente y el resto en tres pagos anuales. En Lima, el cargo de tesorero se vendía en 20,000 pesos en 1581 y por 80,000 en 1702.

El mercado en cargos del gobierno provocó verdaderos absurdos. Un ejemplo fueron los funcionarios reales que actuaban como tasadores de cargos. Su función era evaluar el valor de los cargos en venta para garantizar que el rey recibiera un justo precio. Uno puede imaginarse a un altanero aristócrata entrevistando al funcionario a cargo del tesoro discutiendo las posibilidades del cargo para el enriquecimiento personal. Puesto que el funcionario quería darle el máximo de valor al cargo en venta describiría la vasta cantidad de monedas a acuñar y las amplias oportunidades de rebajarles un porcentaje de oro o plata para sí mismo.

En vez de especular en mercancías, la gente especulaba en cargos públicos. El jurista peruano Gaspar de Escalona Agüero se quejaba de que los puestos se vendían y revendían sin que se le notificara al rey. Se le pagaban sobornos a los funcionarios coloniales para que obviaran ese papeleo necesario. En ocasiones se vendían otros cargos como pago parcial por otro cargo cuyo valor parecía en ascenso.

Las consecuencias de privatizar las funciones públicas fueron graves. Hubo una masiva desviación de esfuerzos de las actividades económicas productivas hacia la política. La gente aspiraba a cargos gubernamentales como forma de enriquecimiento o, por lo menos, como forma de conseguir una renta, un ingreso regular. Era difícil hacer dinero produciendo mercancías cuando había legiones de burócratas poniendo impuestos y regulando la actividad económica arbitrariamente. Era mucho más fácil y más socialmente aceptable hacer dinero robando en el gobierno. Los compradores tenían fuertes incentivos para lucrar personalmente con sus puestos, no sólo para recuperar su inversión sino para elevar el valor de reventa del cargo. Se comprendía, por ejemplo, que los funcionarios de la Casa de Indias tenían el derecho a una parte de los ingresos que pasaban al rey. De manera similar, se esperaba que los funcionarios del tesoro colonial obtuvieran una tajada del impuesto que recaudaban. Con frecuencia, se le dejaba mano libre a los reguladores para que hicieran regulaciones que los beneficiaran personalmente.

Lo que nosotros llamaríamos corrupción era simplemente la forma en que funcionaba el sistema. La clase burocrática se atrincheró y vendía la propiedad de la corona como suya propia. La burocracia española se convirtió en una "nueva clase" independiente del estado, no muy diferente de la burocracia comunista que, según Milovan Djillas "siente instintivamente que los bienes nacionales son, de hecho, propiedad suya’’. La diferencia es que para los funcionarios de la corona española que habían comprado sus cargos, no había necesidad de sentir "instintivamente" que la propiedad nacional era de ellos. La habían comprado.

Todo el mundo quería administrar impuestos y regulaciones, verdaderas minas de oro para el lucro personal. Bajo el sistema colonial, proliferaban los impuestos y su administración era errática. Los complicados procesos de recaudación y contabilidad garantizaban que hicieran falta numerosos funcionarios. Que los ingresos tuvieran que pasar a través de tantas manos para llegar al rey requería lo que Pedro Muchada calificaba de "un sistema impositivo destructivo y tiránico".

El sistema no tenía sentido si uno presupone que los funcionarios estaban tratando de servir el interés público. Sin embargo, si los funcionarios estaban actuando en interés propio, entonces el caos tributario era ideal para que pudieran extraer el máximo de beneficios personales. La fragmentación del sistema le hacía imposible al gobierno calcular el valor real de las recaudaciones de impuestos, creando una vasta cobertura para fraudes y abusos desaforados. Muchada reporta que los funcionarios podían pagar impuestos a voluntad y que los contribuyentes pagaban sobornos para evitar gravámenes todavía más onerosos. La mayor parte de los ingresos no llegaba al rey.

Sólo se investigaba y sancionaba a los funcionarios cuando éstos robaban demasiado y ponían en peligro el sistema. Un caso notorio fue el de Francisco Gómez de la Rocha, alcalde provincial de Potosí, el rico centro de las minas de plata. Se descubrió que había defraudado al tesoro real de 472,000 pesos y fue ejecutado junto con el tasador (asayer) de la moneda en 1654.

La monarquía se apoyaba en la centralización para proteger sus ingresos pero la superposición de responsabilidades provocaba una confusión que le permitía a los funcionarios poder actuar independientemente. Puesto que cada funcionario buscaba su ganancia personal, la administración real quedaba fragmentada. La profusión de leyes contradictorias, concebida para beneficiar burócratas y favorecer grupos de intereses, provocaba el caos. Los monarcas perdían poder ante una ensoberbecida burocracia que operaba según sus propias prioridades.

