En defensa del neoliberalismo

 

La guerra justa por las razones adecuadas

 

 

Por Robert Kagan y William Kristol

Con toda la alharaca desatada por los comentarios de David Kay en torno al fracaso en encontrar arsenales de armas químicas y biológicas en Irak, es el momento de retornar a los primeros principios y formular una pregunta clave: ¿fue correcta la decisión de ir a la guerra?

Los críticos de la guerra, y de la administración Bush, insisten en el fallo en dar con las armas de destrucción masiva. Pero si las armas que poseía fueron un factor determinante en la decisión de remover a Saddam, esa decisión también incluía otros muchos factores. La determinación de Saddam de obtener armas de destrucción masiva estaba inextricablemente enlazada con la naturaleza de su régimen tiránico, sus reiteradas agresiones, el desafío a sus obligaciones internacionales y sus inocultables lazos con una variedad de terroristas, desde Abu Nidal hasta Al Qaeda (un tópico que aquí no cubrimos en detalle, aunque referimos a los lectores a los reportajes de Stephen F. Hayes en esta revista el año pasado). Este patrón de comportamiento en su conjunto hizo de la deposición de Saddam algo tanto deseable como necesario a juicio de las administraciones de Clinton y de Bush. Ese juicio fue correcto entonces y sigue siéndolo ahora.

I

Parece de buen tono desdeñar el factor moral en la liberación del pueblo iraquí del prolongado y brutal gobierno de Saddam. Los críticos repiten que la mera opresión no era causa suficiente para la guerra y que, en todo caso, no fue la razón invocada por Bush. En efecto, fue por supuesto sólo una de las razones de Bush, pero además proveyó una razón de peso moral y humanitario a la guerra para remover a Saddam en Irak. Como fue ciertamente una razón de consideración para aquellos que, como nosotros, apoyamos la guerra contra Slobodan Milosevic hace pocos años. En nuestra visión –y aquí estamos en desacuerdo con lo que Paul Wolfowitz dijo a Vanity Fair hace unos meses -, librar al pueblo iraquí de una dictadura tan brutal y totalitaria como la de Saddam era en sí misma razón más que suficiente para remover a Saddam.

El razonamiento no era “meramente” moral. Como ocurre tan a menudo en los asuntos internacionales, no había una separación entre la naturaleza del gobierno de Saddam dentro de Irak y las políticas que él desarrollaba más allá de sus fronteras. El régimen de Saddam aterrorizaba a su propio pueblo, pero también constituía una amenaza a la región, y a nosotros. El argumento moral para ir a la guerra estaba ligado a las consideraciones estratégicas relativas a la paz y la seguridad en el Oriente Medio.

Saddam no era un “loco”. Era un depredador y un agresor. Mediante la fuerza bruta logró un dominio total en su país, y fue también mediante la fuerza o la amenaza de emplear la fuerza que llevó a cabo sus intentos por dominar toda la región. A lo largo de la década de 1980 mantuvo una guerra contra Irán. En 1990 invadió Kuwait. Gastó decenas de miles de millones de dólares en armas, tanto convencionales como no convencionales. Su clara e inmodificable ambición, una ambición alimentada a lo largo de tres décadas, fue la de dominar el Oriente Medio en lo económico y en lo militar, en sus intentos por apoderarse de la parte del león del petróleo de la zona, intimidando o destruyendo a cualquiera que se interpusiera en su camino. Y esto, también, era razón suficiente para sacarlo del poder.

La última vez que abordamos los argumentos para ir a la guerra en Irak (en octubre de 2003), citamos extensamente un discurso pronunciado por el presidente Clinton en febrero de 1998. En esta ocasión citamos extensamente otro discurso, pronunciado diez meses después, en diciembre de 1998, por el consejero de seguridad nacional del presidente Clinton, Sandy Berger. Lo mismo que el presidente Clinton, Berger hizo un trabajo excelente fundamentando la necesidad de remover a Saddam Hussein. Y los argumentos de Berger iban más allá del asunto de las armas.

Sí, reconocía Berger, “el interés nacional más importante a la hora de tratar con Irak” era para América “prevenir que Saddam reconstruya su capacidad militar, incluyendo las armas de destrucción masiva, y que emplee ese arsenal contra sus vecinos o contra su propio pueblo”. Pero la amenaza que Saddam representaba, con su “continuado reino del terror dentro de Irak y de intimidación más allá de Irak” resultaba más amplia aún. Lo que estaba en juego en Irak era el futuro del Medio Oriente e incluso del mundo árabe.

“El futuro de Irak”, argumentaba Berger, “afectará la manera en la cual el Oriente Medio y el mundo árabe en particular evolucionarán durante la próxima década e incluso después.” Esos pueblos se encontraban en medio de una “lucha entre dos amplias visiones del futuro”. Una visión era la del “pluralismo político” y la “apertura económica”. La otra visión era la que se alimentaba del descontento y el temor; la que estaba por la “oposición violenta a que esas fuerzas pudieran liberarse”. En tanto Saddam permaneciera “en el poder y en confrontación con el mundo”, continuaba Berger, Irak continuaría siendo “una fuente de conflictos potenciales en la región” y, tal vez lo más importante, “una fuente de inspiración para aquellos que equiparan la violencia con el poder y el compromiso con la rendición”.

Al final, explicaba Berger, la contención de Saddam pudiera no bastar. La “amenaza militar inminente” de momento podía ser evitada. “Pero incluso un Saddam contenido” representaba “un obstáculo para la estabilidad de la región y su evolución positiva”. Y en efecto la contención probablemente no podría “sostenerse a  largo plazo”. Se trataba de “una política costosa en términos tanto económicos como estratégicos”. El patrón de los años precedentes –el desafío iraquí, seguido por la movilización por parte nuestra, seguida por la capitulación iraquí-- había dejado a “la comunidad internacional vulnerable a las manipulaciones de Saddam.” Cuanto más se prolongue el diferendo, advertía Berger, “peor resultará conseguir que se mantenga” la voluntad internacional. Tampoco existían dudas acerca de lo que Saddam podría hacer si, y en el momento que, la contención colapsara. “La historia de agresiones de Saddam y su reciente historial de engaños y desafíos no dejan lugar a dudas de que reasumiría su pretensión de dominador regional a la menor oportunidad. Año tras año, conflicto tras conflicto, Saddam evidenció que buscaba armamento, incluyendo armas de destrucción masiva, y lo buscaba para emplearlo.”

