En defensa del neoliberalismo

 

Fin de una utopía (II):
Los marxistas

 

Juan F. Benemelis

     Los marxistas olvidarían que el propio Marx, en un discurso en Ámsterdam en 1872, afirmó que éste análisis-método sólo era válido para el continente europeo y no así para Inglaterra, pues las vías para el socialismo resultaban tan disímiles como lo eran las condiciones específicas de cada país. Marx estimó que en los casos de Inglaterra, Estados Unidos y Holanda funcionaría el tránsito pacífico al socialismo, pero que Rusia, Alemania y acaso Italia se inclinaban más a la violencia (Marx, Engels, 1942).

     El marxismo es el fruto de la evolución del estatismo prusiano y su realización filosófica hegeliana, con su modelo más exultante en la Rusia zarista y en las despotías orientales asiáticas (Mongolia, China, Vietnam, Corea del norte).

    El marxismo se armaría a partir de un estudio parcial sobre los mecanismos de la economía mercantil en Inglaterra (El Capital de Marx), fraguado dogmáticamente como el patrón universal de funcionamiento capitalista. La doctrina incorporaría el controversial método dialéctico hegeliano, y adicionaría una significación materialista de la historia y la sociedad calcada del evolucionismo darwiniano y aderezada con ciertas opiniones de Ludwig Feuerbach.

     El marxismo sería la ramificación de las teorías mecanicistas de su época, imaginando a la historia de la sociedad como una extensión de la historia natural; juzgando al proceso del conocimiento como un corolario del medio y de la praxis, a manera de un procedimiento de comprobación de hipótesis en el que los humanos y sus acciones logran manipular el destino de la sociedad; el marxismo resultó, en suma, una fórmula de voluntarismo (Kolakowski, Leszek, 1978, 249). Como todo organismo doctrinario del siglo XIX, desembocó en recursos absolutistas, presumiendo haber agotado la suma del pensamiento humano precedente, generalizando la convicción de que resultaba imposible cualquier intento de innovación ajena o inversa a sus preceptos básicos.

     Tanto en Augusto Comte como en Marx, impera la idea estereotipada de que las leyes físicas eran absolutas; estos autores consideraron haber aportado métodos concluyentes y científicos, para el estudio de la historia y la sociedad, al estilo de la física, y en contra de la abstracción filosófica que descuella en George Hegel. Esta quimera de instaurar una suma absoluta del pensamiento occidental es profesada por Comte, Seren Aaby Kierkegaard, Ludwig Feuerbach y por el Marx de La Filosofía Alemana. Los discípulos de Claudio Henri, conde de Saint-Simón, influyeron en Comte, quien echaría las bases del método reduccionis­ta de analizar la sociedad, una especie de física social: lo que luego se llamó la sociología.

     Esta concepción predominaría intensamente en los jóvenes hegelianos, especialmente en Ludwig Feuerbach y en Marx, aunque al final ambos se rebelaron contra la abstracción del Dios hegeliano, en ocasión de cuestionar la autoridad del Estado, y al debatir la fusión del Estado y religión. Feuerbach, extirparía al dios kantiano, rechazaría la especulación teocéntrica hegeliana, impugnaría la incorporación del orden temporal y espiritual en el Estado, entronizando la esencia religiosa de una antropología humana. Marx trata de fundar una ciencia capaz de responder a las utopías de su época, cimentada en el evolucionismo darwinista, en el absolutismo cartesiano, en el antiteísmo feuerbachiano, en las utopías sociales y en la dialéctica hegeliana.

     Pero el producto sería un instrumento dogmático de análisis y acción social, y la creación inconsciente de una ideología religiosa centrada en el hombre, que suplantará el absoluto de Dios con el nuevo arbitrio de la exaltación antropológica del positivismo feuerbach­ian­o y del Estado planificador prusiano. Como Jacques Maritain ha expresado, el marxismo resulta la última herejía conocida del cristianismo (Maritain, J. 1962). Ciertam­ente, la praxis de Marx se transformó en antítesis del idealismo hegeliano.

     Para Marx, la filosofía tendría que dejar de existir, pues ella sólo era una “intelectualización” teológica; el centro del pensamiento de Marx lo sería Feuerbach, como se demuestra en su antropología, cuya estructura económica, a manera de parte del todo, asume la conducción del movimiento hegeliano y, en última instancia, a ella responde la filosofía. 

