¿Ingenuidad o mala fe en las relaciones con Cuba?

UN CASO APARTE

Por Adolfo Rivero Caro

Es deprimente leer los comentarios que ha despertado la invitación de Cuba como observadora a la reunión interparlamentaria iberoamericana o las actuales discusiones sobre si el gobierno revolucionario debe ser reintegrado a la Organización de Estados Americanos (OEA). Demuestra que nuestro siglo ha visto el surgimiento y la extinción de las "dictaduras del proletariado" sin que el mundo libre haya llegado a un consenso sobre cómo tratarlas.

Quizás el origen del problema está‚ en que la mayoría de los profesionales y empresarios que entra en la lucha política no conoce la teoría marxista ni ha vivido la práctica revolucionaria. En muchos casos, se trata de cuadros bien preparados para desempeñar el papel de estadistas y orientar el futuro de sus países. Pero, es muy dificíl que, además de haber desarrollado capacidades de profesionales, de empresarios y posteriormente de políticos, también hayan conseguido un conocimiento satisfactorio de la teoría y la práctica marxistas. Esta carencia, sin embargo, los coloca en seria desventaja a la hora de enfrentarse a dirigentes comunistas en el poder. Simplemente, no los comprenden.

Cualquiera que haya adquirido experiencia en el trato con diversos tipos humanos, como suele ser el caso de los políticos, desarrolla una natural confianza en cuanto a su capacidad personal para persuadir, convencer y llegar a compromisos. Esa confianza suele estar justificada. Pero lo que confunde a muchos dirigentes es pensar que los comunistas son iguales a los demás políticos. Es es un error. Los comunistas son diferentes. Y lo son porque tienen una filosofía radicalmente diferente sobre la sociedad, y sobre la vida.

Para los comunistas, la sociedad está  dividida en clases, y esas clases están en una lucha constante e implacable. Según ellos, los empresarios, los dueños de los medios de producción, explotan y oprimen a los que no tienen medios de producción. De esa situación básica, se derivan todos los males de la sociedad. Por consiguiente, no puede haber imperativo moral ni objetivo más importante que eliminar esa explotación y esa opresión. Es decir, no puede haber objetivo más importante que acabar con la clase de los empresarios, de los capitalistas, de los burgueses.

Esa lucha, esa guerra de clases, admite retrocesos, retiradas, treguas, desviaciones y enmascaramientos. Admite la mentira, el engaño, el abuso, la hipocresía. Todo está justificado: es una guerra. Y se hace en aras de un bien supremo: una sociedad nueva, sin explotadores ni explotados donde florecerán todas las virtudes y desaparecerán todos los vicios. Lenin se burlaba de los que pretendían hacer una revolución con las manos limpias. Jean Paul Satre le dedicó al tema una pieza de teatro titulada "Les Mains Sales" (Las Manos Sucias).

En esa guerra, lo único que no admiten los comunistas es la paz. Y por una razón muy sencilla: sería aceptar la sociedad de la explotación y la opresión, sería rendirse ante el enemigo de clase. Por consiguiente, la única relación posible entre un país comunista y un país libre es una relación de guerra más o menos fría, más o menos encubierta. Los dirigentes comunistas, por ejemplo, insisten en que no intervienen en los asuntos internos de otros países. Pero eso es simplemente imposible porque sería renunciar al "internacionalismo proletario".

Para los marxistas, la clase obrera de todos los países sufre la misma explotación a manos de sus respectivas burguesías. Esas burguesías están íntimamente relacionadas entre sí. Por consiguiente, los proletarios de todos los países tienen que estar unidos en esa lucha común contra sus burguesías, y tienen que ser solidarios entre sí. Ese es el sentido del famoso llamamiento con que termina "El Manifiesto Comunista": ‘¡Proletarios de todos los países, uníos!'

De aquí que todos los partidos comunistas tengan la obligación de ayudar a sus camaradas de otros países. Y ¿cuál será  la mejor ayuda y la máxima expresión de solidaridad? Pues ayudarlos a hacer una revolución, por supuesto. Todos los demás objetivos son secundarios y están dirigidos, en última instancia, a promover esa aspiración central e irrenunciable. Cualquier tipo de cooperación, en cualquier campo, va a estar dirigida, en última instancia, a subvertir la sociedad actual y hacer una revolución social.

Tratar al Partido Comunista de Cuba y al gobierno cubano como a partido y un gobierno igual que los demás es una idiotez y una irresponsabilidad, sino algo peor. Es suponer, gratuitamente, que no toman en serio sus propios principios. Habría que esperar, como mínimo, a que el PCC dijera haber renunciado a la ideología marxista-leninista, Mientras no lo haga, olvidar su naturaleza intrínsecamente subversiva porque los diplomáticos cubanos sean simpáticos, regalen tabacos Cohiba o inviten a pasar vacaciones en Varadero es sencillamente dejarse estafar, hacer el papel de imbécil y ser objeto de burla entre los comunistas. El gobierno cubano se considera a sí mismo como un enemigo mortal e implacable del mundo libre. Por consiguiente, sólo cabe darle la razón y tratarlo como tal. En nuestro hemisferio, Cuba es un caso aparte.