En defensa del neoliberalismo
 

Claridad moral en tiempo de guerra

 

George Weigel

(…)

La mudez moral en tiempo de guerra es en si misma una posición moral: puede nacer del miedo, de la indiferencia o del cinismo. Pero cualesquiera que sean sus orígenes psicológicos, espirituales o intelectuales, el silencio moral en tiempo de guerra es una forma de juicio moral, y una forma deficiente y peligrosa.

Es por eso que la venerable tradición de la guerra justa – una forma de razonamiento moral que tiene sus orígenes en San Agustín en el África del Norte del siglo V – es un importante recurso público. Durante 1,500 años, mientras era desarrollada a través de los constantes cambios tecnológicos y militares, la tradición de la guerra justa ha permitido evitar la trampa de la mudez moral, ha permitido pensar los complejos problemas que significa la decisión de ir a la guerra y de llevarla a cabo, y de hacerlo en forma tal que reconozca sus realidades particulares. En el debate nacional provocado por al guerra contra el terrorismo y la amenaza de los estados malhechores armados con armas de destrucción masiva, podemos escuchar el eco de los razonamientos morales de Agustín y sus sucesores.

(…)

No cabe duda de que la tradición de la guerra justa permanece viva en la memoria de nuestra cultura nacional. Pero también es bastante sorprendente porque en los últimos 30 años hemos visto el alejamiento y el olvido de la clásica tradición de la guerra justa entre los que se suponía fueran sus principales custodios intelectuales: los líderes religiosos, los filósofos y los teólogos morales. Este olvido se ha hecho dolorosamente patente en muchos de los recientes comentarios de los líderes religiosos sobre la política de Estados Unidos hacia Irak, comentarios que generalmente se apoyan más en intuiciones políticas y estratégicas de dudosos méritos que en un sólido razonamiento moral. La realidad es que la tradición de la guerra justa, como método de riguroso razonamiento moral consciente de la historia, está mucho más vivo en nuestras academias militares y en el Pentágono que en nuestras escuelas religiosas y facultades de teología. La tradición de la guerra justa vive más vigorosamente en los cuerpos de oficiales, en Código de Justicia Militar y en los más altos niveles del Pentágono  que en el Consejo Nacional de Iglesias, en ciertas oficinas de a Conferencia  de Obispos Católicos de Estados Unidos, o en la facultad de Princeton. (Hay diferentes grados de olvido, por supuesto, y recientes declaraciones de los obispos católicos sobre la cuestión de Irak tenían más seriedad intelectual que las efusiones inanes de otros organismos religiosos nacionales. Pero la declaración de los obispos sigue un patrón de olvido cuyos orígenes discutiré posteriormente.)

Este “olvido” en lugares donde la tradición de la guerra justa ha madurado desde hace siglos ha llevado a confusiones sobre la tradición misma. Esas confusiones, a su vez, han conducido a ciertos análisis distorsionados y, en algunos casos, irresponsables, de centros a los que, generalmente, los americanos se vuelven en busca de orientación moral. Es por eso que resulta imperativo rescatar la tradición de la guerra justa y desarrollarla en estos primeros peligrosos años del siglo XXI. Lo que está en juego es la higiene moral pública de la República, y nuestra capacidad nacional de pensar con rigurosidad moral sobre algunas amenazantes realidades del mundo de hoy.

En uno de los libros más celebrados del año pasado, Warrior Politics, el veterano corresponsal de guerra Robert Kaplan sugirió que sólo “un ethos pagano” podría darnos el tipo de liderazgo capaz de permitirnos navegar la turbulencia mundial del siglo XXI. Este “ethos pagano” tiene varias partes interrelacionadas. Está conformado por un sentido trágico de la vida que reconoce  la ubicuidad, la inevitabilidad, del conflicto. Enseña un concepto heroico de la historia; el destino no lo es todo, y el estadista prudente puede llevar a futuros mejores. Promete una apreciación realista de las fronteras de lo posible. Celebra el patriotismo como una virtud. Y está conformado por una áspera determinación de evitar el “moralismo” (siguiendo a Maquiavelo, Sun-Tzu y Max Weber) que Kaplan identifica con una moralidad de intenciones, ciega a los peligros de las consecuencias involuntarias y no previstas. Para Kaplan, los ejemplos de este “ethos pagano” en el siglo pasado incluyen a Teodoro Roosevelt, Winston Churchill y Franklin Roosevelt.