     El propósito de hacer uso de las supuestas “leyes históricas” llevó a que muchos concibiesen el capitalismo y el socialismo como sistemas globales diametralmente opuestos entre sí. Pero la comparación resulta forzada ya que si el socialismo fue una construcción artificial, un intento de institucionalizar compulsivamente la fraternidad humana, el capitalismo se desarrolló espontánea y orgánicamente a partir del comercio, sin que fuese planificado, sin necesidad de ideologías, salido de la naturaleza humana en función de la supervivencia y el trabajo, por deplorable que sus motivaciones fuesen.

     La historia ha conocido de ejemplos limitados de igualdad voluntaria, como la practicada en los monasterios y en un puñado de cooperativas seculares. Sin embargo, la igualdad coercitiva inevitablemente requiere de medios totalitarios, que a su vez envuelve la extrema desigualdad porque entraña el acceso desigual a la información y al poder. La idea de socialismo con su uniformidad perfecta entronizada por medios institucionales, como una alternativa de sociedad al capitalismo, comporta la servidumbre totalitaria puesto que la abolición del mercado y la estatalización lo producen...

     La distribución igualitaria de los bienes materiales es impracticable a partir del momento que el poder se halla concentrado en una oligarquía incontrolable. El Mesías comparece como salvador pero de igual forma como el Anticristo opresor.

     La tradición socialista incluye innumeras variantes aparte del marxismo. Algunas ideas socialistas llevan en sí, imbricadas en sus valores liberales, la tendencia totalitaria, como es el caso de las utopías del Renacimiento, de la Ilustración, y la de los “saint-simonianos”. Las prácticas utópicas socialistas fraguadas por Saint-Simon, Charles Fourier, Robert Owen, y Prosper Enfantin, implicaban la alteración del comportamiento humano con vistas a perfeccionarle para las tareas fabriles.     

     Nadie puede entremeterse en la historia posterior a su transcurso. Asimismo ningún individuo del siglo XIX, por ejemplo, ni siquiera Marx o Hegel, puede reflejar exactamente la mentalidad de otro individuo de tiempos atrás. La historia, en este punto, es totalmente impenetrable y rígida, y se ubica más allá del poder humano para reconsiderar y alterar su definición. Por eso, articular el pasado y presentarlo en una manera que “realmente” sucedió es alterar su contenido al estilo de los teólogos medievales. Y en este punto, la auto-consideración marxista de lo ineludible del comunismo, la aísla de cualquier corrección a su doctrina, aunque ella provenga de los hechos de la vida real.

     Acorde con la doctrina marxista, el socialismo es inevitable por ser una necesidad de orden económico, por eso, marxistas como el italiano Palmiro Togliatti no encontraban respuestas a cómo se iba esfumando la necesidad de la revolución, a medida que se elevaba el nivel de vida general en el mundo capitalista (Togliatti, 337, 1964). Ninguno de los marxistas posteriores a Marx (Eduard Bernste­in, Kautsky, Lenin, Bujarin, Mao Zedong, Ernesto "Che" Guevara, Fidel Castro) consideraron que el socialismo se instauraría por circunstancias económicas. Entonces, serían las posibilid­ades políticas de asumir el poder lo esencial.

     La incoherencia del marxismo gestaría escisiones dentro de sus seguidores de la II Internacional, en la socialdemocracia alemana, en los bolcheviques y mencheviques rusos. Las disparidades de nociones respecto a la ciencia, entre el siglo XIX y XX (mecánica‑inmutable; relativa‑referencial) se hizo sentir en el marxismo. De un concepto absoluto‑determinista en el Marx de El Capital, se saltó al relativista‑voluntarista del leninismo, puesto que la inmutabilidad de las leyes científicas había sido erosionada por la física. Al hacer, además, la ciencia causa común con la tecno‑industria, el marxismo determinista fue condicionado a un ideologismo mesiánico, incitado por un voluntarismo destructor, encarnado en George Sorel y propagado al bolchevismo y al fascismo.