Los reformadores criticaban el "absurdo e insoportable" sistema. Un alto funcionario del Perú se quejaba que los ministros privilegiados de la corte tenían "la capacidad de derogar las leyes más fundamentales simplemente diciendo ‘El Rey quiere, el Rey ordena…’ cuando, lo más probable es que el Rey ni quiere ni ordena nada". El funcionario criticaba también la situación de "despotismo, enredos y confusión de decretos, órdenes y declaraciones que lejos de prescribir las limitaciones de los gobernantes y las obligaciones de los gobernados, sólo sirven para que cada cual haga lo que le parezca".

Puesto que la confusión fortalecía la posición de los funcionarios de la corona, todos los esfuerzos por reformar el sistema sólo producían más regulaciones y un mayor control estatal sobre la economía.

Los derechos de propiedad de los burócratas hacían que las transacciones comerciales fueran difíciles y costosas. La verdadera propiedad privada era casi imposible de conseguir, excepto por privilegio. Frecuentemente, la compraventa de bienes y servicios resultaba difícil. Los funcionarios podían conceder un monopolio y era mucho más fácil obtener un negocio exitoso de esa forma que produciendo y mercadeando un buen producto.

Desde el principio, la monarquía fue la única dueña de todos los derechos, tantos los de soberanía como los de propiedad, en las colonias americanas. La Corona concedía todo privilegio y toda posición, ya fuera económica, política o religiosa. Puesto que las oportunidades más lucrativas se conseguían pidiendo al gobierno ingresos protegidos, la búsqueda de rentas estaba a la orden del día. Los derechos de propiedad se adquirían como privilegios y no como recompensas por el trabajo productivo.

Los verdaderos empresarios eran considerados como una amenaza para todo el sistema. Querían fuertes derechos de propiedad para poder desarrollar recursos y poder establecer contratos en los mercados, pero esos derechos entraban en contradicción con los derechos regulatorio de los cargos públicos privatizados. Por consiguiente, los empresarios eran relegados al mercado negro, al contrabando o a la piratería.

La monarquía española era ideológicamente opuesta a tener muchas empresas productivas. Creía en la teoría mercantilista de la riqueza, popular en el siglo XV. Según esa teoría, la riqueza de un país estaba basada en la posesión de metales preciosos como el oro y la plata. La monarquía veía las colonias como abastecedoras de riquezas minerales y productos tropicales exóticos y como mercado para las mercancías españolas.

Para los derechos privados, las consecuencias de esa aversión a las empresas productivas fueron profundas. Los potenciales empresarios en América Latina confrontaron un marco institucional que hacía muy costoso el intercambio mercantil. No había una ley de contratos imparcial que ayudara a garantizar a las partes el cumplimiento de los acuerdos. Por otra parte, la ley española era hostil a la actividad económica que no estuviera expresamente permitida por la Corona. Los derechos de propiedad eran privilegios basados en estatutos, no algo que se adquiriera en el mercado gracias al éxito económico.

La Corona española trató de abolir la competencia. Los funcionarios del rey veían el reino como un solo organismo económico y asignaban producciones a determinadas áreas donde no se suponía que hubiera ni competencia ni cambio que alterara el equilibrio que los reguladores estaban tratando de alcanzar. El mismo estado administraba algunos de esos monopolios.

En otros casos, los derechos monopolistas se vendían o concedían por dispensa real a los que hubieran rendido servicios o fueran considerados capaces de desarrollar recursos específicos que el rey quisiera promover. Los monopolios incluían la minería del oro y la plata, la producción de azúcar de caña, el mercurio para utilizar en las minas de plata, la producción de cacao, tabaco, sal y trigo, así como la recogida de nieve para agua potable.

Los individuos y los grupos que obtenían monopolios sancionados por la Corona se beneficiaban a expensas de aquellos a quienes se había negado esa oportunidad. Los privilegios se otorgaban algunas veces por períodos fijos, que se podían extender a capricho de las autoridades y otras veces de por vida. Y en algunas ocasiones se podían hacerse hereditarios. Frecuentemente, los beneficiarios negociaban privilegios hereditarios de los que se suponían fueran derechos a corto plazo. Y, a la inversa, algunas veces los privilegios eran retirados, y las propiedades confiscadas y asignadas a otros.

