En defensa del neoliberalismo
 

Se acabaron las vacaciones

 

James S. Robbins

Karachi, Pakistán, 8 de marzo, dos extremistas musulmanes armados con rifles AK-47 emboscaron un autobús del consulado americano. Saltaron de un taxi, en medio de una congestión de tráfico y, fría y deliberadamente, acribillaron el vehículo a balazos, regresaron al taxi y escaparon. Gary Durrell y Jacqueline Van Landingham, dos empleados del Departamento de Estado murieron a consecuencia de los disparos. Mark McCly logró sobrevivir haciéndose el muerto pese a que los disparos le habían cercenado un pie. La bolsa se desplomó ante la noticia del ataque. Es decir, la bolsa de Karachi. En Wall Street, el Dow subió 16.6 puntos. Era 1995 y Estados Unidos no sabía que estaba en guerra.  

La guerra de los terroristas empezó mucho antes del 11 de septiembre del 2001 - el "Sagrado Martes" en la terminología de Al-Qaida. Ese día marcó el fin de una era, el regreso de unas vacaciones de la historia, y una concreta demostración del fracaso práctico de un ideología de política exterior mal concebida. En la década anterior, los dirigentes de Estados Unidos  habían aceptado la tesis del Fin de la Historia, de que el liberalismo había vencido a todos sus rivales del siglo XX y, puesto que no había más batallas ideológicas que librar, todo lo que quedaba era consolidar la victoria a través de "la ampliación y el enfrentamiento". Es decir, ampliación de la zona del liberalismo, y enfrentamiento con los estados que todavía no hubieran hecho la inevitable transición a la democracia. La línea entre la política nacional y la exterior se estaba desvaneciendo. La globalización era una fuerza para el bien que elevaba los niveles de vida de todos y a la que todo el mundo daba la bienvenida, salvo unos pocos recalcitrantes.

El papel de la fuerza en este mundo futuro estaría limitado al mantenimiento de la paz, puesto que Estados Unidos era la única superpotencia y hacerle la guerra sería irracional.    

Esa época empezó con drásticos recortes en el presupuesto de defensa. La economía y la aversión al riesgo definían su temperamento. La protección de las fuerzas armadas fue promovida de una función operativa a un objetivo de misión. El requerimiento de "una estrategia de salida" antes de que pudiera utilizarse la fuerza reemplazó lo que se acostumbraba llamar "victoria". La fuerza aérea se convirtió en el instrumento natural y preferido a la hora de usar la fuerza. El dominio aéreo americano era prácticamente incontestado y de esta forma había menos riesgo de perder aviones (y, sobre todo, pilotos). Los misiles Crucero eran todavía más útiles. El poderío aéreo nos brindaba salidas fáciles, bastaba con dejar de bombardear o de lanzar misiles. Quizás el poderío aéreo era inclusive efectivo, pero esto era una consideración secundaria.     

La seguridad nacional empezó a definirse cada vez en términos policiales. La línea entre la inteligencia y las pruebas se hizo borrosa, y las provisiones del debido proceso legal se globalizaron. De esta forma, cuando surgió una oportunidad de capturar a Osama bin Laden en 1996, se dejó escapar porque no había una obvia orden judicial de arresto.  

Paradójicamente, las operaciones de las fuerzas armadas aumentaron durante ese período. Estados Unidos se vio inmerso en numerosas actividades de mantenimiento de la paz y de construcción de naciones. Pero con menos tropas y haciendo más misiones, la disposición combativa descendió. Cuando Estados Unidos usaba la fuerza, la dirección política enfocaba las situaciones de manera vacilante, con objetivos inciertos, e incurriendo en altos costos. En suma, fue una época en que un grupo de falsas premisas condujo a una mala utilización de las fuerzas armadas y contribuyó a una creciente percepción de debilidad americana, no tanto en términos de tropas o de armas sino de liderazgo y de voluntad nacional. Si uno quisiera, podría escoger entre varias fechas para marcar el inicio de esta época. Una posibilidad es el ataque del 26 de enero de 1993 frente a la sede de la CIA por Mir Aimal Kansi, en el que hubo dos muertos y tres heridos.