Por eso, continuaba Berger, la administración Clinton comprendía que en algún momento resultaría necesario pasar de la contención al cambio de régimen. Lo que estaba en juego era “nuestra habilidad para combatir el terror, evitar un conflicto regional, promover la paz y proteger la seguridad de nuestros amigos y aliados”. Citando al presidente Clinton, Berger sugería que “el mejor modo de enfrentar el desafío que Irak representa es a través de un gobierno en Bagdad –un nuevo gobierno-- comprometido a representar y respetar a su propio pueblo, no a reprimirlo; comprometido con la paz en la región”.

Fue sustancialmente el mismo argumento de la carta que dirigimos al presidente Clinton en enero de 1998, una carta cuyos signatarios incluían a Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Richard Armitage y Robert Zoellick. En nuestra carta argumentábamos que:

La política de “contención” contra Saddam Hussein se ha erosionado rápidamente en los meses recientes. Como el último acontecimiento han demostrado, ya no podemos confiar en nuestros aliados de la alianza en la Guerra del Golfo para que continúen en vigor las sanciones que castigaban a Saddam cuando él bloqueaba o evadía las inspecciones de la ONU. Nuestra habilidad para asegurarnos en consecuencia de que Saddam Hussein no está produciendo armas de destrucción masiva se ha reducido sustancialmente. Incluso si las inspecciones sin cortapisas se reanudaran eventualmente, algo que en absoluto se vislumbra, la experiencia demuestra que resultará muy difícil, si no imposible, monitorear la producción de armas químicas y biológicas. El prolongado periodo durante el cual los inspectores fueron incapaces de acceder a innumerables instalaciones iraquíes hace incluso más improbable que puedan en algún momento descubrir lo que Saddam quiera mantener secreto. Como resultado, en un no muy lejano futuro seremos incapaces de determinar con un nivel de confianza razonable si Irak está o no está en posesión de dichas armas.

La última predicción resultó estar mucho más acertada de lo que hubiéramos imaginado en aquel momento. Pero ya subrayábamos que la misma incertidumbre era un peligro en sí, porque los Estados Unidos no estarían en capacidad de determinar si, o con qué intensidad, los riesgos representados por Saddam se pudieran incrementar. La incertidumbre de la situación actual, argüíamos, “ejerce un serio efecto desestabilizador en todo el Medio Oriente”. Ahora parece claro que esa incertidumbre en torno a las reales capacidades de Irak era lo que Saddam pretendía.

II

De manera que la amenaza que representaban las armas de destrucción masiva de Saddam se insertaba en la amenaza mayor política y estratégica que representaba su régimen para el Oriente Medio. Sólo que el incuestionable interés histórico de Saddam por las armas de destrucción masiva subrayaban esa amenaza. El peligro no radicaba, sin embargo, en el que Irak pudiera suponer para los Estados Unidos o, para emplear la frase de moda, la amenaza “inminente” para nuestro territorio. Nuestra principal preocupación en 1998, lo mismo que para Berger, era la amenaza que Saddam suponía para la seguridad y estabilidad de la región, cuyo mantenimiento recaía en gran medida sobre los Estados Unidos. Si Saddam “adquiere la capacidad de atacar con armas de destrucción masiva”, argumentábamos, la cual eventualmente alcanzaría “con casi total certeza de prolongarse el actual curso de acontecimientos”, a las tropas americanas en la región y a los aliados de los americanos, la estabilidad en el Oriente Medio y el suministro de petróleo en todo el mundo se verían en riesgo. La amenaza para los Estados Unidos consistía en que nos veríamos compelidos a defender a nuestros aliados y nuestros intereses en circunstancias mucho más difíciles y peligrosas con el arsenal letal de Saddam incrementado.

De ahí que los programas de armas de destrucción masiva de Saddam, tanto los que conocíamos como los que no conocíamos, dotaban a la situación de una urgencia especial. Era urgente en 1998 y continuaba siendo urgente cuatro años después. No existían dudas en 1998 –ni hay dudas hoy, con base en los hallazgos de David Kay-- de que Saddam por un lado procuraba agenciarse armas de destrucción masiva y por otro intentaba ocultar esos esfuerzos a los inspectores de la ONU. Después de 1995, cuando la defección del yerno de Saddam a cargo del programa armamentista, Hussein Kamal, aportó un caudal de información nueva acerca de los programas de armas de Irak y de sus arsenales --información que los iraquíes se vieron forzados a reconocer como exacta--, la inspección de armas de la ONU se convirtió en un juego de gato caza ratón. Como el presidente Clinton lo recalcó en su discurso tres años después, Kamal había “revelado que Irak continúa ocultando armas y misiles y su capacidad de construir muchos más”. Los inspectores intensificaron sus pesquisas. Y algún éxito deben haber tenido, colocándose a un paso de descubrir lo que Saddam ocultaba con tanto celo, cuando este empezó a mostrarse cada vez menos cooperativo y decidió impedir el acceso a algunas instalaciones.

Finalmente se dio la famosa confrontación en torno a los llamados “palacios presidenciales” –realmente vastos complejos de edificios y almacenes que Saddam simplemente declaró fuera del límite de los inspectores. Los funcionarios de inteligencia de Clinton observaron el trasiego por los iraquíes de equipos que podían utilizarse para la fabricación de armas que eludían las cámaras de video instaladas por los inspectores de la ONU. Para fines de 1997, reportó el New York Times, el team de inspectores de la ONU “ya no pudo verificar que Irak no estaba produciendo armas de destrucción masiva” y específicamente le fue impedido monitorear “equipos capaces de multiplicar cepas de agentes biológicos en cuestión de horas”.

El presidente Clinton declaró a principios de 1998 que Saddam claramente intentaba “proteger cualquier remanente existente de su capacidad para producir armas de destrucción masiva, los misiles para transportarlas y los laboratorios necesarios para producirlas”. Los inspectores de la ONU creen, continuó Clinton, que Irak todavía posee arsenales de municiones químicas y biológicas  […] y la capacidad de reestablecer rápidamente su producción y construir muchas, muchas más armas”. Mientras tanto, el 13 de febrero de 1998, un libro blanco del gobierno de los Estados Unidos sobre las armas de destrucción masiva de Irak afirmaba que “en ausencia de los inspectores de la UNDCOM, Irak es capaz de reemprender la producción de cantidades limitadas de agente mostaza en el término de breves semanas, la producción a gran escala de sarin en cuestión de meses, y la producción a los niveles previos a la Guerra del Golfo --incluido VX-- en dos o tres años.