A las diferentes regiones se les asignaban diferentes monopolios. En todo el Caribe, la producción de azúcar de caña disfrutó de la protección y el apoyo financiero de la Corona. En 1600, 17 dueños de plantaciones en Cuba recibieron un préstamo de la Corona junto con una protección especial contra cualquier confiscación por deuda así como facilidades para la importación de esclavos y equipos. Los privilegios especiales le permitieron a los hacendados ampliar la producción de tal forma que 20 años después en Cuba había 50 ingenios. Los hacendados cubanos disfrutaron de estos privilegios especiales durante tres siglos. Santo Domingo (la capital de la República Dominicana) recibió un tratamiento similar, pero a México se le negó el derecho a ampliar la producción de azúcar de caña. Perú tenía el derecho legal de ampliar la producción de azúcar de caña pero la producción estaba limitada a ciertas áreas de la colonia y a los hacendados se les negó el derecho de importar instrumentos de hierro para modernizar sus métodos de producción.

La provincia de Caracas (Venezuela) consiguió el privilegio del cultivo del cacao y se le garantizó un enorme mercado protegido que se extendía por todo México hasta lo que hoy son California y Texas a expensas de otras provincias como Guayaquil (Ecuador) y Maracaibo (Venezuela), donde la producción de cacao estaba prohibida y era reprimida. En compensación, a Guayaquil se le otorgaron derechos exclusivos para explotar la madera y crear una industria de astilleros. Los hacendados chilenos recibieron el derecho a cultivar trigo pero se les negó el derecho a producir tabaco.

Las industrias españolas, estratégicamente situadas para cabildear a la Corona, consiguieron los niveles más altos de protección. Nadie podía competir con los cultivadores de aceitunas y los productores de textiles españoles. Naipes, zapatos, vino y artículos de ferretería eran otras mercancías que sólo España tenían el derecho legal de producir y mercadear. A Perú y Chile se le concedieron dispensas para cultivar vino y aceitunas porque, como mercado, estaban demasiado lejos de los productores españoles.

En el crucial caso de las riquezas minerales, el jurista peruano Gaspar de Escalona Agüero recomendaba que, a discreción del virrey, se vendieran o arrendaran las minas a un buen administrador. Puesto que la explotación de las minas implicaba muchos riesgos, los administradores reales les daban incentivos gravándolas ligeramente durante los primeros años de su desarrollo. Se distribuían indios para trabajar en las minas, primero como esclavos pero luego, en el siglo XVI, como obreros asalariados.

Los funcionarios trataban a sus súbditos de manera altanera, convencidos de su superior conocimiento de las condiciones económicas. Era típico que altos funcionarios de la Corona recomendaran el desarrollo de ciertas industrias. El virrey de Nueva Granada Manuel Guirior, por ejemplo, recomendó alentar el desarrollo del algodón y la lana, llegando a expropiar las tierras de los que rehusaban seguir sus orientaciones.

Teniendo monopolios como base, las economías coloniales de América Latina evolucionaron de manera muy diferente a las colonias norteamericanas, donde una relativa libertad económica había desarrollado industrias competitivas y una floreciente agricultura. Un funcionario real resumió nítidamente los resultados obtenidos por el sistema de monopolios. Un monopolio en las manos del gobierno, dijo, significaba que los costos excederían a los ingresos. Un monopolio en el sector privado, por su parte, sólo daría una producción limitada, costosa y de baja calidad. Eso fue exactamente lo que sucedió. Los consumidores tenían que pagar altos precios porque los productores monopolistas, protegidos de la competencia, les pasaban sus altos costos. La propiedad privada se hizo casi pública porque los impuestos y las regulaciones limitaban el uso y la transferencia de recursos.

Cuando la interferencia gubernamental es la principal característica de la vida económica, uno tiene que adaptarse o perecer. El sistema tributario de la monarquía estaba designado para recaudar el máximo de ingresos sin tomar absolutamente en cuenta su impacto sobre la actividad económica. El pesado y arbitrario mecanismo de tributación y regulaciones, aunque nunca escrupulosamente obedecido en las colonias, obligaban a la gente a invertir tiempo en negociar acuerdos con los funcionarios del gobierno distrayéndolo de la actividad productiva. Las personas bien relacionadas podían conseguir exenciones de los diferentes impuestos y regulaciones que recaían sobre las diferentes ocupaciones. Aunque no había dos personas que pagaran los mismos impuestos, los más pobres, los que no tenían ni relaciones ni dinero para sobornar, solían pagar más.