Leyendo Warrior Politics recordé una vieja historia. Durante la guerra de Corea, el protestante Henry Luce, hijo de misioneros en China, estaba confundido por el debate sobre “moralidad y política exterior” suscitado por la política de “acción policial” de Harry Truman. Luce le preguntó al Padre Murray, que tenía que ver la política exterior con el Sermón de la Montaña. “¿Qué le hace pensar”, respondió Murray, que la moralidad se identifica con el Sermón de la Montaña?” Kaplan, un exponente contemporáneo del realismo en política exterior, parece compartir la confusión de Henry Luce de que, en la tradición occidental clásica, la vida moral es reductible a la ética de la probidad personal y las relaciones interpersonales, lo que implicaría que los temas de la política existen de alguna manera “fuera” del universo moral. La tradición de la guerra justa toma una posición muy diferente.

Como señalé anteriormente, la tradición clásica insiste en que ningún aspecto de la condición humana está fuera del ámbito del razonamiento y el juicio morales, incluyendo la política. La política es una empresa humana. Puesto que los seres humanos son criaturas de inteligencia y libre albedrío – porque los seres humanos son inevitablemente actores morales – toda actividad humana, incluyendo la política, está sujeta a un escrutinio moral. No hay ningún punto de apoyo fuera del universo moral desde donde algún Arquímedes o algún gran sabio “pagano”, pueda mover la política mundial.

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Un sentido realista de los límites de lo humanamente posible en situaciones dadas no es extraño a la clásica tradición moral de Occidente; la prudencia, después de todo, es una de las virtudes cardenales. Tampoco es el patriotismo necesariamente “pagano.” En realidad, en un país culturalmente configurado como Estados Unidos, es mucho más probable que el patriotismo esté sostenido por justificaciones bíblicas, y no paganas. .

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A pesar de Kaplan, podemos entrar en una ética apropiada para el liderazgo en la política mundial sin declararnos “paganos.”… Se puede construir una ética para la política internacional sobre una base moral más amplia que la que sugiere Kaplan.

Como tradición política, el argumento de la guerra justa reconoce que hay circunstancias en que la primera y más urgente de las obligaciones frente al mal es detenerlo. Lo que significa que hay ocasiones en que librar una guerra es moralmente necesario para defender a los inocentes y promover las condiciones mínimas para un orden internacional.  Este es uno de esos momentos. Comprenderlo no requiere que nos hagamos “paganos.” Sólo requiere que seamos moralmente serios y políticamente responsables. La seriedad moral y la responsabilidad política requieren que hagamos un esfuerzo por vincular los medios y los fines.

De esta forma, se comprende mejor la tradición de la guerra justa como un esfuerzo intelectual, sostenido y disciplinado, por relacionar el uso legítimamente moral de la fuerza militar con fines políticos moralmente valiosos. En este sentido, la relación entre la guerra y la política comparte la posición de Clausevitz sobre la relación entre la guerra y la política; si la guerra no es una extensión de la política, entonces es pura y simple maldad.  Para Robert Kaplan, Clausewitz era un “pagano” arquetípico. Pero en este punto, al menos, Clausewitz estaba articulando la posición estrictamente clásica sobre la guerra justa. Los buenos fines no justifican todos los medios. Pero, como le gustaba decir al Padre Murray, en su estilo gentilmente provocador, “Si el fin no justicia los medios, ¿qué lo hace?” En la tradición clásica de la guerra justa, lo que “justifica” el uso de una fuerza armada proporcionada – lo que le da sentido moral a la guerra – son precisamente los fines políticos moralmente valiosos que se están defendiendo o promoviendo.

Es por eso que la tradición de la guerra justa es una teoría política, y no un simple método de casuística. Y ese hecho intelectual es lo primero que tenemos que rescatar si queremos una cultura moral pública capaz de afrontar el debate nacional e internacional sobre la guerra, la paz y el orden internacional.

La segunda idea crucial que tenemos que rescatar para la renovación contemporánea de la tradición de la guerra justa es la distinción entre bellum y duellum, entre la guerra y los duelos, por decirlo así. Como ha demostrado el historiador y teórico de la guerra justa James Turner Johnson, esta distinción es la clave del problema para un análisis moral. Bellum es el uso de la fuerza armada para fines públicos por autoridades públicas que tienen una obligación de defender la seguridad de los que han asumido la responsabilidad de defender. Duellum, por otra parte, es el uso de la fuerza armada para fines privados por individuos privados. Captar esta distinción esencial es comprender que, en la tradición de la guerra justa, la “guerra” es una categoría moral. Por otra parte, en la tradición de la guerra justa, la fuerza armada no tiene por qué ser moralmente sospechosa. Mas bien, como insiste Johnson, la fuerza armada es algo que puede usarse para el bien o para el mal, en dependencia de quién la esté usando, por qué, para qué fines, y de qué manera.

Los que alegan que la tradición de la guerra justa empieza con “presunción contra la guerra” o una “presunción contra la violencia” están sencillamente equivocados. No empieza ahí y nunca ha empezado ahí. …Sugerirlo es invertir la estructura del análisis moral en formas que inevitablemente conducen a dudosos juicios morales y percepciones deformadas de la realidad política.