Fue el presidente Clinton quien, en febrero de 1998, formuló esta cuestión crítica: “qué pasa si [Saddam] falla en cumplir y nosotros fallamos en actuar, o tomamos algún otro sendero ambiguo que le proporcione más oportunidades de llevar adelante el programa de armas de destrucción masiva… Bueno, puede concluir que la comunidad internacional ha perdido su determinación. Puede entonces concluir que tiene el derecho de seguir adelante y reconstruir su arsenal de destrucción devastadora. Y les puedo garantizar que algún día, de algún modo, él utilizará ese arsenal”. “El siglo venidero”, predijo Clinton, “la comunidad de naciones verá más y más el tipo de amenazas que ahora representa Irak –un estado delincuente con armas de destrucción masiva, listo para emplearlas o proporcionárselas a terroristas… que se muevan desapercibidos entre nosotros por todo el mundo.”

En el transcurso de 1998 el proceso de inspección de la ONU colapsó. Los intentos de ganar el pulseo sostenido con Saddam y que los inspectores consiguieran acceso a los sitios prohibidos terminaron en nada. Una semana después del discurso de Berger en que advertía de las limitaciones de la contención, la administración Clinton lanzó la Operación Zorro del Desierto, una campaña de cuatro días de bombardeo aéreo sobre Irak destinada a destruir tanta capacidad armamentista de Saddam como fuera posible. Guiándose por informes de la inteligencia americana, la administración Clinton señaló blancos sospechosos de ser facilidades para producir armas en todo el territorio de Irak. La fuerza aérea y las agencias de inteligencia consideraron que el bombardeo destruyó o degradó un número de facilidades para producir armas de destrucción masiva, pero nunca tuvieron la certeza de la extensión del daño infligido debido, naturalmente, a que no quedaron inspectores que pudieran verificarlo.

Como respuesta al ataque Saddam expulsó a los inspectores de la ONU y no les permitiría regresar hasta noviembre de 2002. Como recordó Clinton el verano pasado: “Puede que acabáramos con todo; puede que acabáramos con la mitad; puede que no acabáramos con nada. Lo cierto es que no lo supimos”. En el otoño de 2002 Clinton llegó a decir acerca de las acciones del presidente Bush: “Así que yo pensé que era prudente que el presidente acudiera a la ONU y que la ONU dijera a Saddam: usted va a permitir esas inspecciones o, como no las permita, no va a haber más sanciones, sino un cambio de régimen”.

La situación que se presentaba a comienzos de 1999 resultaba problemática para todos los implicados, no sólo para los funcionarios americanos. Un informe al Consejo de Seguridad de la ONU en enero de 1999 redactado por Richard Butler, jefe del grupo de inspectores de la ONU, advertía que era mucho lo que se desconocía del programa iraquí, pero existían amplias razones para creer en la existencia de un significativo programa de armas de destrucción masiva aún vigente en Irak. Butler recontaba la historia de siete años de engaños y ocultamientos de armas y actividades prohibidas. Durante los primeros cuatro años de inspecciones, subrayaba Butler, los inspectores “en gran medida han sido confundidos por Irak, tanto en el conocimiento de los programas de armas proscritos y la continuación de actividades igualmente prohibidas, incluso bajo el monitoreo [de la ONU].” Sólo la defección de Hussein Kamal reveló que los inspectores habían sido llevados a formular erróneamente “juicios positivos sobre el cumplimiento de Irak.” Pero incluso después de la huida de Kamal los iraquíes continuaron ocultando sus programas y engañando a los inspectores. Los iraquíes fueron cogidos en flagrantes mentiras sobre si alguna vez habían cargado proyectiles con el agente nervioso VX. Los exámenes científicos demostraron que sí los habían cargado.

Los iraquíes fueron además sorprendidos mintiendo sobre su programa de armas biológicas. Primero negaron de plano tener ningún programa de armas; después, cuando sus mentiras salieron a la luz, negaron estar cargando los proyectiles con agentes biológicos. En un cierto momento fueron obligados a reconocer que habían “hecho armas con agentes biológicos para la guerra y desplegado armas biológicas para su uso en combate”. Los inspectores de la ONU reportaron que cientos de casquillos cargados con agente mostaza habían sido declarados “perdidos” por el gobierno iraquí y permanecían en paradero desconocido. Hubo como unas 6,000 bombas aéreas repletas de agentes químicos que nunca se contaron. Hubo también  ciertas “ojivas especiales” con agentes para armas biológicas de las que nunca se llevó la cuenta. El informe de Butler concluía que, en adición a eso, “es preciso reconocer que Irak posee la capacidad industrial y el conocimiento necesario como para producir agentes biológicos con fines militares en poco tiempo y en grandes cantidades, si el gobierno iraquí decide hacerlo”.

La expulsión de los inspectores dejó sumidas en la más profunda oscuridad las actividades de Saddam durante cuatro años enteros. Después de todo, muchas actividades iraquíes prohibidas no habían podido ser detectadas incluso contando con la presencia en el terreno de los inspectores que intentaban monitorearlas. Sin los inspectores, la tarea de seguir la pista a los programas que Saddam determinara emprender resultaba de todo punto imposible.

III

De manera que, cuando la administración Bush tomó posesión, las razones para preocuparse con las capacidades potenciales de Saddam no eran menores que al final de la administración Clinton. Ni existían más razones para considerar que la contención pudiera resultar sostenible. Durante los primeros meses de la administración, los colaboradores de Bush empezaron a considerar cierto incremento en el apoyo a las fuerzas de oposición iraquíes, de acuerdo a la legislación aprobada abrumadoramente en 1998 con el apoyo de la administración Clinton. (La Ley de Liberación de Irak tomaba nota del uso de las armas químicas por parte de Saddam y declaraba que Irak “ha persistido en un patrón de engaño y ocultación en relación con sus programas de armas de destrucción masiva”. Y continuaba: “Debe ser política de los Estados Unidos apoyar los esfuerzos para desplazar del poder el régimen encabezado por Saddam Hussein en Irak y promocionar la aparición de un gobierno democrático que lo reemplace.”) Mientras tanto, el secretario de Estado Colin Powell se esforzaba por prevenir el colapso de las sanciones impuestas al régimen y la quiebra del consenso en el Consejo de Seguridad de la ONU mediante el establecimiento a un esfuerzo menos engorroso con las llamadas “sanciones inteligentes”.