Considere el caso de un dueño de una hacienda vinícola en Perú. Tenía que invertir buena parte de su tiempo atendiendo a los numerosos impuestos y regulaciones que afectaban su negocio. En primer lugar, estaba sometido al impuesto sobre las ventas en todas las transacciones. Este impuesto, conocido como la alcabala, empezaba a una tasa de 2 por ciento y para el fin de la época colonial llegaba al 10 por ciento. A los dueños de plantaciones se les exigía reportar tres veces al año al recaudador de impuestos los detalles de cada transacción que hubiera ocurrido, hasta los truques, y pagar el impuesto correspondiente. Si el dueño exportaba vino a otras colonias, lo que prohibía y permitía alternativamente, tenía que pagar un impuesto de importación-exportación de 2.5 por ciento.

Luego venía un impuesto en una tercera parte del valor de la producción de su hacienda y un diezmo del 10 por ciento para la Iglesia Católica. En América Latina, el diezmo era un impuesto a los ingresos recaudado en la fuente misma de las industrias agrícolas y pastorales. Los hacendados podían verse afectados por otros impuestos. Probablemente tuvieran que pagar la llamada "cruzada" que era un impuesto per capita recaudado por la Iglesia Católica pero administrado por la monarquía. Era una reliquia de las cruzadas medievales y su objetivo había sido la extensión de la fe católica. Su cantidad variaba según la riqueza o la posición social.

Todas estas trabas burocráticas desperdiciaban la energía creadora que se libera cuando los productores tienen que competir para servir a los consumidores. Los mercados se formaban a pesar de los esfuerzos de los funcionarios, no con su ayuda. Había que dirigir la creatividad a la superación de los obstáculos gubernamentales, y la ambición y las aspiraciones eran reprimidas o desviadas hacia avenidas improductivas para el conjunto de la sociedad. Las innovaciones que catapultaron a Inglaterra a la Revolución Industrial no se produjeron en España o en las colonias españolas porque no existían condiciones que estimularan un clima empresarial. En América Latina, los innovadores potenciales tenían que acomodarse en el gobierno o en la iglesia.

Las hordas burocráticas estaban dedicadas a dificultar la producción a todos los niveles. Regulaban minuciosamente cada industria. El virrey y los consejos municipales regulaban los precios de las mercancías. Funcionarios regulaban el precio del pan y otros alimentos, el abastecimiento de carne y las regulaciones de las vinaterías.

Funcionarios reales creían que el acceso a las mercancías a precios razonables dependía de la rigurosidad de su administración. Así en el comercio detallista de cada ciudad colonial, el precio, el peso y la calidad de casi cada artículo estaba cuidadosamente regulado. Un miembro del consejo del pueblo, el fiel ejecutor, inspeccionaba los mercados, celebraba audiencias sobre el precio de las mercancías y ubicaba la balanza que era colocada en un lugar público donde todo el mundo pudiera verla. Los productores tenían que dedicar tiempo y esfuerzo para defenderse del asedio burocrático en detrimento de la calidad y cantidad de las mercancías producidas.

En México, hasta la producción de pan estaba politizada. En el siglo XVIII, el conde de Revillagigedo observaba que cada aspecto de la producción y venta del pan, hasta sus más mínimos detalles, tenían que negociarse con los gobiernos municipales. En un intento por controlar las arbitrarias oscilaciones del precio del pan, los inspectores públicos fijaban los precios cada cuatro meses por decreto, en dependencia del costo de venta del trigo. Esto hizo que los panaderos tuvieran que declarar bajo juramento las cantidades compradas de trigo así como los precios. Los vendedores de trigo también tenían que declarar sus ventas bajo juramento. Basados en estas declaraciones, los inspectores derivaban un precio en términos del número de onzas de pan que podían comprarse con media corona. El precio oficial era transmitido al panadero y sometidos al secretario de justicia para su aprobación. De ser aprobado el precio, era inmediatamente adoptado. Lógicamente, los costos de suministrar una hogaza de pan era sumamente elevados.

El resultado es que las colonias latinoamericanas sufrían de una escasez crónica de productos básicos. En tiempos de escasez, los precios se regulaban todavía más estrictamente, lo que sólo servía para agravar las escaseces puesto que hacían improductiva la producción y el comercio.

La solución siempre era más interferencia gubernamental. Se establecían zonas aduaneras internas para tratar de controlar el comercio interno y evitar que las mercancías cruzaran a otras áreas. Esto empeoraba la situación. Por consiguiente, se establecían graneros estatales para aliviar las incesantes escaseces aunque nunca consiguieron ese objetivo. Aunque los funcionarios coloniales creían que los mercados inestables necesitaban de su intervención para proteger a los consumidores, el verdadero culpable de las escaseces era la falta de competencia, las regulaciones excesivas, el bloqueo de los nuevos productores y la proliferación de monopolios en cada sector. Periódicamente, las crisis provocaban motines y rebeliones.

