En defensa del neoliberalismo

 

Qué cantaban las sirenas

 

Adolfo Rivero Caro

Qué canción cantaban las sirenas o qué nombre tomó Ulises cuando se escondió entre las mujeres son cuestiones que, aunque enigmáticas, no están más allá de toda conjetura. O, por lo menos, así lo planteaba Thomas Browne en un célebre ensayo. De la misma forma, ¿por qué fue ovacionado Fidel Castro en el Congreso argentino? Y, ¿qué admiran los estudiantes bonaerenses en un viejo dictador con las manos empapadas en sangre? Son cuestiones que, aunque igualmente enigmáticas, tampoco están más allá de toda conjetura. Hasta Hugo Chávez, que no tiene ni el apoyo de su familia, recibió misteriosos aplausos en la toma de posesión del nuevo presidente argentino. Es bueno señalar que, en los últimos tiempos, nos ha tocado presenciar otros acontecimientos no menos extravagantes y sorprendentes. Las multitudinarias manifestaciones en todo el mundo contra la guerra de Irak, por ejemplo, o la furiosa oposición a la misma por parte de los gobiernos de México, Brasil, Venezuela, Argentina y Chile que, a diferencia de Francia, Alemania y Rusia, ni siquiera tenían intereses económicos en Irak. ¿Por qué tendrían que proteger la tiranía de Saddam Hussein?

La respuesta a estos misterios está en el antiamericanismo (ver Cinco Ensayos sobre el antiamericanismo en www.neoliberalismo.com). Esto es lo que une a Jacques Chirac con Saddam Hussein, a Hugo Chávez con Muammar el Gadhaffi, a Osama bin Laden con Noam Chomsky y a las Madres de Plaza de Mayo con los talibanes de Afganistán. Y a Lula da Silva con las FARC, por sólo citar algunas afinidades electivas. Es una lástima que nuestros jóvenes intelectuales ignoren un problema tan complejo e importante.

Mucha gente piensa que Estados Unidos tiene que estar haciendo algo mal para que haya tanto antiamericanismo en el mundo. Eso es un profundo error. Los poderosos nunca son queridos. Pueden ser temidos, respetados e inclusive admirados, pero nunca queridos. Por otra parte, el antiamericanismo no es un fenómeno uniforme. Estados Unidos es la única superpotencia y sus decisiones afectan al mundo entero. De aquí que distintos países tengan distintas razones para sentirse resentidos. El antiamericanismo es esencialmente multiforme. Algunas de las razones del antiamericanismo son totalmente racionales, pero en su mayoría no lo son. Generalmente son coartadas para justificar determinadas insuficiencias nacionales. Pongamos un ejemplo.

Los países árabes han estado en guerra contra Israel desde su creación en 1948. Lo invadieron entonces, lo invadieron en 1967 y lo volvieron a invadir en 1973. Y, pese a su enorme superioridad demográfica y sus multimillonarios recursos petroleros, fueron derrotados una y otra vez. Que nadie se engañe. El problema fundamental es que el objetivo de esta guerra no es la creación de un estado palestino. Es la aniquilación del estado de Israel. A ningún país árabe le han interesado nunca los palestinos. Que los palestinos hayan vivido en campamentos en los países árabes no es culpa de Israel. Es culpa de los países árabes. Son ellos los que no han querido asimilarlos nunca porque los desprecian y sólo los consideran útiles como carne de cañón contra Israel.

Los árabes --que todavía están pensando en Harun al-Rashid y los cuentos de Sheherezada-- no podían concebir ser derrotados por un pueblo que consideran inferior. (El antisemitismo de los países árabes no tiene nada que envidiarle al de la Alemania nazi.) De aquí que justificaran sus derrotas echándoles la culpa a los Estados Unidos. Esto les permitía pensar que, en realidad, no eran derrotados por el diminuto Israel, sino por su siniestro protector, el coloso norteamericano. Esta es la razón básica del patológico antiamericanismo del Medio Oriente.

Es curioso que Fidel Castro considere a esta administración como una amenaza sin precedentes y que, al mismo tiempo, la comunidad cubanoamericana se sienta disgustada porque haya hecho poco por la liberación del pueblo cubano. Los brillantes triunfos contra las dictaduras de Afganistán e Irak mejoran las condiciones internacionales para la liberación pero, al mismo tiempo, elevan las expectativas de los cubanoamericanos y, por consiguiente, aumentan su frustración. Esto es comprensible pero peligroso porque puede jugar a favor de nuestros enemigos. La realidad es que nunca tendremos una administración más enemiga de las tiranías y más dispuesta a luchar por la libertad de los pueblos.

No es por gusto que la retórica del dictador cubano se ha vuelto apocalíptica. Castro califica al presidente Bush como un nuevo Hitler, lo llama ''Führer'' y considera que la actual situación internacional es igual a la de 1938-41, cuando los ejércitos nazis invadían y esclavizaban a Europa. Según esta singular analogía, Afganistán vendría a ser una Checoslovaquia e Irak una Polonia. No sólo eso. Colin Powell vendría a ser un Ribbentrop, Rumsfeld un Goering y John Ashcroft un Henrich Himmler. Y, como si fuera poco, en 1945 Estados Unidos tendría que haberse derrotado a sí mismo.

La realidad es que el dictador cubano está asustado. Se sabe incluido en el eje del mal. Esto pudiera cambiar, en perjuicio suyo, un status quo de más de 40 años. Una vigorosa solidaridad de América Latina con la libertad del pueblo cubano ayudaría a Estados Unidos a presionar por este cambio. Lo que tenemos, infortunadamente, es todo lo contrario. El antiamericanismo latinoamericano convierte a Castro y sus clones en figuras que, de alguna manera, son dignas de admiración. De ahí los aplausos de Buenos Aires. Por eso, por ahora, lo que más nos interesa a los cubanoamericanos es la salida de Hugo Chávez y una poderosa presencia de TV Martí en Cuba. Después, ya veremos. Con voluntad política, nuestra oportunidad pudiera llegar en cualquier momento.