La tradición clásica, como he señalado, empieza con la presunción –mejor, con el juicio moral- de que una autoridad pública legalmente constituida tiene la estricta obligación moral de defender la seguridad de aquellos por lo que ha asumido responsabilidad, aunque ponga la propia vida de los magistrados en peligro. Es por eso que Tomás de Aquino sitúa su discusión de bellum iustum dentro del tratado sobre la caridad en la Suma Teológica (II-II,40.1).

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La tradición de la guerra justa empieza definiendo las responsabilidades morales de los gobiernos, sigue con la definición de los fines políticos moralmente apropiados y sólo entonces aborda la cuestión de los medios. Al invertir el análisis de los fines y los medios, partir de la “presunción contra la violencia” colapsa el bellum en el duellum y termina fundiendo las ideas de “violencia” y “guerra”. El resultado es despojar a la guerra de su característica textura moral. En realidad, entre muchos líderes religiosos americanos de hoy, la noción misma de que la guerra tenga una “textura moral” parece haber sido completamente olvidada.

Partir de “la presunción contra la violencia’’ no sólo está lleno de dificultades históricas y metodológicas. Es también teológicamente dudoso. Su efecto en el análisis moral es invertir la tradición de forma tal que la conducta durante la guerra (in bello), las cuestiones de proporcionalidad y discriminación toman primacía teológica sobre lo que tradicionalmente se suponía eran las decisiones previas a la guerra (ad bellum): tales como justa causa, correcta intención, autoridad competente, posibilidad razonable de éxito, proporcionalidad con los fines y última instancia. Esta inversión explica por qué, en gran parte de los comentarios religiosos tras los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001, se prestó considerable atención a la necesidad de evitar bajas indiscriminadas de no combatientes en la guerra contra el terrorismo, mientras que se prestaba poca atención a la cuestión previa de la obligación moral del gobierno de buscar la seguridad nacional y el orden mundial, ambos de los cuales estaban directamente amenazados por las redes terroristas.

Esta inversión también es teológicamente problemática porque ubica la carga más pesada del análisis moral en lo que son, inevitablemente, juicios contingentes. No hay nada malo, per se, en los juicios contingentes pero son contingentes. Necesariamente tenemos que sentirnos menos seguros de cualquier proposición sobre el desarrollo de la guerra que de las proposiciones previas a la guerra y que nos llevan a ella. Lógicamente, la tradición empieza con las cuestiones previas a la guerra porque la tradición de la guerra justa es una tradición política, de dirección del estado: es una tradición que intenta definir moralmente fines políticos valiosos. Pero también hay una tradición teo-lógica – una lógica teológica – que le da prioridad a las cuestiones previas a la guerra porque éstas son cuestiones sobre las que podemos tener alguna medida de claridad moral.

La “presunción contra la violencia’’ y su distorsión de la forma de pensar de la guerra justa también puede llevar a serias mal interpretaciones de la política mundial. Podemos encontrar una de esas malas interpretaciones, surgida precisamente de esta fuente intelectual, en la carta pastoral de los obispos americanos de 1983, “El Desafío de la Paz” (DDLP). El DDLP estuvo profundamente influido por el énfasis puesto sobre cuestiones de la proporcionalidad y discriminación durante la guerra debido al peligro de guerra nuclear. No hay duda de que eran problemas importantes. Pero cuando ese énfasis era el propulsor del análisis moral, como lo hizo en la DDLP, el resultado fue un cuadro distorsionado de la realidad y una serie de juicios morales que contribuyeron muy poco a la toma de sabias decisiones de estado. En vez de reconocer que las armas nucleares era una (extremadamente peligrosa) manifestación de un conflicto anterior con profundas raíces morales, la carta de los obispos parecía sugerir que las armas nucleares podían, de alguna forma, ser abstraídas del conflicto entre Occidente y la Unión Soviética gracias al control de los armamentos. Y para poder conseguir acuerdos de control de armamentos con un enemigo nervioso, y hasta paranoide, como la Unión Soviética, pudiera ser necesario rebajar las dimensiones morales e ideológicas de la Guerra Fría. Estas, por lo menos, eran las implicaciones políticas de que la mayor amenaza para la paz (identificada como tal debido a la primacía de la atención a las consideraciones durante la guerra y la “presunción contra la violencia”) era la simple posesión de armas nucleares. 