En momentos de la II Internacional, los líderes socialistas y de la izquierda (como Jean Jaures, August Babel, Filippo Turati, Charles Vandervell, Julios Martov, etcétera) en general no solo luchaban contra el militarismo y el chovinismo, y abogaban por la igualdad universal, por la educación obligatoria, los servicios sociales de salud, el impuesto progresivo y la tolerancia religiosa, sino también por la educación secular, la abolición de la discriminación racial y nacional, la igualdad de la mujer, la libertad de expresión y de reunión, la regulación jurídica de las condiciones laborales, y un sistema de seguridad social.

Pero todo cambió después de la Primera Guerra Mundial cuando el término socialismo y, por consiguiente, el de izquierda fue completamente monopolizado por el leninismo y el estalinismo, los que castraron tales demandas para lograr sus objetivos. Los marxistas pregonaban que el capitalismo sería reemplazado por alguna variante del socialismo. Pero, casi todos estos ideales “socialistas” de hecho fueron introducidos como reformas sociales en los países democráticos, operando con economías de mercado. Así, el socialismo naufragaría en su intento inicial de transformarse en una sociedad alterna al capitalismo. Lo cual no niega que el término justicia social sea renglón activo en la agenda de todas las organizaciones políticas de los países democráticos.

      El marxismo originalmente parecía perfecto y atractivo. Su método era figuradamente científico y su visión tenía visos utópicos; pero el marxismo en la práctica derivó diferente; no pudo hacerse justicia al revelarse consumadamente negativo para la condición humana y para la sociedad. Mucho más que una teoría social o un sistema ideológico logrado, el marxismo resultaría para la dirigencia comunista un instrumento legitimador de su profesión y de la búsqueda de ciertos objetivos como el poder político, la extensión universal, por todos los medios posibles, de la sociedad de la cual serán portavoces. El marxismo sería un modelo obligado a calzar la remodelación de la historia reciente y la conciencia popular.

    Una de las razones de la popularidad del marxismo entre los intelectuales ha sido el hecho de que presentaba una llave universal que franqueaba todas las puertas y todo lo descifraba; un instrumento que viabilizaba el entendimiento de toda la historia y la economía. Esta es una de las explicaciones del por qué muchos de ellos se han mostrado histéricamente críticos a las fallas de las democracias, pero están prestos a tolerar los crímenes más horrendos si ellos son cometidos a nombre de las doctrinas apropiadas.

El marxismo es tan seductivo precisamente porque entroniza la ilusión de que del principio al fin las cosas son posibles, que todas las viejas instituciones, la estructura de la sociedad, incluso la naturaleza humana pueden ser renovadas en la encrucijada de la actividad revolucionaria. Pero ningún orden social puede descansar en la virtud y el desinterés de los ciudadanos. El progreso genuino es lento e imperceptible, imperfecto y pedestre, aburrido y sin glorias.

     El poder de convicción de la ideología marxista se arraiga en su intención de presentarse como una filosofía científica, capaz de responder a todas las inquietudes que plantee el individuo. Sus portavoces se mirarían como los profetas o responsables del nuevo orden, partiendo de las "enseñanzas" de Marx, reputadas como perfectas y que Lenin presentó como la excepcional ciencia de la sociedad. Sus incondicionales pregonarían el derecho a violentar las estructuras sociales y económicas y generar un control en todas las esferas (Trotsky, 1987).

     Marx heredó de Hegel la idea de las contradicciones internas y de los conflictos que conducían a la disrupción y el cambio en la sociedad. Al presentar la historia de la humanidad como un proceso donde, obligatoriamente, las etapas económicas son sustituidas por otra más avanzadas, y al alegar, por otra parte, que el comunismo era la fase siguiente al capitalismo, los marxistas expresaban su derecho a tomar el poder como fuese, y destruir la sociedad capitalista y sus representantes.

     La toma por la fuerza del Estado, la eliminación física de la oposición, la dictadura de clase, la supresión de la propiedad privada, la intervención activa, etcétera, todo se hace para que se cumplan las leyes impersonales de la historia. El propio Marx esbozaría los mecanismos subconscientes que tornarían su teoría social en un credo religioso, en la idea y el sueño de que el desenlace del mundo estaba cercano inspiró a los cristianos primitivos en su conflicto dentro del imperio romano y les procuró confianza en la victoria (Marx, Engels, 387, 1942).

     La “confirmación” científica de la irrevocable desintegración del orden dominante de la sociedad, y el creciente sufrimiento de las masas por los fantasmas del gobierno, garantizan que con el impulso de una verdadera revolución proletaria se crearán también las condiciones para el próximo "modus operandi".

