En defensa del neoliberalismo
 

Cine cubano: el triunfo de Marx

 

Adolfo Rivero


En el último Festival del Cine Hispano vi dos películas cubanas: ``Paraíso bajo las estrellas'' y ``Tres historias clandestinas en La Habana''. Ambas reafirmaron mi convicción de que, desde hace tiempo, el cine cubano proyecta una posición intelectual muy definida. En efecto, los cineastas están reflejando la realidad cubana mediante el humor y el absurdo. Nos presentan un mundo opaco que obedece a leyes incomprensibles (para los no iniciados) y que, frecuentemente, genera efectos cómicos. Es el mundo de la mujer cuyo marido padece delirios de grandeza porque ``el pobre, es neurocirujano y se cree que es taxista''.

El centro de este humor gira en torno a la escasez. La miseria cotidiana en la isla obliga a darle mucha importancia a bienes y servicios que, para el resto del mundo, son banales y casi invisibles. El artista aprovecha el contraste para crear un efecto cómico. El caso típico es el grito de ¡llegó el aceite!, supremo movilizador de masas, capaz de paralizar cualquier otra actividad y de echar a correr a inválidos postrados en sillas de ruedas. O el muerto que se queda solo porque los asistentes del velorio rodean a la extranjera que ha llegado con regalos. Hasta que el mismo muerto se levanta del sarcófago para reclamar el suyo.

La otra coordenada cultural es el absurdo. Una y otra vez se repite que la sociedad cubana es kafkiana. Pero el absurdo kafkiano es misterioso, sombrío, mientras que el absurdo cubano es irónico. ¿Por qué? Porque los personajes de Kafka no comprenden la realidad en que viven mientras que los cubanos sólo fingen no comprenderla. La sociedad cubana no tiene nada de incomprensible. Es una irracionalidad de la que todo el mundo sabe la razón. El neurocirujano no puede vender sus servicios a su verdadero valor porque el estado no se lo permite y es por eso que trata de ganar dólares manejando un taxi. El único problema es que no se puede decir. En Cuba falta de todo, pero la carencia principal es de libertad. Esta es la raíz última del trágico empobrecimiento de la sociedad cubana.

La lógica y la razón obligarían a rechazar la falta de libertad --fuente última de las miserias sociales. Pero hacerlo implicaría una opción dramática, un riesgo elevadísimo. Estamos hablando de cárcel, tortura y exilio. Por lo tanto, es imperativo evitar esa definición. De ahí la opción del humor amargo y el absurdo irónico.

Ahora bien, antes de apresurarnos a una crítica fácil tenemos que reconocer que los artistas fingen aceptar esta realidad pero, al mismo tiempo, marcan un claro distanciamiento con la ideología que la sustenta. Todas las alusiones a la revolución o al comunismo son irónicas. No hay ninguna afinidad con el discurso, eternamente teatral, de Fidel Castro. En este mundo no hay militantes revolucionarios. No es todavía una intelectualidad combatiente, pero podría ser su preámbulo.

No es fácil la situación de los intelectuales y artistas de la isla. Los creadores necesitan crear. Muchos, la mayoría, se sienten asfixiados. Pero ¿cuál es su alternativa? ¿Abandonar para siempre carreras donde, pese a graves limitaciones, han alcanzado un prestigio y, sobre todo, pueden hacer algún tipo de creación? Para una falange de gente talentosa pero no excepcional, o que todavía no ha llegado a serlo, enfrentar simultáneamente la amargura del exilio y la dura competencia del mercado es una proposición muy arriesgada, si no profesionalmente suicida.

La mayoría de las empresas deportivas, culturales o religiosas no pueden aspirar a una rápida rentabilidad. En muchas ocasiones no la alcanzan nunca. En general, son mantenidas por las donaciones voluntarias de las elites. José Raúl Capablanca no pudo reconquistar el campeonato mundial de ajedrez porque le faltaron unos pocos miles de dólares para organizar la revancha. En una sociedad libre, los medios de comunicación difunden la frustración de esos atletas o artistas que no pueden triunfar por falta de un mínimo de apoyo económico inicial. Y, al hacerlo, dejan una huella, más o menos visible pero siempre traumática, en la conciencia nacional. En Cuba, desde los inicios mismos de la república, hubo una legión de intelectuales y artistas con un resentimiento que si no siempre era justo al menos era explicable. Este fenómeno se ha repetido, una y otra vez, en América Latina y, una y otra vez, ha sido aprovechado por la izquierda que lo ha utilizado para deslegitimar a todo un sistema social.

Es por eso que mientras la sociedad civil y las elites nacionales no sean lo suficientemente vigorosas como para cumplir satisfactoriamente con esa función, el estado debe hacerse cargo de la misma. No creo que ésta represente una carga insoportable. Algunas instituciones que convoquen frecuentes concursos y patrocinen modestas ediciones o exhibiciones de jóvenes creadores no van a hundir las finanzas de la república. Cualquier negocio sucio implica más gastos al erario que lo que pudiera costar su mantenimiento. Y sería difícil exagerar su utilidad social. Tenemos que reflexionar sobre estos problemas porque estamos presenciando el sorprendente crepúsculo de la dictadura castrista. Un crepúsculo cuyo inesperado vocero es Marx. Pero Groucho Marx, no Carlos.