Fue en ese momento que se produjeron los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. El 11 de septiembre dejó en estado de shock a la nación y en estado de shock al presidente. El hecho tuvo la virtud de hacer que muchos dentro de la administración y fuera de ella se fijaran más en las amenazas internacionales, porque era evidente que todos habíamos sido en exceso indolentes al considerar tales amenazas anteriormente. Tampoco resultó sorpresivo que la cuestión de Irak adquiriera preeminencia de inmediato. En efecto, ninguno de los candidatos para la elección del 2000 se había  referido mucho a Irak. Pero no porque alguno creyera que había dejado de ser un problema urgente y creciente. La administración Clinton no quería hablar del asunto porque sentía que se estaba quedando sin opciones. La campaña de Bush no aludía al tema porque Bush estaba llevando a cabo una campaña, irónica viéndola en retrospectiva, que prometía unos Estados Unidos menos activos, con un papel más restringido en los asuntos mundiales. Pero nada de eso significaba que la cuestión iraquí se hubiera evaporado, y tras el 11 de septiembre retornó a un primer plano. Después de todo, habíamos tenido una década entera de confrontación con Irak, seguíamos realizando incursiones aéreas sobre Irak de tanto en tanto, el presidente Clinton había declarado a Saddam Hussein la mayor de las amenazas a nuestra seguridad en el siglo XXI, colaboradores de Clinton como Sandy Berger y Madeleine Albright habían llegado a la conclusión de que en algún momento Saddam tendría que ser removido, en tanto los inspectores de la ONU había hecho público informe alarmante tras informa alarmante acerca de las reales y potenciales capacidades armamentísticas de Saddam.

Así que la administración Bush determinó que había que sacar de Irak al régimen de Saddam Hussein de una vez y para siempre, exactamente como Clinton y Berger habían sugerido que resultaría preciso hacer en algún momento. Por todas las razones que Berger había esgrimido, el problema estaba en la mera existencia del régimen de Saddam, por encima y más allá de sus capacidades armamentísticas. Constituía un obstáculo al progreso en el Medio Oriente y en el mundo árabe. Era una amenaza para el pueblo iraquí y para los vecinos de Irak. Y una gran parte de esa amenaza estaba constituida por la determinación de Saddam de adquirir tanto armas convencionales como armas no convencionales.

El 11 de septiembre había añadido nuevas dimensiones al peligro. Porque como Bush y muchos otros se preguntaban, ¿qué sucedería si Saddam permitiera que los terroristas tuvieran acceso a sus arsenales? ¿Qué sucedería si un día no lejano terroristas como los que estrellaron los aviones en el World Trade Center y en el Pentágono dispusieran de armas nucleares, químicas o biológicas? ¿Vacilarían en emplearlas? Los posibles nexos entre el terrorismo y el programa armamentista iraquí hacían de Irak un asunto todavía más urgente. ¿Fue esta preocupación legítima exagerada y utilizada como excusa? En ese caso, fue exactamente la misma excusa exagerada que había preocupado al presidente Clinton en 1998 cuando alertó, en su alocución sobre Irak, sobre un “estado delincuente con armas de destrucción masiva dispuesto a emplearlas o a proporcionarlas a los terroristas”, y cuando habló del “eje impío” formado por terroristas internacionales y estados fuera de la ley como una de las grandes amenazas enfrentadas por los americanos.

Ni fue sorprendente que cuando el presidente Bush comenzó a moverse hacia la guerra con Irak en el otoño y el invierno de 2002 contara con apoyo considerable tanto entre los demócratas como entre los republicanos. Una mayoría de los senadores demócratas --incluyendo, por supuesto a John Kerry y a John Edwards --votaron a favor de la resolución que autorizaba al presidente el empleo de la fuerza contra Irak. ¿Y cómo hubieran podido dejar de hacerlo? El manejo de la situación iraquí por parte de la administración Bush no fue sino la prolongación del manejo que le había dado la administración Clinton, excepto que tras el 11 de septiembre la inacción resultaba menos aceptable. La mayoría del establishment del Partido Demócrata familiarizado con la política exterior apoyó la guerra y no porque se confundiera con una retórica belicista excesiva. (Un exceso apreciablemente menor que el del secretario de Defensa de Clinton, William Cohen, quien apareció en la televisión nacional a finales de 1997 con un paquete de azúcar en la mano mientras hacía notar que una cantidad similar de ántrax “era capaz de destruir a la mitad de la población de Washington, D.C.” En una conferencia de prensa sobre las armas de destrucción masiva de Irak, Cohen señaló también que si Saddam poseía “tanto VX almacenado como sospechaban los inspectores de la ONU” estaría en “capacidad de matar a todos y cada uno de los habitantes del planeta”.) Ni apoyaron la guerra porque en lo fundamental los engañara la inteligencia americana acerca de la naturaleza y la extensión de los programas de armas de Saddam. La mayor parte de lo que sabían y cualquiera sabía acerca de esos programas se lo debíamos a los inspectores de la ONU, no a la inteligencia americana.

IV

Algunos de esos datos de inteligencia resultaron ser falsos. Algunos resultaron ser ciertos. Y es simplemente demasiado pronto para pronunciarse acerca del resto. La prensa enfocó su atención casi enteramente en la afirmación de David Kay de que no había depósitos de armas químicas y biológicas cuando los Estados Unidos y sus aliados invadieron Irak en marzo pasado. Abordaremos esa afirmación en un momento. Pero ¿qué acerca del resto del testimonio de Kay?

La cuestión clave por más de una década, tanto para la administración de Clinton como para la de Bush, fue no sólo qué armas Saddam poseía, sino qué armas estaba tratando de obtener, y cuánto demoraría en obtenerlas si la contención fracasaba. La meta de la política americana, y por cierto la del Consejo de Seguridad de la ONU, durante toda una docena de años con posterioridad a la Guerra del Golfo de 1991, no pretendía en principio localizar los arsenales que Saddam pudiera poseer. Eso era algo subsidiario a la meta principal, que consistía en el desarme iraquí, incluyendo no sólo la eliminación de las armas prohibidas existentes, sino todos los programas armamentísticos como forma de garantizar que Irak no dispusiera de armas de destrucción masiva ni en el presente ni en el futuro. Tal como Richard Butler y otros inspectores de armas dejaron en claro, ese empeño resultaba prácticamente imposible una vez claro el propósito de Saddam de hacerse con ese tipo de armamento en algún instante. Como Butler repitió una vez y otra en sus informes al Consejo de Seguridad, la completa tarea inspectora dependía de la cooperación de Saddam. Pero Saddam jamás cooperó, ni en los 90s ni en 2003.