La verdad, por supuesto, resultó ser lo contrario. Las armas nucleares no eran la principal amenaza para la paz. La principal amenaza para la paz era el comunismo. Cuando el comunismo desapareció, también desapareció la amenaza que planteaban esas armas.  Cuando los activistas de los derechos humanos de la Europa Central y Oriental consiguieron enormes cambios dentro del Pacto de Varsovia, provocando una dinámica que condujo a la disolución de la misma URSS, los riesgos de una guerra nuclear disminuyeron verticalmente y pudo empezar el verdadero desarme. Partir de la “presunción contra la violencia,”comos se manifestó en la DDLP, produjo una seria mal interpretación de las realidades políticas y de las posibilidades que encerraban.

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Imaginar que el papel del razonamiento moral es establecer una serie de obstáculos (que primariamente tienen que ver con cuestiones sobre el desarrollo de la guerra) que los estadistas tienen que superar antes de que el recurso de la guerra pueda recibir una sanción moral, es empezar por el lugar equivocado. Y empezar por el lugar equivocado casi siempre significa llegar a la conclusión equivocada.

Hace años, yo argumentaba en un libro que, como teoría política, la tradición de la guerra justa contenía dentro de si un ius ad pacem, además del clásico ius ad bellum (las reglas morales que gobiernan la decisión de ir a la guerra) y del ius in bello (las reglas que gobiernan el uso de las fuerzas armadas en combate). Al acuñar la frase ius ad pacem, estaba tratando de extraer del concepto de la guerra justa el concepto de la paz a buscar. Como la tradición misma de la guerra justa, este concepto de paz tiene sus raíces en Agustín. En la Ciudad de Dios, la paz es tranquilitas ordinis, “la tranquilidad del orden.”

En la discusión de Agustín sobre la paz como tema público o político, la “paz”  no es un asunto de la correcta relación del individuo con Dios, ni es cuestión de buscar un mundo sin conflicto. El primero tiene que ver con la conversión interna (que, por definición, no tiene nada que ver con la política), y el segundo es imposible en un mundo marcado para siempre, inclusive después de su redención, por el mysterium iniquitatis. En el correcto sentido político del término, la paz es, más bien, tranquilitas ordinis: el orden creado por una comunidad política justa y regulada por leyes.

Esto es, sin duda, una tipo más modesto de paz. Coexiste con las angustias y las frustraciones. Hay que construirlo en un mundo en que las espadas no han sido convertidas en arados sino que siguen siendo espadas, envainadas aunque prestas a ser desenvainadas en defensa de los inocentes. Su ventaja, según Agustín, es que es la forma de paz que puede construirse mediante la política.

Esta paz del tranquilitas ordinis, esta paz del orden, está hecha de justicia y  libertad. La paz del orden no tiene nada que ver con esa extrañamente silenciosa y sombría “paz” de los regimenes autoritarios bien administrados; es una paz sustentada en la justicia constitucional, conmutativa y social. Es una paz en la que la que la libertad florece, especialmente la libertad religiosa. La defensa de los derechos humanos básicos es, por consiguiente, un componente integral del “trabajo por la paz.”

Esta es la paz que han conseguido las democracias desarrolladas. Es la paz que se ha construido en las últimas décadas entre antagonistas tan tradicionales como Francia y Alemania. Es la paz que defendemos dentro de una comunidad política tan diversa como la de Estados Unidos así como entre nosotrosy nuestros vecinos y aliados. Es la paz que ahora estamos defendiendo contra el terrorismo global y contra los estados terroristas que están tratando de conseguir armas de destrucción masiva.

El terrorismo internacional del tipo que hemos visto desde fines de los años 60, y del que tuvimos una experiencia nacional directa el 11 de septiembre del 2001, es un deliberado ataque contra la posibilidad misma de un orden en los asuntos mundiales. Es por eso que tenemos que desmantelar o destruir las redes terroristas. La paz del orden también está bajo grave amenaza cuando regímenes crueles y agresivos adquieren armas de destrucción masiva, armas que tenemos que suponer, basado en la forma en que tratan a sus propios ciudadanos, que estos regímenes no vacilarían en usar contra los demás. Es por eso que hay una obligación moral de garantizar que no quede impune esta combinación letal de regímenes irracionales y agresivos, armas de destrucción masiva y sistemas coheteriles efectivos. Es por eso que hay una obligación moral de librar al mundo de esa amenaza a la paz y a la seguridad de todos. La paz, correctamente entendida, lo exige así.