La bomba en el World Trade Center del 26 de enero de 1993 tiene la ventaja de una cierta simetría. Sin embargo, prefiero el 3-4 de octubre de 1993, el famoso Black Hawk Down, cuando rangers norteamericanos murieron en Mogadishu. Diecinueve soldados murieron y docenas resultaron heridos. A las pocas semanas, las tropas americanas empezaron a retirarse, proceso que terminó en marzo. Aquella batalla de octubre se convirtió rápidamente en un símbolo de la falta de voluntad americana. Una semana después, el USS Harlan Couty, en una misión diplomática a Haití, fue recibido por Tonton Macutes armados con machetes que cantaban "¡Mogadishu!". Tras un tenso interludio, el barco se retiró. Después de eso, ya era vox populi. Quizás los americanos tuvieran una abrumadora capacidad de fuego o ventaja tecnológica pero se les podía intimidar y, por consiguiente, derrotar. (Occidente mandó un mensaje similar en Rwanda en 1995. Extremistas hutus machetearon a diez soldados belgas mantenedores de la paz en los primeros días de su ataque genocida contra los Tutsis. En vez de de tomar represalias, Bélgica retiró el resto de sus fuerzas, y Estados Unidos y Naciones Unidas prefirieron no tomar medidas enérgicas hasta casi el final de las matanzas. Y, aún entonces, se hizo bien poco.) Lo que es menos conocido sobre la batalla de Mogadishu es que Osama bin Laden reclamó parte del crédito por el ataque. "Es cierto que mis compañeros lucharon con las fuerzas de Farah Adid contra las tropas americanas en Somalia'', dijo en una entrevista de 1997. "Le asombrará saber que Farah Adid sólo tenía 300 soldados mientras que yo había mandado 250 mujadines... En una explosión, murieron 100 americanos, y otros 18 murieron en los combates. Un día nuestros hombres derribaron un helicóptero americano. El piloto pudo escapar. Lo capturamos, lo amarramos por las piernas y lo arrastramos por las calles. Después de eso, 28,000 soldados americanos huyeron de Somalia. Los americanos son unos cobardes''. Bin Laden se refería con frecuencia a esta batalla, y la menciona en su Declaración de Guerra de 1996. Mogadishu cristalizó su valoración del adversario. Lo ayudó a definir su pensamiento en cuanto a Estados Unidos. Estimuló su desprecio por su pueblo, sus líderes y sus valores.  

Bin Laden siguió su lucha guerrillera contra los cruzados tras la debacle de Somalia. La lista de batallas en las primeras etapas de la guerra son bien conocidas: los ataques en Riyadh del 13 de noviembre de 1995, de las Torres de Khobar del 25 de junio de 1996, de las embajadas americanas de Kenya y Tanzania del 7 de agosto de 1998 y del ataque el USS Cole del 12 de octubre del 2000. Estos y otros ataques, como los asesinatos de Karachi mencionados anteriormente, se produjeron en ultramar y contra objetivos gubernamentales. El público reconoció su gravedad pero la dirección política careció de la voluntad para responder efectivamente. El intento más notable fue el ataque con misiles Crucero del 20 de agosto de 1998 contra bases terroristas en Afganistán y la planta farmacéutica de Al-Shifa en Sudán. El ataque fue emblemático de una época: de bajo riesgo, alto costo, improductivo y útil sólo para reforzar la percepción de invencibilidad de Bin Laden.   Como he dicho anteriormente, estos fueron algunos de los factores que contribuyeron al estratégico error de Bin Laden del 11 de septiembre. Esperaba una reacción diferente, algo consistente con la displicencia a la que lo habían acostumbrado. Sin embargo, el ataque, trágico, devastador, inolvidable, también abrió una nueva época. En unas pocas horas, el viejo marco de referencia quedó descartado. Súbitamente, las viejas lecciones aparecieron sumamente claras. La historia no había terminado. El Bien y el Mal no habían sido sustituidos por una fácil opción entre estilos de vida diferentes. Había gente en el mundo que rechazaban los valores de Occidente y la influencia global de Estados Unidos, y que estaban dispuestos a morir simplemente para matar americanos. Las guerras no se podían ganar con medidas policiales, y la estrategia militar no podía ser ejecutada  por abogados. El verdadero liderazgo se definía por la disposición a correr riesgos, y a respaldar las palabras con hechos. Lamentablemente, las limitaciones que Estados Unidos se ponía a si mismo en su comportamiento con sus enemigos eran consideradas por estos como debilidad, y como algo a ser explotado. Por otra parte, Estados Unidos ya no podía seguir apoyándose solamente en su reputación, y enfrentándose a enemigos convencidos de que necesariamente tenían que  perder.  

A los críticos de la emergente doctrina del ataque preventivo les vendría bien examinar la historia de la Era de la Gran Siesta (1993-2001). Uno pudiera preguntarse, en que momento de esos años una ofensiva determinada, resuelta y persistente, tanto diplomática como militar, hubiera podido impedir el desarrollo de la red terrorista que eventualmente realizó el ataque más devastador que Estados Unidos haya sufrido en su historia. ¿Tras qué ataque terrorista en ultramar hubiera sido apropiado un empleo contundente de las fuerzas armadas? ¿Qué nivel de amenaza tiene que afrontar Estados Unidos antes de que las consecuencias de la inacción pesen más que los riesgos de una respuesta militar?  

En los años antes del 11 de septiembre, Estados Unidos había creído que todos los problemas del mundo eran susceptibles de ser resueltos en civilizadas discusiones, que el progreso era inevitable y que las viejas experiencias de la política internacional habían quedado obsoletas. Y entonces secuestraron los aviones.