El sistema gremial de producción era otra excrecencia natural de la economía estatista. Los productores se tenían que organizar para protegerse de los arbitrarios costos impuestos por el gobierno así como buscar favores de la Corona, mientras que la monarquía favorecía los gremios porque constituían grandes entidades fáciles de gravar.

Los primeros gremios de artes y oficios se establecieron en la Ciudad de México. Se establecieron muchos en los siglos XVI y XVII y en Ciudad de México llegó a haber unos 100. En las grandes ciudades provinciales había más. Algunos de los gremios más importantes eran los orfebres, los gremios de comerciantes, fabricantes de monturas y arreos, alfareros, tejedores, sombrereros y fabricantes de velas. También estaban organizados en gremios los panaderos, carniceros, cultivadores de trigo y criadores de ganado ovino y bovino. Algunos conseguían gran riqueza y prestigio, como los orfebres de Ciudad México, que tenían 71 tiendas en 1685, y en Lima, Perú, donde había 80 tiendas de orfebrería a principios del siglo XVII.



En América Latina, como en España, las reclamaciones contra los "injustos" privilegios de otros se combinaban con la convicción de los funcionarios del rey de que la economía privada no era auto-reguladora. Esto llevaba a mayores regulaciones de la actividad económica. Las organizaciones y actividades de los gremios eran minuciosamente reguladas por las complejas ordenanzas emitidas por los cabildos y confirmadas por el virrey o el rey. Las regulaciones estaban dirigidas fundamentalmente a preservar esferas protegidas para los gremios y excluir nuevos empresarios para los que la administración real demandaba impuestos cada vez más altos.

Como en la Europa mercantilista, las regulaciones estipulaban un sistema gremial con numerosas graduaciones que comprendían desde el rango de aprendiz hasta el de maestro. La admisión como maestro estaba celosamente limitada para restringir la competencia. En el caso de Hispanoamérica, las regulaciones apuntaban a reservar el grado de maestro para los colonos de pura descendencia española y prohibir el ingreso de indios, negros y, en algunos gremios, de mestizos, aunque estos fueran la mayoría de los operarios.

Las regulaciones que gobernaban los gremios ilustran la medida en que el gobierno desalentaba la toma privada de decisiones. Juan Francisco del Barrio Lorenzot, un funcionario de la Corona, compiló un trabajo sobre las regulaciones de los gremios. La colección de ordenanzas gremiales compilada por Del Barrio explica en detalle como tanto los reguladores como los regulados trataban de asfixiar toda competencia utilizando las regulaciones.

Las regulaciones de la fabricación de sombreros, por ejemplo, impedían la emergencia de mercados laborales y del comercio mayorista en esa industria. Numerosas regulaciones estaban concebidas para limitar el número de dueños de tiendas o de maestros artesanos. Los que aspiraban a convertirse en fabricantes de sombreros tenían que presentar sus credenciales a dos inspectores electos entre los miembros del gremio, pagar dos pesos y pasar un examen realizado por esos funcionarios. Usando sus propios materiales, los novicios tenían que producir "un buen sombrero de satín, un sombrero blanco, sombrero marrón y un sombrero negro" y "cada sombrero debe ser de una sola pieza, sin costuras". A los que no pudieran producir sombreros capaces de satisfacer a los inspectores se le prohibía ser maestros artesanos y eran relegados a trabajar como aprendices y obreros, y pagar una multa de 10 pesos.

Con el fin de reducir la oferta de sombreros para los dueños de tiendas pudieran cobrar precios más altos, había muchos otros requerimientos. Por ejemplo, sólo un maestro sombrerero podía vender sombreros y nadie podía comprar sombreros para revenderlos; los que lo hicieran podían ser condenados a 30 días de prisión. Sólo se podían hacer sombreros de diferentes colores usando tipos específicos de lana, no mediante tintes por lo que se podían pagar multas de 10 pesos. Las tiendas que pusieran su marca de fábrica en sombreros hechos por otros tenían que pagar una multa de 6 pesos y ver decomisada la mercancía. Ningún maestro artesano podía tratar de reparar un sombrero viejo para revenderlo y ni siquiera tener un sombrero así en su tienda, so pena de que le cerraran a tienda. Finalmente, los que compraban sombreros de otros lugares eran llevados ante las autoridades y sus sombreros eran evaluados por los estándares de los inspectores gremiales. Si eran aprobados se podían vender, de otra forma eran quemados y sus dueños tenían que pagar una multa.

Los costos de la mano de obra se mantenían bajos impidiendo que los maestros artesanos pudieran competir por la mano de obra. Ningún maestro artesano podía aceptar obreros que hubieran estado trabajando en otra tienda sin el conocimiento y consentimiento del otro maestro, bajo multa de 10 pesos. La regla que prohibía que los negros fueran dueños de sus propias tiendas también ayudaba a garantizar que los dueños de tiendas dispusieran de una mayor oferta de mano de obra.