Este concepto de paz como orden también puede enriquecer nuestra comprensión de los llamados “intereses nacionales.” El núcleo irreducible de los “intereses nacionales”  está integrado por esas preocupaciones básicas sobre seguridad que los estadistas responsables tienen que atender. Pero esas preocupaciones de seguridad están vinculadas a un sentido más amplio de objetivos nacionales y de responsabilidad  internacional. Defendemos Estados Unidos porque Estados Unidos merece defenderse, en sus propios términos y por lo que significa para el mundo. Es por eso que las preocupaciones de seguridad que forman el núcleo de los “intereses nacionales” deben comprenderse como la dinámica interna del ejercicio de las responsabilidades internacionales de Estados Unidos. Y esas responsabilidades incluyen la obligación de contribuir, como mejor podamos, a la larga y nunca conclusa lucha por “domesticar” la vida pública internacional; por la búsqueda de una libertad ordenada en una vida pública internacional capaz de proveer los objetivos clásicos de la política: justicia, libertad, orden, bienestar general y paz. Empírica y moralmente, Estados Unidos y los que nos acompañan, está confrontando los problemas más amenazantes del des-orden mundial que hay que resolver si hay que asegurar la paz del orden, la paz del tranquilitas ordinis, en la mayor parte posible del mundo. Aquí coinciden el interés nacional y la responsabilidad internacional.

La claridad moral en tiempo de guerra requiere que rescatemos la tradición de la guerra justa como tradición política, la estructura clásica del análisis de la guerra justa y el concepto de paz como tranquilitas ordinis. La claridad moral en este tiempo de guerra también requiere que desarrollemos y ampliemos la tradición de la guerra justa para satisfacer las exigencias políticas del nuevo siglo, y los problemas que plantean las nuevas tecnologías. Permítanme esbozar brevemente tres áreas en las que considero que hay que desarrollar los criterios ad bellum (la decisión para la guerra) de la tradición de la guerra justa.

Justa Causa. En la tradición clásica, “justa causa” se comprendía como defensa contra la agresión, la recuperación de algo que se había substraído ilegalmente o el castigo del mal. En el desarrollo de la tradición desde la II Guerra Mundial, estos dos últimos criterios se ha desplazado, y la “defensa contra la agresión” se ha convertido en el significado primario, e inclusive único, de la “justa causa.” Esta evolución teológica tiene sus paralelos en la ley internacional: el concepto de “defensa contra la agresión”  de la justa causa conforma los artículos 2 y 51 de la Carta de Naciones Unidas. A la luz de las realidades de la seguridad internacional del siglo XXI, es imperativo reabrir esta discusión y desarrollar el concepto de justa causa.

Hasta fecha tan reciente como la Guerra de Corea (y algunos dirían que hasta la Guerra de Vietnam), la “defensa contra la agresión” podía entenderse razonablemente como una respuesta militar defensiva a una agresión militar en desarrollo a través de las fronteras. Las capacidades de las nuevas armas y los regímenes malhechores o terroristas requieren desarrollar el concepto de “defensa contra la agresión.” Para tomar un ejemplo obvio, tiene muy poco sentido moral sugerir que Estados Unidos tenga que esperar hasta que Corea del Norte, Irak o Irán lo ataquen con cohetes con ojivas nucleares, biológicas o químicas de destrucción masiva antes de que tenga el derecho moral de hacer algo. ¿Acaso no podemos decir que la simple posesión de armas de destrucción masiva por parte de ciertos tipos de estado constituye una agresión o, como mínimo, constituye una agresión potencial?

Esta cuestión del régimen es crucial para el análisis moral porque obviamente las armas de destrucción masiva no son ninguna agresión potencial cuando están en manos de estados de derecho. Ningún francés se acuesta nervioso porque Gran Bretaña tenga armas nucleares, ni ningún mexicano o canadiense se desvela  por algún ataque preventivo de Estados Unidos. Por otra parte, todo israelí o todo turco tiene que sentirse profundamente preocupado ante la posibilidad de que Irak o Irán  obtengan armas nucleares y cohetes de alcance intermedio.

Hace años, yo argumentaba en un libro que, como teoría política, la tradición de la guerra justa contenía dentro de si un ius ad pacem, además del clásico ius ad bellum (las reglas morales que gobiernan la decisión de ir a la guerra) y del ius in bello (las reglas que gobiernan el uso de las fuerzas armadas en combate). Al acuñar la frase ius ad pacem, estaba tratando de extraer el concepto de la paz deseable del concepto de la guerra justa. Como la tradición misma de la guerra justa, este concepto de paz tiene sus raíces en Agustín. En la Ciudad de Dios, la paz es tranquilitas ordinis, “la tranquilidad del orden.”

En la discusión de Agustín sobre la paz como tema público o político, la “paz”  no es un asunto de la correcta relación del individuo con Dios, ni es cuestión de buscar un mundo sin conflicto. El primero tiene que ver con la conversión interna (que, por definición, no tiene nada que ver con la política), y el segundo es imposible en un mundo marcado para siempre, inclusive después de su redención, por el mysterium iniquitatis. En el correcto sentido político del término, la paz es, más bien, tranquilitas ordinis: el orden creado por una comunidad política justa y regulada por leyes.