     No hay argumentos que puedan hacer variar de opinión al teórico marxista Merleau-Ponty cuando nos asegura que en el mundo moderno el proletariado es el único instrumento subjetivo del cambio, o cuando escribe que el marxismo no es una filosofía de la historia, sino que es “la filosofía de la historia”, y no aceptarla es bloquear nuestra razón histórica. Es lo mismo con Jean Paul-Sartre el cual defendió los regímenes totalitarios de la Unión Soviética y de Cuba y, a la vez, mostraba un rechazo a los Estados Unidos y a la democracia liberal. El supuesto radicalismo ético sartreano, combinado con su ignorancia sobre el comportamiento histórico de las estructuras sociales, le predispuso a cualquier reforma.

     Esta contradicción flagrante del marxismo cobra cuerpo en Rusia, en la dicotomía bolchevique‑menchevique; el determinis­mo representado por los mencheviques y el voluntarismo por los bolcheviques. Sentado en la roca del bolchevismo, en la Rusia atrasada, Trotsky impacient­aba porque se produjera el derrumbe automático predicado por Marx en los polos industrial­es del planeta (Wolfe, B, 1964).

    El estalinismo elaboró la versión moderna de la conquista del poder sólo mediante los resortes de la violencia, y redondeó el pensamiento leninista de la plasmación del socialismo a través de una élite o vanguardia partidista que transfiguraría la idea de dictadura proletaria lanzada por Graccus Babeuf, así como la implantación del comunismo mediante un hombre nuevo (Mairakis, K., 1976). El error consiste en pensar realmente que el capitalismo prepara y califica al proletariado para asumir el poder y la conducción de la nueva sociedad, como predicó Marx.

La intelectualidad europea del momento quedó hechizada con los bolcheviques. No sólo Lenin, sino el propio Stalin sería enaltecido, al punto que los mismos admiradores del Trotsky fundador del Ejército Rojo luego, haciéndose eco del estalinismo, le denunciaron como un agente de Hitler. Y, los propios escritores que adjudicaron a Stalin los títulos de Líder y Maestro, luego brincaron al carro de Nikita Jruschev cuando éste “descubrió” el culto a la personalidad.

     En Estados Unidos, durante la depresión económica que se desató en la década de los treinta del siglo XX, intelectuales como Edmund Wilson, John Dos Passos, Malcolm Cowley, Francis Scott Fitzgerald, Josephine Herbst, Theodore Dreiser, etcétera, consideraron que el caos social y económico que padecía la nación sólo podría rectificarse mediante un cambio de sistema. Estos intelectuales se convirtieron en portavoces del marxismo de Occidente. Es conocido que tras su viaje a la Unión Soviética en 1954, Sartre elogió la libertad de crítica existente en ese país.

     La frustración política de la izquierda intelectual anti-estalinista, como Sidney Hook y Max Eastman, entre otros, radicaba en el método de la relación dialéctica entre la teoría marxista y la práctica. Muchos de ellos descartaron el aspecto idealista de la ecuación marxista y mostraron su impaciencia con el lento paso de los cambios sociales, concluyendo que el estalinismo no era una aberración, sino que significaba el precio a pagar para arribar al comunismo.  

Los apologetas del marxismo rechazan la identificación del socialismo y del comunismo con el régimen burocrático totalitario que surgió en la aislada y atrasada Rusia zarista. En sus primeras semanas, nadie lo niega, las masas proletarias y rurales pensaron que con el soviet habían asumido el poder. Pero el proceso se desvió por canales imposibles de advertir por los obreros y campesinos, invalidando los ideales proclamados en las consignas iniciales.

     El sociólogo francés Raymond Aron, fue uno de los pocos intelectuales que acertó en el carácter y realidades del socialismo. Aron acertó en sus análisis sobre Adolf Hítler, Josef Stalin, Mao Zedong, Fidel Castro, y también sobre las ventajas de los regímenes capitalistas de Occidente, pese a sus fallas, considerándolos como la mejor y única esperanza para la humanidad.   

     Los descendientes de Marx y Nietzsche, de Hegel y Freud, desandando por vías diferentes han coincidido en el mismo punto. El existencialismo de Sartre, el nihilismo de Jacques Derridá o Michel Foucault, todos exhiben la misma incontinencia intelectual. A ellos no los une una doctrina coherente sino un espíritu de oposición al orden democrático establecido, lo que puede considerarse como la enfermedad ocupacional de los intelectuales.