Conviene recordar que el propósito principal de la resolución 1441 del Consejo de Seguridad, aprobada el 8 de noviembre de 2002, no iba dirigido a descubrir si Saddam tenía armas o programas para producirlas. Nadie dudaba que Saddan las tuviera. Lo importante era determinar si se encontraba listo para aliviar su conciencia de toda culpa y renunciar no sólo a las armas prohibidas que poseía, sino a cualquier esfuerzo posterior a adquirirlas, de una vez y por todas. La intención era conceder a Saddam “una última oportunidad” para modificar su talante y cooperar mediante la revelación de todos sus programas ofensivos, desmantelarlos y prometer no volver a implementarlos jamás.

Después de todo, ¿qué no podía haber sucedido si Saddam entregaba sus arsenales y desmantelaba sus proyectos sólo para reanudarlos al minuto siguiente en que la comunidad internacional volviera las espaldas? Saddam podía ser obligado a moverse más despacio, pero no a detenerse en seco. Y esa fue la lógica que había conducido a la administración Clinton a concluir que algún día, de alguna manera, la única respuesta al problema tendría que ser sacar a Saddam del poder. Y no sorprende que la administración Bush estuviera todavía más convencida de que la remoción de Saddam era la única respuesta. Que la administración conviniera con el proceso de inspecciones pautado por la resolución 1441 fue una concesión a las presiones internacionales y domésticas. Ningún funcionario, incluido el secretario Powell, creía en la más mínima posibilidad de que Saddam se atuviera a los términos impuestos por la resolución 1441.

La resolución 1441 demandaba que, en el término de 30 días, Irak proveyera “un recuento detallado, completo y exhaustivo de todos sus programas de desarrollo de armas químicas, biológicas y nucleares, misiles balísticos y otros sistemas de lanzamiento como el de vehículos de navegación y dispersión aéreas sin piloto, incluyendo la precisa localización de tales armas, componentes para su fabricación, subcomponentes, depósitos de agentes deletéreos y cualesquiera materiales y equipos relacionados, los lugares de trabajo, de investigación y de producción de los mismos, así como cualesquiera otros programas químicos, biológicos o nucleares, incluidos aquellos pretendidamente no relacionados con la producción o el material armamentista”. Los funcionarios de la administración dudaban que Saddam pudiera aceptar esto. Esperaban sólo porque, una vez que el incumplimiento de Saddam se pusiera de manifiesto, ellos podrían obtener el apoyo unánime en el Consejo de Seguridad de la ONU para desatar la guerra.

Y quedó muy claro que Saddam no se estaba sometiendo a la resolución. En su informe del 30 de mayo de 2003 al Consejo de Seguridad, Hans Blix declaró que de los depósitos de ántrax y VX no se daba cuenta. Y elaboró: “Es poco el progreso hecho para solucionar asuntos cardinales… La larga lista de ítems proscriptos de los que no se da cuenta y que por lo tanto implican cuestiones relativas al desarme no resueltas no ha sido acortada ni por las inspecciones ni por las declaraciones y la documentación aportadas por Irak”.

Ahora, por supuesto, definitivamente sabemos mucho mejor que Saddam no cumplió con la resolución 1441. Esa es una parte del testimonio de Kay que ha sido ampliamente ignorada. Lo que Kay descubrió en el curso de los ocho meses de su investigación fue que Irak falló en responder adecuadamente cuestiones vitales sobre sus arsenales y programas. Más aún, continuó empeñado en una elaborada campaña de engaño y ocultamiento de actividades relacionadas con las armas durante todo el tiempo que Hans Blix y el resto de inspectores de la UNMOVIC estuvieron en el país, y después hasta el día de la invasión, e incluso después.

Como Kay declaró ante el Comité de Servicios Armados del Senado el mes pasado, el Grupo Investigador de Irak “descubrió cientos de casos, basados tanto en documentos, evidencias físicas o el testimonio de iraquíes, de actividades prohibidas bajo la resolución inicial de la ONU 687 y que debieron haber sido mencionados en la 1441, con testimonios iraquíes que no sólo no revelaron esto a la ONU, sino que fueron instruidos de no hacerlo y de ocultar material”. Kay reportó: “Teníamos un número de iraquíes que se nos acercaron a decirnos: ´No revelamos a la ONU lo que estábamos ocultando, ni nos hubiéramos atrevido a decirlo´” porque el riesgo era demasiado grande. ¿Y qué es lo que estaban ocultando? Kay reportó: “Mantenían su actividad y sus programas vivos, con la intención de reasumirlos en el futuro. Así que era mucho lo que debían ocultar porque revelaría que todo era ilegal”. Como reveló Kay en octubre pasado, su team descubrió docenas de actividades relacionadas con programas de armas de destrucción masiva y cantidades significativas de equipos que Irak había ocultado a las inspecciones de la ONU que comenzaron a finales de 2002”. En particular, Kay reportó:

·        Una red clandestina de laboratorios y casas de seguridad del servicio de inteligencia iraquí que contenía equipos capaces de desarrollar armas químicas y biológicas. Esta clase de equipos fue explícitamente mencionada en el pedido de información de Hans Blix, pero le fue ocultado a Blix durante toda la investigación que este llevó a cabo.

·        Un complejo prisión-laboratorio que pudo haber sido usado en pruebas de agentes biológicos en personas. A los funcionarios iraquíes que organizaron las inspecciones de la ONU en 2002 y 2003 se les prohibió explícitamente inspeccionar la existencia del complejo prisión-laboratorio.

·        Las llamadas “reference-strains” de organismos biológicos, que pueden ser utilizadas en la producción de armas. Fueron encontradas en la casa de un científico.

·        Nuevas investigaciones en agentes aplicables a las armas biológicas, incluyendo la fiebre hemorrágica del Congo y Crimea, y continuas investigaciones de la ricina y la aflatoxina –que fueron ocultadas a Hans Blix a despecho de su petición de que se le suministrara cualquier información relacionada.