Esto es, sin duda, una tipo más modesto de paz. Coexiste con las angustias y las frustraciones. Hay que construirlo en un mundo en que las espadas no han sido convertidas en arados sino que siguen siendo espadas, envainadas aunque prestas a ser desenvainadas en defensa de los inocentes. Su ventaja, según Agustín, es que es la forma de paz que puede construirse mediante la política.

Esta paz del tranquilitas ordinis, esta paz del orden, está hecha de justicia y  libertad. La paz del orden no tiene nada que ver con esa extrañamente silenciosa y sombría “paz” de los regimenes autoritarios bien administrados; es una paz sustentada en la justicia constitucional, conmutativa y social. Es una paz en la que la que la libertad florece, especialmente la libertad religiosa. La defensa de los derechos humanos básicos es, por consiguiente, un componente integral del “trabajo por la paz.”

Esta es la paz que han conseguido las democracias desarrolladas. Es la paz que se ha construido en las últimas décadas entre antagonistas tan tradicionales como Francia y Alemania. Es la paz que defendemos dentro de una comunidad política tan diversa como la de Estados Unidos así como entre nosotros y nuestros vecinos y aliados. Es la paz que ahora estamos defendiendo contra el terrorismo global y contra los estados terroristas que están tratando de conseguir armas de destrucción masiva.

El terrorismo internacional del tipo que hemos visto desde fines de los años 60, y del que tuvimos una experiencia nacional directa el 11 de septiembre del 2001, es un deliberado ataque contra la posibilidad misma de un orden en los asuntos mundiales. Es por eso que tenemos que desmantelar o destruir las redes terroristas. La paz del orden también está bajo grave amenaza cuando regímenes crueles y agresivos adquieren armas de destrucción masiva, armas que tenemos que suponer, basado en la forma en que tratan a sus propios ciudadanos, que estos regímenes no vacilarían en usar contra los demás. Es por eso que hay una obligación moral de garantizar que no quede impune esta combinación letal de regímenes irracionales y agresivos, armas de destrucción masiva y sistemas coheteriles efectivos. Es por eso que hay una obligación moral de librar al mundo de esa amenaza a la paz y a la seguridad de todos. La paz, correctamente entendida, lo exige así.

Este concepto de paz como orden también puede enriquecer nuestra comprensión de los llamados “intereses nacionales.” El núcleo irreducible de los “intereses nacionales”  está integrado por esas preocupaciones básicas sobre seguridad que los estadistas responsables tienen que atender. Pero esas preocupaciones de seguridad están vinculadas a un sentido más amplio de objetivos nacionales y de responsabilidad  internacional. Defendemos Estados Unidos porque Estados Unidos merece defenderse, en sus propios términos y por lo que significa para el mundo. Es por eso que las preocupaciones de seguridad que forman el núcleo de los “intereses nacionales” deben comprenderse como la dinámica interna del ejercicio de las responsabilidades internacionales de Estados Unidos. Y esas responsabilidades incluyen la obligación de contribuir, como mejor podamos, a la larga y nunca conclusa lucha por “domesticar” la vida pública internacional; por la búsqueda de una libertad ordenada en una vida pública internacional capaz de proveer los objetivos clásicos de la política: justicia, libertad, orden, bienestar general y paz. Empírica y moralmente, Estados Unidos y los que nos acompañan, está confrontando los problemas más amenazantes del des-orden mundial que hay que resolver si hay que asegurar la paz del orden, la paz del tranquilitas ordinis, en la mayor parte posible del mundo. Aquí coinciden el interés nacional y la responsabilidad internacional.

La claridad moral en tiempo de guerra requiere que rescatemos la tradición de la guerra justa como tradición política, la estructura clásica del análisis de la guerra justa y el concepto de paz como tranquilitas ordinis. La claridad moral en este tiempo de guerra también requiere que desarrollemos y ampliemos la tradición de la guerra justa para satisfacer las exigencias políticas del nuevo siglo, y los problemas que plantean las nuevas tecnologías. Permítanme esbozar brevemente tres áreas en las que considero que hay que desarrollar los criterios ad bellum (la decisión para la guerra) de la tradición de la guerra justa.

Justa Causa. En la tradición clásica, “justa causa” se comprendía como defensa contra la agresión, la recuperación de algo que se había substraído ilegalmente o el castigo del mal. En el desarrollo de la tradición desde la II Guerra Mundial, estos dos últimos criterios se ha desplazado, y la “defensa contra la agresión” se ha convertido en el significado primario, e inclusive único, de la “justa causa.” Esta evolución teológica tiene sus paralelos en la ley internacional: el concepto de “defensa contra la agresión”  de la justa causa conforma los artículos 2 y 51 de la Carta de Naciones Unidas. A la luz de las realidades de la seguridad internacional del siglo XXI, es imperativo reabrir esta discusión y desarrollar el concepto de justa causa.

