En defensa del neoliberalismo

 

Problemas en el Departamento de Estado

 

Adolfo Rivero Caro

En los últimos 20 años, Estados Unidos ha acabado con la amenaza mundial del comunismo, eliminando así el peligro de una guerra mundial atómica. Ha sido la revolución política más grande del siglo XX. En gran medida, se consiguió frente a la feroz oposición de los liberales americanos. Estos se opusieron al despliegue de los misiles Pershing en Europa, al escudo antimisiles (la llamada guerra de las galaxias), a la ayuda a la oposición antisandinista, las tropas que luchaban contra la insurgencia marxista en Centroamérica, a la invasión de Granada. En breve: a toda iniciativa de política exterior anticomunista de los últimos 20 años, precisamente las mismas que ganaron la guerra fría. Tras el colapso del campo socialista, Estados Unidos ha seguido luchando por promover la libertad y el respeto por los derechos humanos. ¿Qué régimen democrático ha sufrido a sus manos? Ninguno. No sólo eso. Tras el mortífero ataque del 11 de septiembre, Estados Unidos se ha lanzado, casi solo, en una victoriosa ofensiva mundial contra el terrorismo. Y, sin embargo, en vez de ser elogiado como el campeón de la libertad y la democracia, Estados Unidos es acusado de arrogante e imperialista.

Ante esta situación, uno se tiene que preguntar qué departamento del gobierno está directamente responsabilizado de las relaciones de Estados Unidos con los demás países del mundo. ¿Cuál es el encargado de promover la imagen de EEUU como efectivo campeón de la libertad y los derechos humanos? Obviamente, esto es tarea del Departamento de Estado. Hay que llegar a la conclusión, por consiguiente, que hay algo que no está funcionando bien en el centro mismo de la diplomacia americana.

La burocracia federal está llena de ''liberales'' derrotistas. Su influencia es menor, salvo en lugares muy sensibles como el Departamento de Estado y los organismos de inteligencia. Los mismos que se oponían a enfrentarse a los comunistas en la guerra fría son lo que hoy se oponen a la guerra contra el terrorismo. En vez de enorgullecerse por los brillantes triunfos de las armas americanas en defensa de la libertad y la democracia, se trata de restarles legitimidad, exagerar su costo y minimizar los éxitos conseguidos en la reconstrucción de Irak. Todo para tratar de convencer al pueblo americano de que debe convertir el triunfo en derrota, salir huyendo de Irak, y entregar la dirección del país a los derrotistas y los capituladores.

Nuestros enemigos interpretan esta histeria en tiempo de guerra como evidencia de un debilitamiento de la voluntad nacional. Nadie puede discutir que esto les da importante ayuda y aliento. Ahora bien, si en organismos claves del gobierno abundan los funcionarios que comparten esas opiniones, ¿cómo se va a poder aplicar una política antiterrorista enérgica y coherente?

Este triunfo que nos quieren arrebatar es de colosal importancia. Está transformando el mapa geopolítico del Medio Oriente, la zona más peligrosa, violenta y conflictiva del mundo. Ya los gobiernos de Afganistán e Irak no albergan, protegen y financian a las organizaciones terroristas. Consolidar regímenes democráticos en estos países, sobre todo en el rico y estratégico Irak, inevitablemente tendrá consecuencias enormemente positivas para toda la región: para Irán, Siria, el Líbano, Arabia Saudita. Y, muy particularmente, para la eventual solución del conflicto entre árabes e israelíes, indisolublemente vinculado a la guerra contra el terrorismo.

En efecto, todos los países árabes que rodean a Israel están comprometidos con la aniquilación del estado judío, pero carecen de la capacidad militar para poder enfrentarse al mismo y destruirlo. De aquí que, de forma más o menos encubierta, todos apoyen la utilización del terrorismo en su contra, y ninguno aspire realmente a llegar a un compromiso pacífico. Es el caso de Yasser Arafat, un terrorista entrenado por la KGB. Es posible conseguir acuerdos con dirigentes políticos democráticos que tienen que contar con las mayorías y pueden ser presionados por la opinión pública. Ese no es el caso cuando se trata con dictadores y grupúsculos terroristas que pueden jactarse de su inflexibilidad porque no tienen que contar con sus pueblos. Estos elementos sólo utilizan los supuestos acuerdos como simples treguas que les permiten reorganizarse y recuperar fuerzas en momentos de retroceso y debilidad. Es por esto que mientras la democracia no irrumpa en la región, el terrorismo va a seguir dominando políticamente y nunca se va a poder llegar a un verdadero acuerdo de paz. Es la visión, radicalmente nueva, de la administración. Y de aquí la importancia estratégica que Irak tiene en la misma.

Estados Unidos vive un momento particularmente peligroso. Independientemente de Afganistán e Irak, Corea del Norte e Irán están planteando graves e inmediatos problemas. Menos visible, está América Latina. Evo Morales y sus adláteres van a tomar a Bolivia de rehén durante la próxima cumbre iberoamericana. Las provocaciones de Chávez siguen caldeando el explosivo ambiente político venezolano. Shafik Handal, ex secretario general del Partido Comunista de El Salvador, está postulado para las próximas elecciones presidenciales y los sandinistas también aspiran en Nicaragua. Desde La Habana, Fidel Castro orienta y coordina toda esta vasta ofensiva subversiva, con el apoyo de Brasil, como mostró la reciente visita de Lula. ¿Qué está haciendo el Departamento de Estado mientras tanto?

La necesidad de reorganizar el gobierno federal no es nueva. Ha sido detalladamente expuesta en los resultados de la comisión Hart-Rudman, una comisión bipartidista organizada bajo el gobierno de Clinton. Donald Rumsfeld está transformando el Departamento de Defensa, pero mientras no haya una profunda reorganización dentro la burocracia del Departamento de Estado y de las agencias de inteligencia el país no va a poder ganar decisivamente su guerra contra el terrorismo. Y esto es una crítica, muy legítima, a la administración del presidente Bush.