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Stalin: el recuerdo del terror sale a la luz

 

Andrew Graham-Yool

Después de décadas de oscuridad, los archivos de la era soviética que comienzan a desclasificarse están permitiendo a los investigadores indagar en la brutalidad del régimen más sangriento de todos los tiempos. A 50 años de su muerte, Stalin revive en las biografías más completas

Este año en que se han cumplido 50 de la muerte de Stalin viene dejando una visión aumentada del terror sin límites que se desató en nombre de una revolución que prometía el paraíso comunista en el futuro y sacrificio sin fin y cadáveres en el presente.

La consolidación de la revolución soviética fue "una lucha terrible" más dura que la invasión de Hitler, le dijo Stalin a Churchill: "Tuve que destruir a diez millones. Fue terrible. Duró cuatro años." En realidad, fueron muchos más de 10 millones y el terror duró más que cuatro años. Las cifras fueron conocidas a través de las memorias de la Segunda Guerra Mundial del primer ministro británico Winston Churchill (1874-1965). Pero esa memoria se publicó cuando comenzaba la Guerra Fría y los datos se cuestionaron como propaganda.

"Los campesinos comían perros, caballos, papas podridas, la corteza de los árboles, cualquier cosa que hallaran", observó Fedor Belov, un testigo, mientras el 21 de diciembre de 1931 Stalin celebraba su cumpleaños en Zubalovo con baladas campesinas, arias de óperas e himnos religiosos, ya que Stalin y su comisario de defensa, Klim Voroshilov, habían sido preparados para el sacerdocio. El mejor bailarín, casi un dandy, era el armenio Anastas Mikoyan (1895-1978), ministro de Comercio y sobreviviente de todas las traiciones y purgas hasta la era de Leonid Brezhnev. A Stalin le gustaba cambiar los discos en su gramófono traído de Estados Unidos. Esos años eran tiempos felices en el Kremlin, el centro del poder soviético. Los funcionarios, incluido Stalin, entraban y salían de las residencias de colegas bolcheviques, jugaban con los niños, coqueteaban con las esposas. Stalin se inspiró en Federico el Grande para su régimen y hablaba de su héroe con soltura y humor.

La correspondencia de esos tiempos que se ha abierto refleja la informalidad del grupo gobernante, a la vez que revela conspiraciones a medida que Stalin y sus ministros eliminaban enemigos potenciales, o amigos, o los cónyuges de amigos, para demostrar su lealtad al sistema.

Fred Beal, un norteamericano simpatizante soviético de visita en Ucrania en 1933, informó sobre la tragedia que acompañaba al jolgorio y recibió como respuesta del presidente del comité ejecutivo, Petrovsky: "Sabemos que millones se mueren. Es lamentable pero el futuro glorioso de la Unión Soviética lo justificará." Todos estaban al tanto de las muertes causadas por la hambruna provocada por el plan de transformación industrial en Moscú y la colectivización agraria masiva en Ucrania. Beal, y otros, describían los trenes que pasaban por los pueblos recogiendo cadáveres. Stalin pedía cuotas de arrestos y ejecuciones para endurecer la revolución. Su orden número 00447 del 30 de julio de 1937 establecía que se debía ejecutar a 72.950 personas no identificadas, y 259.450 debían ser detenidas y deportadas a campos de concentración, con sus familias, principalmente a Siberia, a los gulags . Stalin se alejaba luego de firmar sus órdenes para eludir responsabilidades. Muchas veces iba con sus hijos a sus dachas en las costas del mar Negro, en Georgia y Crimea: "la Riviera del Infierno", le decía Churchill.

Lo que hace que todo este horror vuelva a ser revisado es que desde hace diez años los archivos están a disposición de los investigadores. Y las primeras grandes biografías de la época, producto del acceso a la información, se comienzan a conocer.

Este año ha aparecido en Londres un imponente texto del joven historiador inglés Simon Sebag Montefiore, Stalin: la corte del Zar Rojo ( Stalin: The Court of the Red Tzar , editado por Weidenfeld, 719 páginas), y también un estudio titulado Nikita Kruschev, el hombre y su tiempo ( Khrushchev: The Man and His Era , Free Press, 876 páginas), del académico William Taubman. En el caso de este último estudioso, Kruschev fue el tema de toda su vida, y con sus estudios ya produjo dos biografías, si bien ésta es la primera con el beneficio de los archivos abiertos. Kruschev ("Mi pequeño Lenin, su cráneo está vacío", decía Stalin) fue quien sucedió al Zar Rojo y denunció sus crímenes, en los cuales había participado como Primer Secretario de Ucrania. En 1937, recibió la orden de detener y deportar a 35.000 "enemigos del pueblo" y ejecutar a cinco mil. Su informe luego registraba su excelente cumplimiento: 41.000 detenidos y 8500 ejecuciones. Pero Kruschev será recordado más por haber puesto fin al terror de Stalin. Así también produjo el comienzo del fin de la URSS, al revertir la política de sufrimiento en el presente para lograr un futuro socialista.

Con una mirada benévola, se puede pensar que el suicidio de la segunda esposa de Stalin, Nadya Alliluyeva, en una madrugada de noviembre de 1932, lo encegueció de tal manera que desencadenó su brutalidad. Pero no se merece tal indulgencia. Mientras Nadya y Stalin -secretario general del partido-, el premier Vyacheslav Molotov (1890-1986) y muchos otros jerarcas bolcheviques coqueteaban y se emborrachaban aquella noche en que celebraban los 15 años de la revolución, morían de a miles los campesinos hambrientos. Se perseguía a los kulaks , los pequeños propietarios de clase media baja campesina que habían sobrevivido a la revolución, y se los asesinaba en nombre del progreso de la Unión Soviética. Stalin traía sus ansias de poder desde su aprendizaje con Lenin (1870-1924), el fundador igualmente sanguinario.