La complicidad entre los gremios y el gobierno borraba la distinción entre el gobierno y el sector privado. En Nueva España y el Perú los poderosos gremios de comerciantes se convirtieron en instituciones cuasi-gubernamentales cuando se les dio la responsabilidad de evaluar y administrar los diversos impuestos entre sus miembros.

Reglas similares se aplicaban a todas las industrias sancionadas oficialmente, con desastrosos resultados. Se impedía la formación de mercados laborales y los mercados de mercancías eran muy rudimentarios. El sistema financiero estaba subdesarrollado. La iglesia católica le servía como banquero a las elites, y los gremios de comerciantes hacían algún financiamiento. El sistema sólo ofrecía oportunidades de inversiones a los terratenientes, los empleos del gobierno y las minas. El capital y el trabajo estaban atrapados en empresas no lucrativas. No es de extrañar que las elites fueran famosas por sus gastos suntuarios y sus magníficas celebraciones. Había pocas alternativas al consumo.

El análisis de Mancur Olson sobre cómo grupos organizados que trabajan en su propio interés crean rigideces políticas, económicas y sociales que llevan a la decadencia explican el destino de España y sus colonias. Cada grupo de interés usaba el gobierno para aumentar sus ganancias. En consecuencia, las políticas ineficientes para la sociedad en su conjunto eran ventajosas para los grupos organizados porque los costos de las mismas recaían de manera desproporcionada en los que no estaban organizados. De esta forma, las elites privilegiadas creaban una sociedad bloqueada.

Los empresarios que huían de la pesada administración real y los gremios monopolistas encontraban oportunidades en la Iglesia Católica y el mercado negro. Con una posición privilegiada, la iglesia recibía vastos recursos y, en gran medida, estaba exenta de los impuestos. Todo el mundo tenía que pagar un diezmo a la iglesia (con las excepciones de siempre bajo la dominación española), y desde el principio las leyes de la mano muerta le reservaban grandes haciendas en usufructo perpetuo. La Iglesia atólica terminaba adquiriendo gran parte de las tierras más productivas a través de la compra, las donaciones o las hipotecas. Hacia el siglo XVIII, había reformadores que se quejaban de que había demasiadas riquezas en las "manos muertas" de la iglesia católica. Se hicieron leyes para tratar de limitar los privilegios eclesiásticos pero en balde.

El clero podía administrar negocios con pocas interferencias en los terrenos propiedad de la iglesia para sostener sus escuelas, misiones, hospitales e instituciones caritativas. Los privilegios de la iglesia proporcionaban cobertura para que los empresarios seculares hicieran transacciones ilegales. Se suponía que la exención de impuestos de la iglesia sólo fuera aplicable a las transacciones necesarias para funciones eclesiásticas, como la compra de cálices, sotanas, objetos ceremoniales y la venta directa de productos agrícolas y aguardiente producido en las plantaciones de la iglesia para el mercado local. En la práctica, sin embargo, era diferente. Los funcionarios reales se quejaban de que los sacerdotes transportaban tanto sus productos agrícolas como los de otros a mercados distantes donde la escasez determinaba altos precios. Insistían, al parecer inútilmente, e que esas transacciones requerían imputes a las ventas y aranceles.

La iglesia era vista como una carrera para los ambiciosos. De inicio, todos los aspirantes tenían, como mínimo, un ingreso estable. Por consiguiente, había poderosos incentivos económicos para que los jóvenes ingresaran en la carrera sacerdotal. Mucha gente con aptitud para los negocios entraba en la iglesia, donde tenía buenas probabilidades de llegar a administrar grandes empresas y haciendas. Durante todo el periodo colonial, los observadores se quejaban de que demasiada gente entraba en la iglesia sin que mucha tuvieran verdadera vocación espiritual.

El empresario también podía encontrar oportunidades en el mercado negro. Si las regulaciones que gobernaban la actividad económica hubieran sido seguidas escrupulosamente, los gremios hubieran limitado la producción de mercancías y hubieran cobrado altos precios a los consumidores. Los peores efectos, sin embargo, eran mitigados por el mercado negro. Desde México hasta Argentina, las fábricas del mercado negro, los negocios caseros, y los contrabandistas competían con los osificados gremios. Las minuciosas regulaciones servían para crear un clima económico represivo en el que los empresarios sobrevivían sobornando a los funcionarios de la Corona.