     Al subvertir la idea del dios absoluto y unitario por una praxis donde el humano sintetiza los elementos contrarios para lograr una sociedad paradisíaca de productores, el Marx ideólogo no pudo forjar una ética humanista, pese a los denodados esfuerzos de Sartre y Louis Althusser, horrorizados ante el estalinismo (Rousset, D, 261-275, 1973).

     Dentro de este núcleo rector la ética no derivó en el cuerpo teórico marxista sino que sería la disciplina y el centralismo militar lo que facilitó la gestión de encuadrar y pasar por alto el debate crítico, con una ausencia total de ideología común. Marx sólo consigue incorporar una inconsistente idea sobre una sociedad paradisíaca futura de los trabajadores y la realidad de un estado antiteísta, igualitaris­ta que ha provocado más victimas y sufrimientos que sus contemporáneos capitalistas.

     Es falso que la consecuencia cardinal de la ortodoxia marxista en la época contemporánea resulte su influjo en los cenáculos intelectuales, en la esfera de la abstracción. Su fuerza cardinal reside, esencialmente, en su capacidad de organización, que propicia la manipulación directa mediante el partido y los órganos represivos, e indirecta a través de la ideología y los medios masivos de comunicación de las masas.

     Esta nueva izquierda sería hechura indirecta de los tímidos pasos de la desestalinización en el bloque soviético, idealizando la perspectiva de establecer un orden comunista con funcionamiento democrático, olvidando que el monopolio totalitario del partido comunista implicaba la esencia del sistema. Más que una reinterpretación o retorno a las fuentes marxistas se estaba en presencia de una proyección nuevamente utópica de una ideología estatal (Fonoieille-Alquier, F., 1979).

     Si en parte alguna el sistema marxista se dislocó ante la realidad fue precisamente en los lugares que se arraigó como el cuerpo doctrinario oficial violentando los obstáculos éticos, morales, políticos, filosóficos e institucionales con el solo objeto de asentar el poder totalitario de la burocracia o de una personalidad carismática. Irónicamente, los calificados como “herejes” y “revisionistas”,  y finalmente purgados del movimiento comunista (August Bebel, Jules Martov, Leon Trotsky, Nicolas Bujarin, Miroslav Djilas, Leszek Kolakowsky) al final fueron los críticos más devastadores del marxismo y del orden estatal colectivista que se establecía en el siglo XX.

     Los principios del marxismo fueron catequizados en aquellos países que presenciaron una revolución atípica de la propia teoría (Rusia, Yugoslavia, Vietnam), tanto por sus métodos como por las condiciones sociales y económicas reinantes. Se presenciará una distorsión de la utopía socialista, de un nuevo fenómeno social y económico provocado por la obsesiva acumulación originaria, las tendencias ultra-nacionalistas y los intereses de la nueva clase burocrática en formación, como ha quedado ilustrado en la obra de Rush Myron sobre la lucha por la sucesión en la ex Unión Soviética (Rush, M, 1965).

     Los marxistas contemporáneos, al comprobar la invalidez del determinismo económico de Marx como germen del cambio, echaron manos del aparejo político‑insurre­ccional para no abdicar su objetivo de asumir el poder (Bloodworth, D., 1970). El maoísmo y el castro‑gue­varismo serían los últimos arrojos de los marxistas por reformular la sociología de Marx, especialm­ente en lo que se refiere al determinismo de las formaciones económicas (Gray-Cavendish, 1968). 

     Hasta ahora, sin embargo, la pretendida nueva sociedad no se formó y surgió de la arcaica. Se produjo un vacío imprevisto por Marx. Así, discurriría el peligro de esperar por el evolucion­ismo histórico para el éxito revolucio­nario, ejemplificándolo con el yerro de Marx cuando le viró las espaldas a la Comuna de París. Pero también percibimos al Marx discontinuo, dialéctico del marxismo. Como admitiría Alvin Gouldner "para los marxistas críticos, las estructuras son producidas por la alienación de las personas con respecto a sus propias acciones y adhesiones, y la historia no la hacen las estructuras sociales, sino grupos de personas" (Gouldner, Idem).