Esta nueva era de estudios se complementa con un revisionismo de la Kremlinología, quizás impulsada por la necesidad de estudiar a los Al-Qaeda de este tiempo. Lo cierto es que, por ahora, el revisionismo da frutos sólo en Occidente. No hay estudios en la nueva Rusia. Esto se explica en parte porque el presidente, Vladimir Putin, alguna vez agente de la KGB en Berlín Oriental, insiste en que es mejor "ignorar la historia", considerando que es un error empantanarse en problemas del pasado.

El "nuevo material" en el que se basó Sebag Montefiore incluye el archivo presidencial de Stalin, que sólo se abrió en enero de 2000. Pero ya había accedido a los archivos de funcionarios de primera línea y una mitad del archivo de Stalin.

En diálogo con LA NACION, Sebag Montefiore comentó en Londres que había iniciado su investigación hace años. "Todo es una lucha en Rusia, cualquier trámite requiere un esfuerzo enorme, y por eso lograr cada documento requería mucho trabajo. Pero tuve mucha suerte al hallar tantos sobrevivientes, algunos muy ancianos, quienes, además de compartir sus recuerdos, me permitieron ver las memorias inéditas de sus padres. Esto ocurrió principalmente en Georgia (donde nació Stalin)."

El revisionismo en Estados Unidos promete escenas dignas de Stalin. El aspecto más novedoso es la decisión de la Universidad de Columbia de estudiar la revocación del Premio Pulitzer otorgado hace 75 años al inglés Walter Durranty, del New York Times, por sus artículos que ponderaban a Stalin sin mencionar las deportaciones, las ejecuciones, ni la hambruna. Lo que ahora quieren entender los estudiosos estadounidenses es cómo, en esos tiempos, los ciudadanos norteamericanos estaban dispuestos a aceptar como viable la colectivización soviética y verla, además, como alternativa organizada a las interminables colas que hacían los pobres para lograr un pedazo de pan durante la Gran Depresión. En Estados Unidos han aparecido este año dos libros que obligan a la revisión de actitudes hacia la Unión Soviética, antes y después de la Segunda Guerra. Uno es el exhaustivo y dramáticamente descriptivo Gulag: una historia de los campos soviéticos ( Gulag: A History of the Soviet Camps , editado por Doubleday), de Anne Applebaum, un estudio de los aproximadamente 200 campos que sus víctimas llamaban "la picadora de carne" y que muchos afuera no quisieron ver. El otro, más contundente y menos académico, es Idiotas útiles: Cómo se equivocaron los liberales en la Guerra Fría y aún culpan a Estados Unidos ( Useful Idiots: How Liberals Got it Wrong in the Cold War and Still Blame America First , editado por Regnery), de la columnista Mona Charen, que critica a los intelectuales que ayudaron a disimular un estado de terror que supera todo lo conocido. El último campo, en Perm, cerró en 1992.

"El magnífico hombre de Georgia"

José Vissarionovich Djugashvili nació el 6 de diciembre (no el 21 como decía la historia oficial) de 1879, en un cobertizo a orillas del río Kura, en Georgia, más cerca de Bagdad que de San Petersburgo. Su padre, un hombre violento, zapatero itinerante, se emborrachaba con el cura del pueblo. En el seminario el joven recibió su única educación formal. Fue expulsado en 1899, cuando se enroló en el partido social demócrata de los trabajadores, y adoptó el seudónimo Koba. Se casó en 1904, y su mujer, hija de uno de los primeros bolcheviques, falleció en 1907. Conoció a su héroe, Lenin, luego del fracaso de la revolución de 1905. Lenin lo describió como "este magnífico hombre de Georgia". A partir de allí, Koba se unió a las brigadas de asaltantes que reunían fondos para el partido mediante robos a bancos. En 1913 comenzó a usar el alias Stalin. Heredó la jefatura del partido a la muerte de Lenin, luego de derrotar a los conspiradores liderados por Trotsky.

El fin de Stalin se caracteriza por la humillación y la mediocridad que sufren los tiranos a la hora de la muerte, rodeados por secuaces que aspiran a la sucesión y de sirvientes temerosos. Stalin permaneció todo un día inconsciente, solo, porque nadie se atrevía a molestarlo. Aun no estaba frío el cadáver, en marzo de 1953, y Laurenti Beria, el "Tio Lara", jefe de inteligencia y asesino favorito de Stalin, violador sádico, responsable de la muerte de millones de "enemigos", liberaba a sus presos para quedar bien. Su intento de sucesión fue frenado por Kruschev, que lo hizo ejecutar. Kruschev aisló al premier y veterano del Comité, Nikolai Bulganin (1895-1975), y lo convirtió en su propio premier.

Pese a su reverencia por Stalin, en el 20 Congreso del Partido Comunista en 1956, Kruschev denunció el culto al dictador pese a los crímenes que había cometido, y en los cuales él mismo había participado, como forma de sobrevivir. Kruschev, ese hombre inculto, que se limpiaba la nariz con la manga y que maldecía a gritos a todos a su alrededor, recordado por sacarse el zapato en la ONU y golpear el escritorio para llamar atención, había puesto fin al mito y, si bien duró tres décadas más, también puso fin a la Unión Soviética que habían creado Lenin y Stalin.