El contrabando producía los mayores beneficios. España le prohibió a sus colonias comerciar entre sí o con potencias extranjeras durante todo el período colonial. Esta política era alternativamente reforzada o relajada. Su aplicación era errática. En general, significaba la existencia de una mayor variedad de mercancías en el mercado negro que en la economía oficial. De esta forma, la magnitud del contrabando era mucho más amplia que simplemente traficar con armas y ron. Incluían todo tipo de mercancías como ropa, zapatos, alimentos, artículos de tocador, así como bienes de capital como herramientas y máquinas.

El contrabando también se beneficiaba de los obstáculos burocráticos puestos para el comercio de España con sus propias colonias. La flota española salía dos veces al año para aprovisionar las colonias. Los potenciales comerciantes españoles tenían dificultades para introducir un barco en la flota. Los privilegios reclamados por los burócratas de la Casa de Comercio eran prácticamente insuperables.

Todos los comerciantes tenían que obtener primero un permiso de la Casa de Comercio, un largo proceso que implicaba grandes pagos al rey y sustanciales regalos a sus funcionarios, "desde el mayor hasta al menor’’. Semejante proceso fácilmente tomaba más de un año. Mientras tanto, el potencial comerciante no podía ordenar mercancías de las fábricas españolas, fundamentalmente textiles, hasta que no tuviera el permiso en cuestión.

Semejantes demoras e intervenciones políticas aumentaban mucho el costo de hacer negocios y ayudaba a encarecer extraordinariamente las mercancías españolas que se vendían en el Nuevo Mundo, poniéndolas fuera del alcance

popular. También sumaban al costo los largos y peligrosos viajes en que acechaban los piratas. Por no hablar de toda una serie de tarifas, empezando con una impuesto a la exportación de 2.5 por ciento aplicado a las mercancías vendidas en cada puerto.

Las tarifas eran complicadas y estimulaban la evasión. Al principio, la tasa de las tarifas para las mercancías que entraban en las colonias era de 5 por ciento. Posteriormente, se aumentó a 10 por ciento. Los aranceles se pagaban en algunos puertos de tránsito y de nuevo en el destino final, según el precio de las mercancías en cada puerto. Con los altos precios de las importaciones, las tarifas podían llegar a ser del 35 al 40 por ciento del costo de los bienes cargados en España. Esto, por supuesto, alentaba el contrabando y que no se declararan las mercancías.

Los contrabandistas aprovechaban las oportunidades creadas. Los desestímulos españoles a la producción, la insatisfecha demanda de bienes de consumo más los altos costos de un sistema cerrado significaba lucrativos negocios para los contrabandistas que se atrevieran a violar los procedimientos establecidos. Los funcionarios reales aprovechaban las ventajas que ofrecía el caos para lucrar y organizar ellos mismos el contrabando. La literatura de la época, aunque condena a los piratas y especuladores, reserva las más duras críticas para los funcionarios y comerciantes que violaban el sistema para su lucro personal.

Los funcionarios reales facilitaban el contrabando en todas partes. Aceptaban sobornos y aprobaban documentos falsos. Era típico que los comerciantes inscribieran un barco como de 300 toneladas de mercancías cuando en realidad llevaba el doble. Las altas tarifas a las exportaciones sólo se pagaban por la mitad de la carga. Era frecuente que los cargueros tuvieran ganancias de 200 a 300 por ciento del resto. Los barcos que regresaban a España con 600 o 700 toneladas de carga mostraban certificados de todos los funcionarios de la Corona que atestiguaban que llevaban menos de 300 toneladas, incluyendo un certificado de desembarque al mismo efecto. La artimaña era muy usada ya que no eran frecuentes las inspecciones de carga. Por otra parte, las sanciones contra el contrabando no eran severas puesto que eran promulgadas por funcionarios implicados en el mismo, y las regulaciones proporcionaban cobertura para el comercio en el mercado negro.

Los privilegios de importar una cantidad no especificada de mercancías libre de aranceles para su uso personal de que disfrutaban el virrey y sus ministros le daban cobertura al comercio de contrabando. Otra regulación estipulaba que los barcos (incluyendo los barcos extranjeros) que habían sido arrastrados a tierra en los puertos no estaban sometidos a confiscación y sus dueños podían vender la carga, sometida al arancel de importación del 5 por ciento. El historiador español Jaime Vicens observaba que:

"…bajo el pretexto de reparar algún daño, un barco conseguía permiso para atracar en un puerto y luego procedía a descargar mercancías para "aligerar la carga’’. Aparentemente, la carga estaba custodiada por soldados pero, en realidad, se vendía con la complicidad de todos".