Hasta fecha tan reciente como la Guerra de Corea (y algunos dirían que hasta la Guerra de Vietnam), la “defensa contra la agresión” podía entenderse razonablemente como una respuesta militar defensiva a una agresión militar en desarrollo a través de las fronteras. Las capacidades de las nuevas armas y los regímenes malhechores o terroristas requieren desarrollar el concepto de “defensa contra la agresión.” Para tomar un ejemplo obvio, tiene muy poco sentido moral sugerir que Estados Unidos tenga que esperar hasta que Corea del Norte, Irak o Irán lo ataquen con cohetes con ojivas nucleares, biológicas o químicas de destrucción masiva antes de que tenga el derecho moral de hacer algo. ¿Acaso no podemos decir que la simple posesión de armas de destrucción masiva por parte de ciertos tipos de estado constituye una agresión o, como mínimo, constituye una agresión potencial?

Esta cuestión del régimen es crucial para el análisis moral porque obviamente las armas de destrucción masiva no son ninguna agresión potencial cuando están en manos de estados de derecho. Ningún francés se acuesta nervioso porque Gran Bretaña tenga armas nucleares, ni ningún mexicano o canadiense se desvela  por algún ataque preventivo de Estados Unidos. Por otra parte, todo israelí o todo turco tiene que sentirse profundamente preocupado ante la posibilidad de que Irak o Irán  obtengan armas nucleares y cohetes de alcance intermedio.

Privar a los estados malhechores de la capacidad para crear mortales desórdenes e porque su posesión de armas de destrucción masiva amenaza las condiciones mínimas del orden internacional, es fortalecer la causa del orden internacional, no  socavarla.

En el tema de la justa causa, también hay que desarrollar la tradición en relación con su concepción de quiénes son actores relevantes en la política mundial. Desde el 11 de septiembre, algunos analistas han objetado a describir nuestra respuesta como “guerra” porque alegan que Al Qaida y otras redes terroristas similares no son estados, y sólo los estados pueden o deben librar una “guerra” propiamente entendida.  Aquí hay un punto importante que los críticos no han sabido abordar correctamente.

Limitar el uso de las fuerzas armadas a los actores internacionales que reconozcan las leyes internacionales es inoperante.

Autoridad competente. Han surgido dos cuestiones en relación con la “autoridad competente” desde el 11 de septiembre: la relación entre la política interna y la externa y su legitimidad como beligerante, y la cuestión de si la “autoridad competente” ahora reside únicamente en Naciones Unidas.

Una de las formas más desagradables de comentarios post-11 de septiembre es la sugerencia de que existen “raíces” de la actividad terrorista que no sólo explican que se recurra a la violencia masiva contra inocentes sino que considera el uso de esa violencia como plausible si no moralmente justificable. El corolario de todo esto es que, de alguna forma, Estados Unidos se ha buscado estos ataques debido a su posición económica y culturalmente  dominante en el mundo, su política hacia el Medio Oriente o alguna combinación de ambas. Las implicaciones son que semejante gobierno carece de la autoridad moral para responder al terrorismo mediante el uso de la fuerza armada.

La escuela de las “raíces” del terrorismo ignora toda la literatura sobre el fenómeno del terrorismo contemporáneo que, obviamente,  no considera que los desposeídos del mundo estén alzándose para liberarse de sus cadenas. Me gustaría citar al académico luterano David Yeago:

La autoridad del gobierno para proteger a sus ciudadanos y castigar a los malhechores no es una recompensa por la virtud o la buena conducta del gobierno… La protección de los ciudadanos y las sanciones contra los que violan la paz y el orden son los objetivos primarios y esenciales de cualquier gobierno, no un derecho contingente que de alguna forma haya que merecer. … Un gobierno que rehusara salvaguardar a sus ciudadanos o ejercer juicio sobre crímenes sólo añadiría abandono del deber a su catálogo de ofensas.

La cuestión de las alianzas y las organizaciones internacionales también tiene que ser confrontada. ¿Tiene que estar sancionada cualquier acción militar legítima por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas? O, de no ser así, ¿está Estados Unidos obligado, no simplemente como cuestión de prudencia política sino como cuestión de principio moral, a ganar el concurso de aliados para poder usar cualquier fuerza armada en respuesta al terrorismo, o para ejercer cualquier acción militar contra regímenes agresivos con armas de destrucción masiva?

Que la misma Carta de las Naciones Unidas reconoce un derecho nacional inalienable a la autodefensa sugiere que la Carta no reclama para el Consejo de Seguridad ninguna  autoridad única para el uso de la fuerza; si uno está bajo ataque no tiene que esperar por permiso de China, Francia, Rusia o de cualquier otro que tenga poder de veto para defenderse. Por otra parte, la manifiesta incapacidad de Naciones Unidas para manejar grandes cuestiones de seguridad internacional sugiere que sería erróneo darle un poder de veto sobre las acciones militares de Estados Unidos.