·        Planes y diseños avanzados de nuevos misiles con alcance de al menos 1,000 kilómetros, bastante más que el límite de 150 kilómetros impuesto a Irak por el Consejo de Seguridad de la ONU. Estos misiles le habrían permitido a Saddam amenazar objetivos que van desde Ankara hasta el Cairo.

El último mes Kay también reportó que Irak “estaba en los primeros escalones de renovar su programa [nuclear], construyendo nuevas instalaciones”.

Como Kay ha testificado repetidamente, Irak estaba “en flagrante violación de la 1441”. De manera que si el mundo hubiera sabido en febrero de 2003 lo que Kay dice que sabemos ahora –que no existen grandes depósitos de armas, pero que Irak continuaba buscando programas de armas de destrucción masiva al tiempo que ocultaba estos esfuerzo a los inspectores de la ONU que, dirigidos por Blix a la sazón en cumplimiento de la resolución 1441-- ¿no habría habido al menos tanto, y probablemente más, apoyo para ir a la guerra? Saddam habría quedado en evidencia como violador flagrante de otro conjunto de compromisos de desarmarse. Habría evidenciado de nuevo que no estaba dispuesto a abandonar tales programas y que no iba a aprovechar esta “última oportunidad” para desarmarse de una vez por todas. Si el mundo hubiera descubierto de manera inequívoca en febrero de 2003 que Saddam no estaba observando los compromisos que le imponía la resolución 1441, es muy probable que hasta los franceses hubieran encontrado dificultades para vetar una resolución de la ONU que autorizara la guerra. Como Dominique de Villepin reconoció en aquellos contenciosos meses que precedieron a la guerra: “Todos reconocemos que el éxito de las inspecciones presuponen que obtenemos la completa colaboración de Irak”. Cuál habría sido la reacción de conocerse que Saddam se había embarcado en otra ronda de mentiras y ocultamientos?

Si Kay está en lo cierto, Saddam había aprendido una lección en algún momento de los años 90s, quizás tras la defección de Kamal, quizás antes de la Operación Zorro del Desierto en 1998. Pero no era una lección lo que los Estados Unidos o el resto del mundo demandaban que él aprendiera. En un momento determinado Saddam pudo decidir que, en lugar de amontonar grandes arsenales, lo más saludable para él era continuar con los programas de producción de manera secreta, a la espera para entregarlas sólo si eventualmente la presión resultaba demasiado intensa. Para cuando los inspectores retornaron a Irak en 2002, Saddam estaba listo para cooperar un poquito más ya que había enmascarado sus programas de modo que pudieran escapar a mayores escrutinios. Había dado marcha atrás hasta quedarse con los esqueletos de los programas, a la espera del instante en que pudiera insuflarles vida de nuevo. Sin embargo, incluso así no permitió que los inspectores  lo examinaran todo. Sin duda esperaba que, de poder salir ileso de esa última ronda de inspecciones, lo dejarían en paz, tal vez levantándole las sanciones y poniendo fin a las inspecciones. Ahora sabemos que a comienzos de 2003 Saddam asumió que los Estados Unidos podrían lanzar otra ronda de ataques aéreos, pero no una invasión en gran escala. De manera que calculó que sus posibilidades de sobrevivir eran grandes y, como Kay concluyó: “Mantenían sus programas y actividades y ciertamente tenían la intención de reanudarlos en algún momento”.

¿Resultaba eso satisfactorio? Si tanto se había conseguido, si habíamos tenido éxito en que diera marcha atrás en sus programas y todo lo que tenía Saddam era la esperanza de tal vez volver a implementarlos algún día, ¿cuál era la razón entonces para ir a la guerra? Kay no cree eso. Ni nosotros. Si los Estados Unidos llegan a retroceder el año pasado, podríamos haber caído en la trampa sobre la que ya cinco años antes Berger había precavido. Habríamos vuelto al viejo patrón de “Irak desafía, a continuación nosotros nos movilizamos y a seguidas Irak capitula”, eso seguido de un nuevo desafío iraquí –y el cansancio tanto de la comunidad internacional como de los Estados Unidos.

Había un argumento el año pasado en contra de ir a la guerra. Pero recordemos de qué argumento se trataba. No tenía nada que ver conque si Saddam poseía armas y programas de armas de destrucción masiva. Todos y cada uno, desde Howard Dean a la junta editorial del New York Times a Dominique de Villepin a Jacques Chirac, daban por sentado que las poseía. La mayoría de reparos a la guerra tenían que ver con el timing. La queja más frecuente era que Bush apremiaba por la guerra. ¿Por qué no conceder a Blix y sus inspectores otros tres meses, o seis meses?

Ahora tenemos claro, sin embargo, que dar a Blix unos meses adicionales pudo no hacer ninguna diferencia. El mes pasado se preguntó a Kay qué hubiera ocurrido si a Blix y su team se les hubiera dejado proseguir su misión. Respuesta de Kay: “Cuanto puedo decir es que entre el numeroso personal científico iraquí con quien hablamos, muchos nos dijeron: La ONU nos interrogó; nosotros nos reservamos la verdad, no les enseñamos el equipo, no mencionamos siquiera esos programas; no podíamos hacerlo en tanto Saddam continuara en el poder. Sospecho que, no importa cuánto tiempo duraran las investigaciones, la respuesta habría continuado siendo la misma”. Kay concluyó que él y su team supieron de cosas luego de la guerra “que ningún inspector de la ONU pudo descubrir” en tanto Saddam permanecía en el poder.

Así que resulta muy dudoso que, con otros tres meses u otros seis meses, Blix y su gente hubieran podido llegar a una conclusión definitiva en un sentido o en otro. O que, por lo mismo, pudiera haberse dado un voto unánime en el Consejo de Seguridad a favor de la guerra al cabo de tales seis meses. Que los Estados Unidos habrían podido mantener en pie de guerra permanente a otros 200,000 soldados en el Golfo Pérsico es incluso más dudoso.

V

¿Acaso la administración proclamaba que la amenaza iraquí era inminente, en el sentido de que Irak poseía armas que estaban a punto de ser empleadas contra los Estados Unidos? Ese es el mayor de los cargos que formulan los enemigos de la administración Bush en la actualidad. Y resulta sorprendente, dada la certeza con la que estos cargos son formulados, cuán pocas son las citas de las palabras de la administración que sus críticos pueden esgrimir en respaldo a sus acusaciones. Afirmar que una acción es urgente no es lo mismo que decir que la amenaza es inminente. En efecto, el presidente dijo que la amenaza no era inminente, y que lo que teníamos que hacer (urgentemente) era actuar antes de que la amenaza deviniera inminente. Como el líder demócrata del Senado, Tom Daschle, dijo el 10 de octubre de 2002, explicando su apoyo a la legislación que autorizaba al presidente a ir a la guerra: “La amenaza representada por Saddam Hussein puede no ser inminente, pero es real, sigue creciendo y no puede ser ignorada”.