Por otra parte, se podía descartar la mercancía considerada perdida en el mar, y no estaba sometida a aranceles. Hacia 1686, el comercio de contrabando representaba dos terceras partes del comercio colonial.

En las colonias españolas surgieron fábricas del mercado negro. Al principio, hasta la producción y comercialización de mercancías tan básicas como la lana y el algodón eran realizadas a través del mercado negro. Esto, por supuesto, no era una solución óptima puesto que la falta de contratos legales y los frágiles derechos de propiedad resultaban en altos precios para los consumidores. Más tarde, en el siglo XVII, la Corona concedió sanción oficial a las industrias básicas que ya operaban ampliamente en las colonias.

Los pobres, mientras tanto, abrían negocios desde sus casas o vendían baratijas porque el sistema monopolista generaba muy poco empleo. Las alternativas estaban limitadas a trabajar por bajos salarios en las plantaciones, en las minas o como sirvientes domésticos para las elites. Con suerte, podían aprender un oficio y encontrar un empleo en alguno de los gremios de artes y oficios. Las oportunidades estaban muy limitadas, sin embargo, debido a las severas restricciones para ingresar en los gremios. Puesto que las elites no permitían oportunidades, la movilidad social era muy limitada. Las personas de humilde condición que no quisieran resignarse a una vida de miseria tenían que funcionar ilegalmente.

Otros encontraban empleo en las fábricas del mercado negro, fundamentalmente textiles, conocidas como obrajes. Aunque el trabajo era agotador y los salarios miserables, era mejor que las alternativas existentes.

Las elites - burócratas, funcionarios del gobierno, monopolistas privilegiados, altos prelados y hacendados – estaban bien ubicadas para lucrar en el mercado negro. Sus conexiones y capital, derivadas de actividades legales, les permitían explotar las oportunidades creadas por la escasez artificial creada por la política gubernamental.

Debido al surgimiento de un próspero mercado negro y el comercio de contrabando en las colonias españolas había mucha más actividad económica que lo que nos informan muchos académicos. Pero el sistema desviaba los talentos, recursos y energías de la población del desarrollo económico. El sistema maximizaba la ineficiencia y el despilfarro, tanto de recursos naturales como de potencial humano.

Del siglo XVIII en lo adelante, la historia económica de América Latina ha sido una historia del alternativo fortalecimiento y debilitamiento de las viejas instituciones estatistas sin llegar nunca a romper con ellas. En ocasiones, cuando han disminuido los controles económicos, han aumentado la producción y el comercio, ha disminuido el poder de las elites políticas y ha surgido una clase media de comerciantes, artesanos y profesionales. En otras ocasiones, durante períodos de generalizada confiscación de la propiedad privada, la producción se ha colapsado, la clase media ha desaparecido y las oportunidades económicas han vuelto a concentrarse en los sectores privilegiados.

Tan temprano como en 1743, reformadores ilustrados de la Corona española como Joseph del Campillo, llamaron a fortalecer los derechos de propiedad privada para poder revivir un imperio moribundo. Durante el siglo XIX, las ideas liberales clásicas penetraron en muchos países. Francisco Pimentel en México y Juan Alberdi en Argentina exhortaron a hacer las transformaciones que hicieran posible un sistema de libre empresa.

España, gravada por la búsqueda de rentas, nunca construyó las instituciones que propiciaran el éxito económico. Tampoco lo hicieron la mayoría de sus colonias. Con el tiempo, esas colonias se liberaron de España pero no de su cultura rentista. Como consecuencia, América Latina siguió siendo un área atrasada hasta las dos últimas décadas del siglo XX.

El enfoque de la planificación del desarrollo patrocinado por el Banco Mundial y Naciones Unidas en la segunda mitad del siglo XX fortaleció la cultura rentista que ha frustrado el progreso económico de América Latina desde hace 400 años. Los "expertos’’ occidentales, ignorantes de la historia de la región y de las implicaciones rentistas de sus esquemas de ayuda, desaprovecharon una oportunidad de ayudar a romper con la tradición mercantilista de América Latina que ha estimulado el desarrollo de instituciones anti-mercado. Al verter sumas enormes en las arcas de los gobiernos, la asistencia occidental al desarrollo ha fortalecido las barreras al progreso económico.

En la actualidad, los países de América Latina están privatizando sus economías y sustituyendo las instituciones rentistas por las lucrativas. Los bancos de desarrollo son reliquias de un enfoque fracasado. Los bancos comerciales occidentales que han seguido las huellas del Banco Mundial, prestando a los gobiernos en vez de a los capitalistas, están corregiendo sus errores. Es hora de que el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y Banco Interamericano de Desarrollo se adapten a la emergencia del capitalismo en América Latina.