Definir las fronteras de la acción unilateral al mismo tiempo que se defiende su legitimidad bajo ciertas circunstancias es una tarea crucial en el desarrollo de la tradición de la guerra justa.

Ultimo recurso. Entre los que han olvidado la tradición de guerra justa aunque manteniendo su lenguaje, generalmente se entiende el clásico criterio ad bellum de último recurso en términos matemáticamente simplistas: el uso de una fuerza armada proporcional y discriminada es la última de una serie de opciones no militares anteriores (legales, diplomáticas, económicas, etc.) que tiene que ser agotada antes de satisfacer el criterio de último recurso. Esto es excesivamente mecanicista y constituye una receta para alentar enormes peligros.

El caso del terrorismo internacional obliga a un desarrollo de este criterio ad belum. Porque, ¿qué significa decir que todas las opciones no militares se han ensayado y han fracasado cuando estamos tratando con un nuevo tipo de mortífero actor internacional, uno que no reconoce ningún otro tipo de poder que no sea la violencia y en gran medida es inmune (a diferencia de los estados convencionales) a las presiones legales, diplomáticas o económicas?  La acusación de que las medidas militares de Estados Unidos después del 11 de septiembre eran moralmente dudosas porque no se habían ensayado todas las otras formas de apaciguamiento no comprende la naturaleza de las organizaciones terroristas. El “ultimo” recurso sólo puede significar que hay razones plausible para creer que no hay medidas no militares disponibles o que éstas resultarían inoperantes.

Por otra parte,  ¿acaso no podemos decir que se ha satisfecho la condición de último recurso cuando un estado malhechor ha hecho evidente, por su conducta, que desprecia la ley internacional, cuando no parece probable ninguna solución diplomática a su amenaza, y cuando pueda demostrarse que su amenaza está creciendo? Creo que sí. Creo que debemos entenderlo así.

Basado en su historial agresivo no se puede permitir que ciertos estado adquieran armas de destrucción masiva. Negarles esas armas – e inclusive derrocar esos regímenes - mediante el uso proporcional y discriminado de una fuerza armada puede ser un ejercicio en la defensa de la paz y el orden, dentro de los límites de una tradición desarrollada de la guerra justa. Hasta que la comunidad política internacional haya desarrollado organizaciones internacionales que puedan desarmar efectivamente a esos regimenes, la responsabilidad por la defensa del orden en estas extremas circunstancias yace en otras instancias.

Finalmente, la tradición de la guerra justa requiere una mejor comprensión del lugar correcto de la tradición de la guerra justa en nuestro discurso público y en un gobierno responsable.

Si la tradición de la guerra justa es una tradición política, es una tradición que tiene que ver con el gobierno, entonces el papel adecuado de los líderes religiosos e intelectuales públicos es hacer todo lo posible por aclarar los problemas morales que están en juego en época de guerra, reconociendo, al mismo tiempo, que la responsabilidad fundamental yace en otra parte: en la autoridad pública debidamente constituida, que está mejor informada de los hechos relevantes y que tiene que cargar con la responsabilidad gubernamental de la toma de decisiones. Es puro clericalismo sugerir que los líderes religiosos y los intelectuales de alguna forma sean “dueños” de la tradición de la guerra justa.

Como he dicho anteriormente, muchos de los líderes religiosos e intelectuales de hoy han sufrido de grave amnesia en relación con elementos claves de la tradición, y difícilmente puedan decir que son sus dueños de la misma en algún sentido serio de propiedad intelectual. Pero aún si lo fueran, y aún si pudieran considerarse legítimos herededos e intérpretes de la tradición, la carga de la toma de decisiones siempre estaría en otra parte. El papel de los líderes religiosos y de los intelectuales es alimentar y desarrollar las riquezas filosóficas de la tradición de la guerra justa. La tradición misma, por otra parte, existe para servir  a los estadistas.

La claridad moral en tiempo de guerra demanda seriedad moral de los funcionarios públicos. También demanda cierta medida de modestia política de los líderes religiosos y de los intelectuales públicos, en el intercambio de la deliberación democrática. Sugerir que la tradición de la guerra justa es obsoleta es sugerir que la política es obsoleta. Lo que esta generación tiene que hacer es lograr un desarrollo de la tradición de la guerra justa que toma en cuenta las nuevas realidades políticas y tecnológicas del siglo XXI. El 11 de septiembre, lo que vino después y lo que tenemos por delante han demostrado cuan urgente es esta tarea.

Publicado en First Things, enero de 2003
Traducido por AR.