Una razón para que los críticos hayan estado insistiendo en que la administración afirmaba que la amenaza de Irak era inminente, nos parece se debe a lo fácil que resulta demostrar que el peligro para los Estados Unidos no era inminente. Pero la tesis central del argumento contra la guerra, tal como fue formulado antes de la misma, consistía en decir que la amenaza de Irak no sería inminente incluso si Saddam poseía cada arma prohibida en su arsenal. Recuerden, la inmensa mayoría de los argumentos contra la guerra asumían que esas armas prohibidas existían. Pero dichas armas, se decía, no eran un peligro inminente porque Saddam, como antes lo fue la Unión Soviética, podría ser contenido. Y lo que era más, el hecho de que Saddam poseyera esas armas era una razón adicional para que los Estados Unidos se abstuvieran de ir a la guerra. Porque, después de todo, lo más probable es que Saddam sí usara las armas que poseía como resultado de la invasión americana. El otro debate actual acerca de la “inminencia” es un intento ex post facto de reformular el viejo argumento sobre la guerra. El que los arsenales no hayan aparecido después no cambia en absoluto los contornos de aquel debate.

VI

El 8 de febrero en Ante la Prensa, Tim Russert preguntó al presidente si la guerra en Irak fue “una guerra elegida o una guerra necesaria. El presidente hizo una pausa antes de responder, pidiendo a Russert que se explicara mejor, como renuente a aceptar tal dicotomía. Tenía razón.

Porque eso de pelear una “guerra de elección” suena problemático. ¿Pero cuántas de nuestras guerras han sido, en puridad de verdad, guerras de necesidad? ¿Cuán a menudo el país debió encarar un peligro y una destrucción inminentes a menos que lanzara una guerra? ¿Fue la Primera Guerra Mundial una guerra de necesidad? ¿Lo fue la Segunda Guerra Mundial antes del ataque a Pearl Harbor o, después, respecto al conflicto con Alemania en Europa? ¿Fue la Guerra Hispano-Americana una guerra de necesidad? ¿Lo fue el conflicto de Corea? No hablemos de Vietnam, la República Dominicana, Grenada, Panamá, Somalia, Haití, Bosnia y el Kosovo. ¿Y qué decir de la primera Guerra del Golfo? Muchos argumentan que Saddam pudo ser (y de hecho lo fue) frenado en Kuwait y que eventualmente había sido forzado a contenerse mediante sanciones económicas.

En cierto sentido todas las anteriores fueron guerras de elección. Pero, cuando se miran en su contexto histórico y en sus circunstancias internaciones, todas se basaron en juicios acerca del costo de la inacción, los beneficios de la acción, y en cálculos estratégicos sobre si la pronta acción sería preferible a tener que actuar después en circunstancias menos favorables. En otras palabras, la guerra fue necesaria para nuestro interés nacional, si es que no fue absolutamente necesaria para la inmediata protección del suelo patrio.

En este caso, creemos que la guerra pudo habernos alcanzado eventualmente debido a la trayectoria de Saddam –en el entendimiento de que los Estados Unidos intentaban continuar desempeñando su papel como garantes de la paz y la seguridad en el Oriente Medio. La cuestión era si resultaba más seguro actuar antes o después. El presidente argumentó, convincentemente, que era más seguro –más necesario-- actuar lo más pronto posible. Las sanciones no podían seguir siendo mantenidas; la contención, ya bastante dudosa, estaba lejos de resultar persuasiva después del 11 de septiembre; y así la guerra para remover a Saddam se hizo, en el sentido más amplio, en el sentido relevante a la política internacional responsable, necesaria. Este es, por supuesto, un curso de legitimidad sujeto a debate –pero también debería serlo en el caso de que grandes arsenales de armas ya hubieran sido descubiertos.

VII

¿Pero qué en torno a los arsenales? El no poder encontrarlos, y ahora la afirmación de David Kay de que no existían al momento de la invasión el año pasado (una afirmación repetida por un sorprendente número de periodistas en el sentido de que nunca existieron en absoluto), han llevado a muchos a mantener que la guerra entera se llevó a cabo sobre premisas falsas. Ya hemos examinado ese punto, pero también queremos examinar la afirmación de Kay.

Estamos preparados para admitir que los enormes arsenales de ántrax, ricina, VX y otras armas biológicas y químicas que sin duda existieron fueron en algún momento destruidos por los iraquíes. Pero no comprendemos porqué Kay está tan seguro de saber cuál fue el destino de esos arsenales y el resto de los programas armamentistas de Saddam que no fueron encontrados.

De acuerdo al testimonio de Kay ante el Senado (y puesto que no ha sometido un informe por escrito ni existe documentación que apoye sus recientes afirmaciones, es cuanto cualquiera puede tener), Kay y su team fueron “a su trabajo sin tratar de encontrar dónde las armas estaban escondidas”. Cuando el Survey Group no encontró las armas “en los lugares obvios”, presumiblemente los lugares identificados por la inteligencia y otras fuentes, nos explica Kay, trató de descubrir la verdad por otros medios. Su principal método parece haber sido entrevistar a científicos que pudieran haber sabido qué se había producido y dónde pudiera estar guardado, así como el examen de una parte de los documentos descubiertos después de la Guerra. Kay reconoce que los arsenales, ciertamente, pudieran estar todavía escondidos en algún sitio. Pero no cree que lo estén.

Ante el cuestionamiento de los senadores, sin embargo, Kay admitió unas pocas áreas de incertidumbre. La primera, sus entrevistas con los científicos iraquíes. En algunas ocasiones Kay afirmó que, con Saddam fuera del poder, debía asumirse que los científicos ya no experimentaban miedo de contar la verdad y se encontraban dispuestos a colaborar. Por consiguiente, sus testimonios de que no existían arsenales debían resultar confiables. Pero cuando se le preguntó si los individuos que participaron en los programas armamentistas iraquíes pudieran temer ahora ser enjuiciados por crímenes de guerra, Kay respondió: “Absolutamente. Y el temor de algunos de los que se encuentran detenidos es muy grande”, lo cual es “una razón para que no hablen”. Así que resulta que algunos científicos no están colaborando. Esto produce, Kay sugiere, “un nivel de ambigüedad insoluble” respecto de los programas de armas de Saddam. ¿Pero es esta ambigüedad realmente “insoluble” o es sólo insoluble dentro de los límites de la investigación de Kay? ¿Resulta posible que cuando la totalidad de los científicos se sientan más confiados y seguros como para hablar nos enteremos de algo más?

Lo mismo podría preguntarse acerca de las búsquedas físicas que Kay no llevó a cabo. Cuando Kay sometió su informe interino en octubre de 2003, hizo notar que existían aproximadamente 130 áreas de depósitos de municiones en Irak, algunas con extensiones de hasta 50 millas cuadradas, y que incluían como 600,000 toneladas de casquillos, cohetes, bombas de aviación y otro material. En los 90s, los inspectores de la ONU supieron que los militares almacenaban materiales químicos en los mismos depósitos de las armas convencionales. Para octubre de 2003, únicamente 10 de esos depósitos de armamentos habían sido examinados por los equipos americanos. Kay no ha dicho cuántos más fueron examinados en los cuatro meses siguientes, pero uno no puede menos que sospechar que muchos de ellos están todavía sin examinar. Ciertamente esto crea otro nivel de ambigüedad que, con el tiempo, pudiera ser resuelto.

Finalmente está la cuestión de los documentos iraquíes. Comprendemos que miles de páginas confiscadas al final de la guerra no hayan podido leerse todavía. En los 90s, los inspectores de la ONU a menudo encontraban tesoros de información provenientes de un simple documento extraído de una montaña de papeles. ¿Es posible que alguno de los documentos todavía no leídos contenga información útil? Y además, de acuerdo al informe de octubre de Kay y a su testimonio posterior, los funcionarios iraquíes llevaron a cabo un esfuerzo masivo dirigido a destruir evidencias, quemando documentos y rompiendo discos duros de computadoras. El resultado, Kay reconoció, es que “no seremos capaces de probar… algunas de las conclusiones positivas que pretendíamos”. He aquí un nuevo nivel de ambigüedad.

La verdad es que ni Kay ni nadie sabe qué pasó con los depósitos que se conoce positivamente Irak poseyó en el pasado –porque los mismos iraquíes admitieron poseerlos. De nuevo, estamos dispuestos a admitir que Saddam no poseía esos arsenales el año pasado cuando la guerra comenzó. Pero es demasiado pronto, consideramos, como para dar por definitiva esa conclusión. Ni encontramos particularmente persuasivo el argumento de que Saddam no poseía esos armamentos, pero quería convencernos de que sí los poseía, o el de que él sí creía en su existencia, pero no porque existieran, sino porque lo engañaban todos cuantos lo rodeaban. Esas hipótesis son posibles. Como también es posible que encontremos los depósitos de armas o evidencia de que fueron destruidos o movidos de lugar justo antes de empezar la guerra.

Kay, curiosamente, sugirió él mismo en una entrevista de prensa que los depósitos o una parte de ellos pudieron ser transferidos a Siria antes de la guerra. Si eso fuera cierto, entonces no sería verdad el caso hecho por Kay de que “estábamos todos equivocados”. La semana pasada, sin embargo, otro informe del gobierno americano referente a las armas iraquíes apareció en la prensa. Si bien ampliamente mal citado como confirmación de las alegaciones de Kay respecto a los arsenales, ciertamente el informe arroja dudas sobre ello. En diciembre de 2002, según el USA Today, un team de analistas de inteligencia americanos predijo que resultaría extremadamente dificultoso encontrar armas de destrucción masiva después de una invasión. El estudio había “considerado, pero rechazado, la posibilidad de que Irak no hubiera prohibido las armas”. Pero predecía que “localizar un programa que… ha sido conducido con negativas y ocultamientos no es tarea sencilla”. Los esfuerzos para encontrar las armas después de la guerra podrían ser como “tratar de encontrar muchas agujas en un pajar… en un panorama en el que se desconoce el número de agujas que puedan estar ocultas”.

Continúa siendo posible que aparezca nueva evidencia. Comprendemos que algunos deseen dar por terminada la búsqueda ahora mismo. Pero no vemos cómo puede beneficiar eso a los Estados Unidos o al mundo si se hace prematuramente.

VIII

Sea cual sea el resultado de esa búsqueda, continuará resultando válida la noción de que valía la pena pelear la guerra y de que era necesario pelearla. Para el pueblo de Irak, la guerra puso fin a tres décadas de terror y sufrimiento. Las tumbas colectivas descubiertas desde el fin del conflicto son ellas solas suficiente justificación para el mismo. Asumiendo que los Estados Unidos continúan comprometidos a ayudar a establecer un gobierno democrático en Irak, eso será una bendición tanto para el pueblo iraquí como para sus vecinos. Y para esos vecinos la amenaza de la agresión de Saddam, que pendió sobre ellos por más de dos décadas, finalmente ha sido eliminada. Las perspectivas de guerra en la región han disminuido considerablemente gracias a nuestra acción.

También queda vez más claro que la batalla de Irak ha sido una victoria importante en esa guerra más amplia en la que estamos enfrascados, una guerra contra el terror, contra la proliferación armamentística y por un nuevo Oriente Medio. Algunos otros regímenes en la región que intentaban desarrollar armas de destrucción masiva empiezan a sentir la presión, y algunos han comenzado a moverse en la dirección correcta. Libia ha renunciado a su programa de armas de destrucción masiva. Irán ha hecho al menos gestos que indican que abrirá a la inspección su programa nuclear. La red internacional clandestina organizada por el paquistaní A.Q. Khan, que desempeñó un papel central en la diseminación nuclear entre estados delincuentes, ha sido revelada. De Irán a Arabia Saudita las fuerzas liberales se han visto estimuladas. Estamos pagando un precio cierto en sangre y en dinero en Irak. Pero creemos que ya está claro –tan claro como pueden serlo las cosas en el mundo real-- que el precio de la liberación de Irak ha valido la pena.

Robert Kagan es un editor colaborador para The Weekly Standard. William Kristol es el editor de The Weekly Standard.
En el número del 23 de febrero de 2004:
La liberación de Irak justificada de sobra.
02-23-2004, Volume 009, Issue 23
Traducido por José A. Zarraluqui.